La enfermedad renal crónica altera de manera significativa la salud global. Más de 700 millones de personas viven con este trastorno y la gran mayoría no lo sabe hasta que se encuentra en etapas tardías, según National Geographic. Frente a esta tendencia creciente, los tratamientos innovadores ofrecen una nueva esperanza para quienes la padecen.
Un diagnóstico tardío y una amenaza global
La historia de Alex Simmons, entrenador personal de Filadelfia, ilustra la progresión discreta de la afección. Con solo 37 años, Simmons acudió a urgencias tras semanas de fatiga, calambres y malestar general que atribuyó a un virus.
Sin embargo, su presión arterial llegó a 260/150, una cifra extremadamente alta para alguien joven y activo. El diagnóstico fue severo: enfermedad renal crónica avanzada, evolucionó rápidamente hacia la insuficiencia renal. Simmons permaneció hospitalizado dos semanas y egresó bajo tratamiento de diálisis. Su caso, retomado por National Geographic, representa a millones que descubren la enfermedad cuando el daño es irreversible.
La magnitud es considerable. Las cifras disponibles muestran que en Estados Unidos hay 35,5 millones de personas —el 15% de la población— afectadas. La prevalencia mundial aumentó un 90% desde 1990 y hoy supera los 700 millones de casos. Nueve de cada diez personas ignoran su diagnóstico, en gran parte porque la enfermedad avanza sin dolor específico ni síntomas visibles. “No hay dolor renal que acompañe a la enfermedad, así que no sabes que la tienes”, explicó Samir Parikh, nefrólogo del UT Southwestern Medical Center.
Factores de riesgo y causas silenciosas
Los riñones cumplen funciones esenciales al filtrar la sangre, eliminar toxinas, regular líquidos, controlar la presión arterial y facilitar la producción de glóbulos rojos. Parikh detalló que estos órganos están formados por diminutos vasos sanguíneos que actúan como filtros microscópicos imposibles de reemplazar. “Los filtros con los que naces deben durar toda la vida”, advirtió el especialista. Si estos vasos resultan dañados, los riñones pierden su eficacia.
Distintos factores propician el deterioro renal: la diabetes, la hipertensión arterial, la obesidad y enfermedades autoinmunes como el lupus o la nefropatía por inmunoglobulina A. Usar durante mucho tiempo medicamentos antiinflamatorios no esteroideos (AINE) o antiácidos también eleva el riesgo.
A esto se suma la predisposición genética y la exposición a contaminantes ambientales como la polución del aire y el agua, un problema particularmente grave en países con acceso limitado a servicios médicos. Joachim Jankowski, de la Universidad de Maastricht, señaló que aunque el auge de los factores de riesgo explica en parte el incremento de la enfermedad, todavía existen causas no identificadas. Factores como el cambio climático y las desigualdades sanitarias aumentan la gravedad.
Más allá de los riñones: complicaciones sistémicas
Las consecuencias trascienden el riñón. El mayor riesgo es la enfermedad cardiovascular, principal causa de muerte a nivel mundial. “Los pacientes con enfermedad renal crónica tienen un mayor riesgo de todas las formas de enfermedad cardiovascular”, señaló Brad Rovin, nefrólogo de la Universidad Estatal de Ohio.
La relación es tan estrecha que algunos especialistas, como Jankowski, consideran que muchas patologías cardiovasculares derivan directamente del daño renal. Además, la afectación renal suele acompañarse de otros problemas, como hipertensión, colesterol alto o daño nervioso.
Stephanie Corona, paciente con enfermedad renal poliquística terminal, describió sentirse “enferma constantemente”. Katherine Tuttle, nefróloga de la Universidad de Washington, destacó la función central de los riñones: “El riñón es el centro del balance homeostático. Cuando fallan, todo se descompensa”.
Diagnóstico precoz y avance en los tratamientos
El diagnóstico precoz es esencial. Los especialistas aconsejan controles periódicos para quienes presentan factores de riesgo. Dos pruebas permiten evaluar la función renal: el análisis de orina, que detecta albúmina, y el análisis de sangre, que mide la creatinina para estimar la capacidad de filtración renal. Parikh remarcó el valor de estas mediciones: “Somos muy eficaces detectando la enfermedad renal si tenemos la oportunidad de buscarla”.
Los adelantos médicos ampliaron las opciones de tratamiento. Hasta hace poco, la diálisis y el trasplante eran las únicas alternativas. Actualmente existen terapias para enfermedades genéticas como la poliquistosis renal, así como tratamientos específicos para enfermedades autoinmunes.
Para quienes tienen diabetes tipo 2 o hipertensión como origen, se desarrollaron dos nuevas clases de medicamentos con resultados destacados en la preservación de la función renal y la reducción del riesgo cardiovascular: los agonistas del receptor GLP-1 (como Ozempic y Wegovy) y los inhibidores de SGLT2.
Un reciente ensayo clínico con Ozempic en pacientes diabéticos con enfermedad renal crónica fue interrumpido por la significativa reducción de la mortalidad entre quienes recibieron el tratamiento en comparación con el grupo control. La combinación de ambas terapias podría aumentar los beneficios. “Se puede ralentizar de forma drástica la progresión de la enfermedad”, afirmó Parikh, quien resaltó que estos medicamentos pueden evitar la insuficiencia renal terminal y proteger ante infartos o accidentes cerebrovasculares.
El caso de Simmons, quien logró salir adelante tras recibir un trasplante de su hermana, subraya la importancia del control médico y la detección precoz. Su experiencia lo transformó en difusor del conocimiento sobre la enfermedad y defensor de la regularidad en los exámenes médicos. Cumplir con las revisiones periódicas es crucial para proteger la salud renal, aun en ausencia de síntomas.