El término sobreviviente ya no solo refiere a una herida sino también a la capacidad de transformar la experiencia en acción y en justicia (Imagen ilustrativa Infobae)

A lo largo de la historia, la infancia ha sido comprendida y gestionada desde perspectivas externas, muchas veces ajenas a sus protagonistas. Fueron jueces, médicos, especialistas y burócratas quienes, desde una lógica adultocéntrica, determinaron qué debía protegerse, diagnosticarse o incluso silenciarse, sin integrar realmente las vivencias de niñas, niños y adolescentes.

Esa mirada, muchas veces desprovista de una escucha real de las vivencias infantiles, contribuyó a consolidar un paradigma que descalificaba a quienes habían sobrevivido, en lugar de reconocerlos como fuente legítima de saber y experiencia, reproduciendo así la incomprensión, la negligencia y el daño.

Pero algo está cambiando. En distintas latitudes, las voces que antes fueron silenciadas por el miedo, la vergüenza o la impunidad están ocupando el centro de la escena.

No se trata sólo de recuperar la palabra: se trata de disputar sentidos, de transformar leyes, protocolos, narrativas y marcos de reparación. Durante años, incluso el término “sobreviviente” fue usado con tono compasivo o descalificador, como si nombrara apenas una herida. Pero hoy, en muchos contextos, nombra también una potencia: la capacidad de transformar la experiencia en acción, la memoria en conocimiento, y el dolor en motor de justicia.

Las formas de violencia durante la infancia suelen combinarse con otras vulneraciones generando múltiples capas de daño y polivictimización (Imagen Ilustrativa Infobae)

Son personas que padecieron diferentes formas de violencia en su niñez o adolescencia y que hoy se han convertido en referentes sociales, activistas, terapeutas, legisladores o impulsores de políticas públicas que integran, desde su vivencia, una comprensión más profunda del daño.

No repiten respuestas técnicas desvinculadas del sufrimiento, sino que impulsan transformaciones basadas en el conocimiento vivido. Ese cambio de lugar no es sólo simbólico: modifica el modo en que concebimos la reparación, la prevención y el cuidado.

Hoy, que la salud mental ha irrumpido como tema ineludible en la agenda pública, resulta impensable construir políticas públicas sin integrarla desde su dimensión vincular, simbólica y relacional.

No se trata sólo de dar testimonio: es necesario proponer, incidir, intervenir. Porque allí donde hubo una experiencia de daño profundo, emerge también una lucha por el sentido, por reconstruir la confianza, el vínculo con los otros y una manera diferente de habitar el cuerpo y el mundo.

Durante años la voz de quienes vivieron violencia infantil fue deslegitimada, relegada y excluida de los espacios de decisión y reparación (Imagen Ilustrativa Infobae)

Esta revolución que desafía los saberes existentes, ya tiene espacio y nombre en muchos países. En Alemania, los sobrevivientes impulsaron la creación de una comisión independiente para examinar los abusos en la infancia, con poder real para proponer reformas. En Irlanda, las víctimas de instituciones católicas lograron una disculpa histórica y reparaciones del Estado.

En Colombia, Bolivia, Costa Rica y México, la voz de sobrevivientes se ha vuelto clave para repensar la justicia restaurativa y los procesos de reparación simbólica. Y en toda América Latina, empieza a instalarse una idea que hasta hace poco parecía impensable: que nadie mejor que quien atravesó la violencia para comprender los caminos de sanación y para liderar un nuevo horizonte de políticas públicas para la infancia.

Este movimiento no es sólo testimonial. Tiene consecuencias directas en la salud mental, en la investigación clínica, en los abordajes comunitarios y en las políticas que se promulgan.

Ha demostrado que las estrategias más eficaces —en prevención, atención integral, salud, educación y reparación— surgen cuando las propias víctimas están involucradas en su diseño. Porque conocen las lógicas excluyentes del sistema y porque saben cómo y cuánto duele, y lo que esas violencias dejan en la vida adulta.

La violencia contra la infancia adopta formas sexuales, físicas, emocionales, institucionales y por omisión, todas con graves consecuencias (Imagen ilustrativa Infobae)

En este nuevo paradigma, la infancia no es un objeto a tutelar, sino un territorio político a proteger, con la participación activa de quienes pueden testimoniar sobre los fracasos del mismo sistema de protección.

Este enfoque, que ya está consagrado en la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes en Argentina, aún enfrenta serias dificultades para su plena implementación, muchas veces por falta de recursos, formación especializada y articulación efectiva entre los distintos niveles del Estado.

La visita reciente a Argentina de Matthias Katsch, comisionado de la Comisión Independiente para el Examen del Abuso Sexual contra Niñas, Niños y Adolescentes en Alemania, es una expresión concreta de este nuevo tiempo.

Sobreviviente de abuso eclesial y referente internacional en la lucha por la verdad y la reparación, fue invitado por la organización Aralma, que dirijo, en el marco del Segundo Encuentro Internacional sobre Comisiones de la Verdad por violencia sexual contra las infancias. Este evento histórico, realizado en el Senado de la Nación, reunió a especialistas de América Latina y Europa para debatir estrategias comunes.

La infancia no es solo un objeto de tutela sino un territorio político que debe ser protegido con participación activa y reconocimiento (Imagen Ilustrativa Infobae)

Su presencia no fue sólo institucional: simbolizó la fuerza de un movimiento global de personas que sobrevivieron a distintas formas de violencia en la infancia y que hoy ya no esperan ser escuchadas, sino que interpelan, proponen y transforman. Lo hacen con la autoridad que otorgan la experiencia vivida y la dignidad recuperada.

