
La imagen muestra la puerta de una escuela derribada por padres de alumnos de esa misma escuela, que luego atacaron a los docentes. La supuesta causa de “la furia” es que responsabilizan a las autoridades de la escuela por no impedir que dos alumnas se golpeen furiosamente a metros de su escuela. Las noticias, las redes, muestran las escenas de esa pelea.
Rápidamente en otra escena, una noticia cuenta que en otro lugar alumnos “festejan” su fin de curso con una pelea tan violenta como la anterior, mientras un círculo de sus compañeros filma con sus celulares. Otra situación del mismo tipo en Córdoba tiene un final trágico: una persona que intenta separar a los alumnos-combatientes, es apuñalada y muere.
El fenómeno se presenta todos los días también en otros escenarios: un semáforo que tarda en arrancar, una maniobra brusca, insultos, y ya dos personas en el medio del tránsito de la ciudad golpeándose, mientras otros filman y suben el material a la redes o la envían a los medios.
Todos los días de un segundo a otro, lo que era un roce trivial una discusión, se transforma de manera inmediata en una escena de riesgo con un final muchas veces trágico. Después, el video aparecerá en redes con una etiqueta que ya parece un género de la narrativa urbana: “un día de furia”.
La violencia aparece instalada como constante y no excepción, ya que no son episodios aislados sino una nueva forma de convivencia o quizás peor, un diálogo en ausencia de palabras.
Ocurre en el tránsito, en filas de comercios, en escuelas, en el transporte público, aeropuertos, etc.
A su vez se reproduce miles de veces, se comparte, comenta, se condena o, por el contrario, en algunos grupos lo celebran y validan a veces como respuesta justa ante un hecho considerado injusto, y donde la violencia aparece como sustituto de la ausencia de justicia.
La furia dejó de ser un desborde privado y excepcional para convertirse, en muchos espacios, en el idioma por defecto de la vida pública en sociedad.
¿Por qué pasa esto? Una lectura desde el funcionamiento de nuestro sistema nervioso, desde la neurociencia, permite explicar de manera bastante clara estos estallidos de ira. Una pequeña estructura del lóbulo temporal, la amígdala, detecta una amenaza real o imaginada y activa el hipotálamo y el sistema nervioso autónomo.
Así, para hacer frente a esa amenaza el corazón se acelera, sube la presión arterial, la respiración se acelera, los músculos se tensan. Todo esa respuesta está programada para nuestra supervivencia, correr, huir, atacar, cualquier salida que nos proteja.

En condiciones normales, la corteza prefrontal, nos permite contextualizar, valorar de manera adecuada si es un peligro de magnitud, si la amenaza es real, o es imaginaria, si la respuesta autonómica es más ligada al temor, o a la realidad de la situación.
Al mismo tiempo, nos permite anticipar cuáles son las consecuencias, de las diferentes opciones, por ejemplo atacar, huir etc. Todo eso ocurre de manera instantánea, pero si este mecanismo de control es superado por los primarios, el campo de conciencia se estrecha y toda esa evaluación desaparece para dejar paso al sistema de supervivencia básico.
En ese instante, la ofensa ocupa todo, y la capacidad de medir consecuencias, y así inhibir impulsos, los frenos inhibitorios, pierden protagonismo.
En condiciones ideales, ese ciclo es breve: el estímulo se resuelve, y una descarga, un insulto quizás, cierra el episodio, el peligro se considera pasado, la corteza retoma el control y el cuerpo con sus señales de alarma se calma.
Pero algo ha cambiado desde hace tiempo, la vida cotidiana está cargada de estrés y frustraciones crónicas, y las alarmas de peligro, de amenaza están sonando constantemente, y así el sistema se activa una y otra vez.

