
En los últimos años, las salas de guardia y los consultorios de salud mental comenzaron a recibir cada vez más adolescentes con cortes, quemaduras o lesiones autoinfligidas. Muchos los revela con vergüenza; otros los esconden bajo las mangas o los relativizan, pero se presentan tristes o alicaídos.
La mayoría no busca morir, pero tampoco saben cómo seguir adelante. La autolesión es un modo de aliviar una angustia que no encuentra cauce, una manera de hacer algo con un dolor que no puede expresarse de otra manera. En ella hay un lenguaje a descifrar por un otro.
Detrás de cada herida hay una historia, casi siempre silenciosa, que nadie pudo registrar. El fenómeno no es nuevo, pero cambió su escena. De las habitaciones cerradas pasó a las redes sociales, y del secreto a la exposición. Hoy, el sufrimiento circula entre reels, canciones, foros y hashtags. La pantalla amplifica el dolor y lo convierte en imagen.
Pero mucho antes de TikTok o Instagram, la humanidad ya conocía el impulso de herirse: lo que ha cambiado es el contexto. Lo que antes era escondido, ahora se muestra. Cambió el concepto de intimidad, desde la sexualidad expuesta y el amor protegido hasta el dolor exhibido sin velo.

A lo largo de la historia, la autolesión fue cambiando de sentido. En la Antigüedad, los cortes y las laceraciones formaban parte de un lenguaje colectivo: ritos de duelo, de purificación o de pertenencia que daban cuerpo al dolor y lo inscribía en una trama social. En los textos bíblicos o en los cantos funerarios griegos, rasgar la piel o la vestimenta era una forma de visibilizar la pérdida y, al mismo tiempo, de compartirla. Nadie estaba solo en ese acto: el sufrimiento era público y tenía una escena.
Durante la Edad Media, el cuerpo continuó siendo territorio de lo espiritual. La flagelación o la penitencia no eran vistas como autodestrucción, sino como búsqueda de redención, un intento de reconciliarse con lo divino a través del dolor. El sufrimiento, aún entonces, conservaba una forma ritual, un sentido trascendente.
Con la modernidad, ese vínculo se quebró. El cuerpo y el alma se separaron y lo que antes era ofrenda o expiación se transformó en síntoma. La medicina y la naciente psiquiatría del siglo XIX comenzaron a clasificar esas heridas como señales de histeria, melancolía o debilidad moral.
Como señala la historiadora Sarah Chaney (Medical History, Cambridge University Press, 2008), los alienistas de los manicomios victorianos inventaron la categoría de “automutilación” no porque el fenómeno fuera nuevo, sino porque la psiquiatría necesitaba nombrar, clasificar y controlar. La autolesión pasó así de ser un gesto simbólico a convertirse en una patología de la voluntad. El sufrimiento dejó de tener testigos y se volvió acto solitario, privado, medicalizado.

En el siglo XX, Karl Menninger psiquiatra freudiano introdujo una lectura más profunda. En Man Against Himself (1938) propuso que todas las formas de autodestrucción —desde la adicción hasta la autolesión— son manifestaciones de una misma pulsión: la agresión dirigida hacia uno mismo.
Para Menninger, el sujeto descarga sobre su propio cuerpo lo que no puede expresar hacia el exterior. Llamó a esos gestos “suicidios parciales”, fragmentos de una lucha entre el deseo de vivir y el deseo de morir. Su lectura desplazó la idea de locura o culpa hacia la tragedia interna del sujeto que intenta sobrevivir a su propia violencia.
Décadas más tarde, el psiquiatra estadounidense Armando Favazza, en Bodies Under, 2011, amplió esta mirada. Describió la autolesión como una conducta de supervivencia, una tentativa de volver a sentir el cuerpo cuando la mente se disocia. Para Favazza, el corte o la herida no son deseos de morir, sino modos de soportar lo insoportable, de recuperar control en un mundo que se desarma. Su obra marcó un giro cultural: devolvió al cuerpo su dimensión simbólica y antropológica, y permitió comprender la autolesión como un fenómeno que atraviesa culturas, géneros y generaciones
En un estudio reciente de la Universidad Liverpool John Moores (Sambrook et al., 2023) se muestra que las experiencias adversas en la infancia, abusos, negligencia, pérdidas o violencia familiar, están vinculadas con la conducta de autolesión.