Las violencias padecidas en la infancia —sean sexuales, físicas, emocionales, institucionales o por negligencia— rara vez ocurren de forma aislada. Suelen entrelazarse en contextos estructurales de vulneración de derechos que producen múltiples capas de daño y una profunda polivictimización. Lo veo cada día en las historias que acompaño, y lo aprendí también a lo largo de mi propio recorrido: no hay forma de pensar políticas públicas eficaces si no se comprende esta complejidad.

Quienes han atravesado estas experiencias tienen necesidades específicas de salud, seguridad, acompañamiento psicosocial y acceso a apoyos legales. Sin embargo, la mayoría de las veces les resulta difícil hablar de lo vivido y acceder a los recursos que necesitan. En muchos casos, esos recursos ni siquiera existen.

El abuso infantil deja marcas profundas, muchas veces invisibles, que impactan en la salud mental y en los vínculos durante la vida adulta (Imagen Ilustrativa Infobae)

Estas barreras no responden sólo al silencio individual, sino a condiciones estructurales de exclusión. Una investigación publicada en 2022 en ScienceDirect —centrada en sobrevivientes de violencia sexual infantil en el Reino Unido— muestra cómo estas personas han sido históricamente apartadas de la toma de decisiones sobre su propio cuidado, y marginadas de los espacios donde podrían influir en estrategias de prevención y protección para otros niños, niñas y adolescentes.

Aunque el estudio se enfoca en una forma específica de violencia, sus hallazgos permiten pensar en un patrón general: la ausencia de los sobrevivientes en la planificación de políticas públicas, en la investigación en salud, y en los procesos institucionales que los afectan directamente. Una ausencia que, lejos de ser neutra, debilita la eficacia de cualquier respuesta.

En los últimos años, distintos espacios del campo de la protección internacional han comenzado a abrir lugar a las voces de quienes sobrevivieron a violencias en la infancia, reconociendo su valor para influir en la financiación, la investigación, la práctica profesional y las decisiones de política pública.

Las violencias contra niñas y niños rara vez son aisladas, suelen entrelazarse en contextos de vulneración estructural y abandono institucional (Imagen ilustrativa Infobae)

Por eso es imprescindible que participen activamente en todos los niveles: en la salud, la educación, la cultura, la legislación, la justicia, y en los equipos que diseñan e implementan las respuestas institucionales. ¿Quién mejor que alguien que atravesó los mismos malos tratos para comprender la magnitud del sufrimiento y la necesidad de una recuperación específica y sostenida?

Pero para que esa experiencia se transforme en una fuerza transformadora, no basta con haber sobrevivido: también es necesario formarse, comprender la complejidad del daño y prepararse para incidir con responsabilidad y mirada colectiva.

Un ejemplo de este camino es la historia de Julit —una sobreviviente que pasó de víctima a mediadora comunitaria en procesos de justicia restaurativa—, documentada por The Guardian. Su recorrido muestra cómo, cuando se brinda a quienes vivieron estas violencias la posibilidad real de participar no sólo en su propia sanación, sino también en procesos de reparación colectiva, se abren caminos nuevos para toda la sociedad.

También es el caso de Regina Louise, activista afroamericana, escritora y conferencista, quien padeció múltiples formas de malos tratos y negligencias en su infancia. Pasó por más de treinta hogares de acogida —para niños privados de cuidados parentales— en el sistema de protección infantil de Estados Unidos. Fue víctima de violencia institucional, racismo y abandono.

La negligencia institucional también es una forma de violencia, especialmente cuando se omite la protección frente a daños reiterados (Imagen Ilustrativa Infobae)

Hoy, su experiencia alimenta reformas legales y sociales: asesora programas estatales sobre cuidado alternativo y salud mental, integra espacios de incidencia en políticas de adopción, y capacita a equipos judiciales y educativos en trauma infantil complejo.

Sus libros autobiográficos son utilizados como material formativo en universidades y organismos públicos, y su historia fue llevada al cine con apoyo institucional. “Yo no tenía voz, pero tenía algo que nadie pudo quitarme: la memoria”, afirma. Y esa memoria, transformada en acción pública, se ha convertido en política viva.

En Argentina, también comienzan a consolidarse procesos de participación impulsados por personas sobrevivientes. Uno de ellos es el de Thelma Fardin, quien años después de haber hecho pública su denuncia contra Juan Darthés, fundó una organización dedicada a visibilizar la violencia sexual y promover el acceso a la justicia. Conduce el podcast Justas, el camino de las sobrevivientes, que esta semana estrena su quinto capítulo, dedicado a la reparación, y en el que participé como invitada.

Los sobrevivientes saben cómo duele y qué deja la violencia infantil, por eso su voz es insustituible en la construcción de políticas (Imagen Ilustrativa Infobae)

El presente y el futuro se juegan ahí: en el modo en que una sociedad decide quién tiene derecho a hablar y quiénes ocupan los espacios donde se toman decisiones. Aún hoy, incluso en actividades clave sobre temas como la imprescriptibilidad de los delitos de abuso sexual contra la infancia, es frecuente que no se incluya a ninguna persona sobreviviente. Esa exclusión no es un detalle: revela cuánto cuesta, en algunos sectores, asumir el cambio de paradigma que implica reconocer la experiencia como saber político.

Cuando las y los sobrevivientes asumen ese lugar, algo cambia para siempre. Porque no sólo denuncian el pasado: lo transforman en compromiso colectivo, en acciones que cuidan, reparan y previenen.

Ningún niño o niña debe volver a quedar desamparado ante la violencia. Cada historia merece ser escuchada con responsabilidad, protegida con compromiso y reparada con justicia. Porque prevenir es un acto político de cuidado, reparación y responsabilidad con cada infancia.

* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.