Precariedad económica, trabajos inestables o mal pagos, transporte caótico, burocracia, ruido, inseguridad, discursos políticos y mediáticos incendiarios: cada uno es un microtrauma que se acumula y mantiene el sistema en ebullición, en alerta permanente.
El umbral para reaccionar de manera primaria y violenta baja. Sobre esto actúa el factor que si bien es señalado como causa es solo el desencadenante de un organismo constantemente en el borde el umbral predispuesto a la descarga. El tránsito es el ejemplo más visible. La furia al volante, es hoy un campo de estudio propio, a tal punto que las citas bibliográficas ya le han dado nombre: “road rage”.
Vemos constantemente en las calles y rutas un modo de conducción agresivo, y todas los días asistimos de manera directa o en los medios a serios accidentes. La imagen de un helicóptero descendiendo en una autopista para intentar salvar la vida de alguien ya es cotidiana.
Una revisión reciente de la literatura referente a estos casos de “furia al volante” muestra que la conducción agresiva se asocia fuertemente con rasgos de personalidad como impulsividad, búsqueda de sensaciones, hostilidad y, en relación a los mecanismos cortico frontales, una baja capacidad de autorregulación.
En términos simples, el sistema ya está armado para que descargue, solo falta la oportunidad que ocurra, que se presentará ante un estímulo desencadenante, que no necesariamente deberá ser significativo, solo suficiente para ese bajo umbral de tolerancia.
Diversos informes nos muestran la característica global del fenómeno, así uno de este año en Estados Unidos reveló que el 96% de los conductores admite haber realizado al menos una conducta de manejo agresivo en el último año: exceso de velocidad, pegarse al auto de adelante, cambios de carril bruscos, “cierre” al otro, pero quizás más preocupante una proporción menor, pero significativa , 11%, reconoce haber ido más allá: perseguir a otro vehículo, frenar de golpe para asustar, bajarse para confrontar físicamente a la otra persona.
Si se llevan esos porcentajes a números y extrapolando a nuestra población, podemos ver la magnitud del fenómeno de la “sociedad de la furia” que es el guion que se repite en otros escenarios. En comercios, donde empleados mal pagos y sobreexigidos reciben clientes que no piden, exigen.
En escuelas, donde docentes deben lidiar no sólo con alumnos sino con padres que llegan ya en modalidad de confrontación. En las redes, donde la combinación de anonimato, cámaras y algoritmos premia la reacción más extrema, no el argumento mejor fundamentado.
Todo escenario es un terreno de batalla que permite descargar en otro la propia frustración que mantiene el sistema de alerta ante el peligro encendido. Este sistema pasa así a ser el “por default”, es decir aquel que en principio será el que está habilitado en permanencia, pero ¿por qué ocurre esto?
El sistema de alerta es el que en principio nos permite nada más ni nada menos que asegurar nuestra existencia. El problema es que está basado en el temor como sistema de alerta y supervivencia. En el sistema de supervivencia, una de las formas es que amenazando, gritando, lanzando objetos, etc., damos a entender al agresor que somos también peligrosos, y eso posiblemente lo ahuyente.

Un ejemplo de esto en modalidad tribal y artística lo apreciamos en el deporte, como son los hakas en el rugby, un homenaje a la modalidad tribal del uso de la manifestación de agresividad ante un enemigo. Pero en el mismo deporte los hooligans o nuestros “barras bravas” se enfrentan para imponer la regla de la violencia en la que la pertenencia a la tribu está dada por el grado de ferocidad demostrado.
En el reino animal, los ladridos, aullidos, gritos, o movimientos violentos, son una forma frecuente de poder apreciar ese sistema que intimidando al potencial agresor, busca alejarse de eso que provoca temor. Quien grita, o amenaza envía un mensaje de manera muy primaria. Para muchos, quizás la furia también es una forma de demostrarse que aun en medio de condiciones cotidianas que les resultan humillantes, aun son seres que merecen ser respetados, si no es por la razón, es decir actuando sobre lo que los frustra, será por el temor que infligen en los demás.
No es casualidad que gran parte de los episodios de violencia cotidiana tengan por debajo historias de frustración acumulada.
Pero hay otro factor muy preocupante y de suma importancia en los tiempos actuales de la primacía de la comunicación por multitud de medios: la furia es contagiosa, imitada y de alguna manera es premiada. Ver a otros explotar, en la calle o en un video, no sólo deja en claro una sociedad crispada sino que presenta un molde, un modelo de conducta válida y validada.
Si el conductor que baja del auto “gana” la discusión, si el que insulta al empleado logra que le resuelvan el problema, si el político que grita más fuerte domina la agenda, si el panelista o conductor en los medios al gritar o insultar logra que su espacio de tiempo sea mayor, el mensaje implícito es nítido: la agresión es funcional. Así, los likes, o el rating miden y el circuito se refuerza. El sistema comportamental muestra la recompensa y el refuerzo consolida el aprendizaje de la violencia.