El 64% de los adultos reporta haber sufrido al menos una experiencia adversa durante su niñez, y el 12% cuatro o más. Rajan Nathan, psiquiatra forense y coautor de ese estudio, propone una lectura reveladora: el niño que crece en un entorno amenazante aprende a disociarse, a separarse de sí mismo para sobrevivir.
Décadas después, la autolesión puede aparecer como un intento de volver a sentir el cuerpo, de reconectarse con lo real. Lo que fue una adaptación temprana al trauma se convierte en un acto que, paradójicamente, busca reparar lo que la violencia rompió, hiriéndose.
Así el trauma inscripto en la memoria corporal busca en la repetición de la autolesión, decirse. Por ello no es raro escuchar, en los sistemas de protección que cada vez reciben más cantidad —y más pequeños— niños y adolescentes con autolesiones, la expresión “está roto”.
Una metáfora que muestra a la claras como la violencia y el desamparo vividos en los primeros momentos fracturan la estructura donde se edifica la personalidad, y la autolesión viniera a gritar, como un derrame, aquello que no pudo procesarse ni elaborarse.

Y en esta época, ese límite se juega también en la esfera digital. Las redes sociales amplifican y moldean las formas de padecer. Los algoritmos repiten lo que emociona: si un usuario mira contenidos tristes o autodestructivos, se los multiplica. De este modo, el algoritmo opera como un espejo que devuelve una y otra vez la misma imagen del dolor, creando burbujas de tristeza incesantes.
A esto se suma una dimensión cultural: la estetización del sufrimiento. El dolor se convierte en vibe, en identidad, en pertenencia. Como en la antigüedad se hace público, se comparte y tiene un efecto de repetición e imitación.
Muchos niños, niñas y adolescentes dialogan a través de las redes mostrando su desesperanza performáticamente: fotos oscuras, frases melancólicas, llantos en primer plano, cortes, quemaduras que se exhiben acompañadas de canciones tristes.
Parece decir el discurso implícito de una generación que, frente a la precariedad y la exigencia permanente, transforma la herida en signo de autenticidad.

Una investigación reciente de Amnistía Internacional (2025), titulada Arrastrados a la madriguera del conejo, reveló cómo el diseño algorítmico de TikTok expone a niños, niñas y adolescentes a contenidos depresivos y de autolesión en cuestión de minutos.
Cuentas de prueba creadas como si fueran de jóvenes de 13 años comenzaron a recibir videos sobre desesperanza, tristeza o suicidio antes de los primeros veinte minutos de navegación. En apenas tres horas, el algoritmo había conformado un entorno saturado de dolor. Para esquivar los filtros automáticos, los adolescentes usan lenguaje cifrado —o algospeak—: reemplazan palabras sensibles como “autolesión” o “suicidio” por abreviaturas, símbolos o códigos. De este modo, las plataformas que deberían protegerlos terminan amplificando sus fragilidades.
Mientras tanto, la Organización Mundial de la Salud y UNICEF advierten que la salud mental adolescente atraviesa una crisis global.
En la Argentina, las estadísticas nacionales muestran un crecimiento sostenido de las conductas suicidas en adolescentes y jóvenes, aunque aún no existen registros sistemáticos sobre las autolesiones no letales.

Sabemos, sin embargo, que muchas de esas internaciones y muertes prevenibles comienzan con pequeños gestos autolesivos —con el llamado cutting o, en un sentido más amplio, self-harm (autolesión no suicida, que incluye cortes, quemaduras u otras formas de dañarse sin intención de morir), con heridas que parecen menores— y que, en ausencia de acompañamiento o escucha, pueden escalar hacia intentos de mayor gravedad.
Cada marca es un mensaje temprano que el sistema todavía no logra leer a tiempo. Detrás de las cifras hay un entramado de factores: la desigualdad, la soledad, la falta de acceso a tratamientos y el impacto de una cultura que exige ser feliz, bello y popular mientras precariza la vida.
El acto de autolesionarse comunica también, de forma extrema, un mensaje que debemos aprender a codificar. No se trata solo de pensar qué quiso decir, sino cuánto tiempo calló.
Frente a esta realidad, los discursos de alarma no sirven, aunque el llamado debe ser atendido con urgencia y de manera efectiva. Necesitamos más investigación sobre las formas de intervención psicosocial, políticas de salvaguarda que actúen de modo inmediato y adultos capaces de abrir conversaciones reales sobre estos temas en las escuelas, las instituciones y los hogares.

Hay que devolverles a las infancias y adolescencias la posibilidad de ser sostenidas, no solo observadas o analizadas. Menos conversatorios y campañas vacías, y más acciones concretas orientadas a la salud integral, especialmente a la salud mental infanto-juvenil.
La autolesión no es un capricho, ni una moda, ni algo que se controle con voluntad. Es el modo en que muchos niños, niñas y adolescentes intentan sobrevivir a una época que les exige demasiado y les ofrece poco sostén.
El desafío ético es no mirar hacia otro lado: escuchar lo que duele antes de que sea demasiado tarde.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.