Un capítulo aparte merece el resto de la sociedad que viviendo como espectadores estos eventos, aprende un modelo de adaptación de tipo traumática. Ese testigo desarrolla también los síntomas típicos del trauma secundario: hipervigilancia en espacios públicos, evitación de ciertos lugares u horarios, tensión muscular persistente, dificultades para dormir etc. El círculo se cierra cuando eso desarrolla el estado de alerta que luego tendrá descarga ante un evento gatillo.
En términos de salud mental, entonces, el problema no es sólo el agresor o los agredidos, sino el resto de la sociedad testigo. Una sociedad saturada de episodios de furia, en vivo y en pantalla, se convierte en una sociedad que vive esperando con angustia el próximo estallido.
El sistema nervioso nunca termina de relajarse. Y eso tiene consecuencias: irritabilidad, ansiedad, consumo de sustancias, aumento de enfermedades cardiovasculares, entre otras. Ese contagio traumático los convertirá a ellos mismos en los transmisores de esa modalidad de psicosis de masa que es la violencia.
A nivel individual, los estallidos frecuentes de ira pueden ser la punta del iceberg de trastornos más profundos: depresión con irritabilidad, trastorno por estrés postraumático, consumo problemático de alcohol u otras drogas, algunos trastornos de personalidad, deterioro neurocognitivo.
A nivel colectivo, vemos un trastorno del estado de ánimo social caracterizado por una irritación constante de base, polarización, baja tolerancia a la frustración y algo muy preocupante que es la adicción a la indignación mediática.

El síntoma no es que la gente se enoje, la ira es una emoción necesaria, sino que parezca no haber otro lenguaje para expresar el malestar. Al mismo tiempo cualquier intento de abordar el tema desde un lugar que no sea la ira, al intentar sacar al individuo del sistema de recompensa que proporciona la descarga, es vivido paradójicamente como amenazante.
El que impide la descarga pasa a ser agresor. Así se buscan respuestas cortas y estigmatizantes que actúan en definitiva como golpes dialécticos de una violencia reverberante.
Frente a esto si bien no hay soluciones mágicas, existen diferentes niveles de acción. En la esfera individual, aprender a reconocer las señales tempranas de esa escalada de tensión e ira puede ser de suma utilidad antes que la misma haya tomado el control, es decir en términos neurobiológicos cuando aún nuestra corteza frontal puede actuar.
Percibir signos indicadores, que serán particulares a cada uno, pero que de manera general puede ser tensión en la mandíbula, o calor en la cara, respiración entrecortada, la sensación de la necesidad de “responder ya”, pueden ser los segundos de oro que permitan detener la escalada.
Practicar recursos simples, también específicos a cada uno, como puede ser diferir unos segundos la respuesta a esa real o supuesta agresión, alejarse físicamente, contar unas respiraciones, y aun en el tránsito detenerse, puede evitar tragedias.

En el plano social e institucional, hay medidas obvias, aunque pueden ser políticamente costosas: mejorar el transporte público, reducir la burocracia, simplificar trámites, etc. Es decir, intervenciones que busquen bajar la irritación social, pero implican cambios profundos.
El mismo problema pero quizás aún más complejo es en el plano de lo cultural. Capturar la atención es parte del juego y el enojo, la indignación lo logra y vende. Los clips de peleas garantizan clics. Una persona justificando el ingreso a una escuela y agrediendo a los docentes, genera replicas en redes tomando posición a favor de uno u otro bando y los discursos más agresivos generan más engagement que los matizados. Las explicaciones irracionales pero cargadas de emociones violentas, permiten a su vez una resonancia emocional que no se agota sino que se incrementa.
Esto ya tiene un costo es evidente y es el mismo que se describe: se instala la idea de que la furia es la única forma eficaz de existir en el espacio público. Habitualmente nos referimos al riesgo de medicalizar las emociones si se las ve como patologías y quizás esto sea parte del tema a abordar en esta emoción que es la ira.
Desde ya no sería imaginable ni aun deseable vivir en una sociedad sin enojo. La falta de ira puede implicar un mundo sin sensibilidad frente a diversos temas. Pero el objetivo realista es poderla contextualizar de una manera sana y no destructiva. Poder convivir con el enojo, frente a algo y entender que incluso puede ser la puerta para abrir el diálogo y no la destrucción de todo puente a los demás.

Un objetivo es lograr que el enojo sea una emoción entre muchas, no un idioma oficial único y constante. Donde un “día de furia” vuelva a ser lo que el nombre indica: un episodio excepcional que nos alarma, no un formato cotidiano al que nos hemos resignado o peor aún una alternativa a la que podemos recurrir para justificarnos.
Esos cambios individuales, colectivos y especialmente culturales, suenan lejanos pero son posibles, demandan decisiones pequeñas e íntimas: responder sin humillar, no compartir el video del último estallido como si fuera entretenimiento, no legitimar al líder que sólo sabe gritar, o justificar la violencia bajo ningún argumento.
Hoy sabemos que el sistema nervioso es plástico, los cambios son posibles, y ese real recableado neuronal, abrir nuevas vías abandonadas que hacen a cultivar las emociones de manera sana, marcan la diferencia entre vivir en un campo de batalla perpetuo o en una sociedad tensa pero todavía vivible. No hay pastillas químicas a tomar, sino pequeñas píldoras de cambios diarios. Quizás de esa manera empecemos a sanarnos y sanar a una sociedad que aún puede encontrar una salida.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista