El estrés altera el apetito y puede provocar tanto aumento como disminución de la ingesta alimentaria, según expertos de la Mayo Clinic (Imagen Ilustrativa Infobae)

Según la Mayo Clinic, el estrés es una respuesta automática del cuerpo y la mente frente a situaciones que se perciben como desafiantes o abrumadoras, capaz de generar cambios físicos, emocionales y conductuales. Esta reacción puede alterar la manera en que las personas comen, provocando tanto un aumento como una disminución del apetito, y favoreciendo patrones como el “hambre emocional”.

El medio especializado advierte que, cuando el estrés se vuelve crónico, puede contribuir a desequilibrios metabólicos, aumento de peso y mayor riesgo de enfermedades como la diabetes. Comprender cómo influye en la alimentación resulta clave para mantener hábitos saludables en contextos de alta demanda.

Cómo afecta el estrés al organismo y al apetito

La profesora Rajita Sinha, psicóloga clínica y directora fundadora del Centro Interdisciplinario para el Estrés de la Universidad de Yale, explicó a la BBC que el estrés corresponde a la reacción del cuerpo y la mente ante situaciones abrumadoras, donde la persona percibe falta de control.

El entorno, las preocupaciones personales y hasta cambios fisiológicos como el hambre o la sed activan el hipotálamo, región cerebral que desencadena la respuesta de alarma. Este sistema estimula la liberación de hormonas como la adrenalina y la hidrocortisona, que elevan el ritmo cardíaco y la presión arterial.

La conexión entre el sistema gastrointestinal y el cerebro, mediada por el nervio vago, explica los cambios en el apetito bajo estrés (Imagen Ilustrativa Infobae)

El estrés agudo puede ser útil para enfrentar riesgos inmediatos, pero si se mantiene en el tiempo —con el denominado estrés crónico— puede derivar en problemas de salud física y mental, como depresión, insomnio y aumento de peso.

La doctora Mithu Storoni, neuro-oftalmóloga y autora, señaló a la BBC que el estrés puede suprimir o intensificar el hambre. Además, afirmó: “Durante mis exámenes universitarios sentía malestar físico”. La especialista explicó que existe una conexión directa entre el sistema gastrointestinal y el cerebro.

El nervio vago, que comunica ambos órganos, traslada información sobre saciedad y necesidades energéticas. Si el estrés reprime la actividad de este nervio, algunas personas pierden el apetito, mientras que, en otros casos, el cerebro exige azúcar de manera repentina y empuja a buscar alimentos energéticos como respuesta a circunstancias inesperadas.

El estrés crónico eleva los niveles de glucosa en sangre y contribuye a la resistencia a la insulina, aumentando la probabilidad de sobrepeso (Imagen Ilustrativa Infobae)

Además, el Mayo Clinic señala que el estrés sostenido altera la forma en que el cerebro interpreta las señales de hambre y saciedad, favoreciendo lo que describen como “emotional overeating”.

En su artículo “Feeding your feelings”, la institución explica que el estrés aumenta la preferencia por alimentos ricos en azúcar y grasa porque generan alivio inmediato al activar circuitos de recompensa. Esta forma de hambre emocional aparece de manera repentina, no se satisface realmente con la comida y puede reforzar hábitos alimentarios difíciles de controlar si no se reconocen a tiempo.

Consecuencias del estrés crónico sobre el metabolismo

El impacto del estrés crónico en la alimentación va más allá de los antojos. Sinha detalló a la BBC que el torrente sanguíneo se llena de glucosa durante situaciones estresantes, pero la insulina —responsable de regular el azúcar en sangre— pierde eficacia.

Mantener rutinas de sueño y realizar actividad física ayuda a controlar el apetito y la ansiedad en situaciones de alta presión (Imagen Ilustrativa Infobae)

Este proceso puede elevar los niveles de glucosa y contribuir a la resistencia a la insulina, lo que incrementa el riesgo de sobrepeso y diabetes. Un exceso de grasa corporal agrava esta resistencia, provocando que el cerebro demande aún más azúcar bajo estrés. Sinha describió este fenómeno como un “ciclo de alimentación anticipada”, un círculo vicioso difícil de romper, donde el estrés y los cambios metabólicos se refuerzan mutuamente.

Este ciclo alimenticio, si no se interrumpe, mantiene al organismo en un estado de vulnerabilidad metabólica.

Estrategias para evitar la alimentación impulsiva en situaciones de presión

Prevenir el hábito de comer como respuesta al estrés requiere planificación. La doctora Storoni sugirió a la BBC anticipar estrategias de control antes de periodos de alta exigencia. Destacó la importancia de mantener rutinas básicas, especialmente el sueño, ya que ayuda a recalibrar el hipotálamo y las glándulas pituitaria y adrenal, y disminuye la producción de hormonas del estrés.

El consumo impulsivo de alimentos ricos en azúcar y grasa se intensifica durante episodios de estrés, reforzando hábitos difíciles de controlar (Imagen Ilustrativa Infobae)

Storoni indicó que la falta de sueño incrementa los antojos y la necesidad de consumir alimentos azucarados, pues el cerebro busca suplir la energía que le falta. Además, el ejercicio facilita la transición a un estado más relajado y mejora la función cerebral. Conservar el sueño y realizar actividad física se convierten en herramientas clave para controlar el apetito y la ansiedad en momentos de presión.

En cuanto a la selección de alimentos, la profesora Sinha recomendó a la BBC evitar la compra de productos ultraprocesados y azucarados, ya que su presencia en casa eleva la tentación. Sugirió elegir porciones pequeñas de alimentos saludables durante el día para calmar el hambre y reducir los antojos. Preferir comidas con proteínas (carne, porotos, pescado) o carbohidratos complejos, como lentejas y avena integral, ayuda a estabilizar los niveles de glucosa.

Storoni, por su parte, recomendó limitar el consumo de alcohol, porque muchas personas recurren a él para aliviar el estrés, lo que puede agravar el desbalance alimenticio.

El acompañamiento social también desempeña un papel importante. Sinha señaló a la BBC que los grupos sociales favorecen el control de la relación entre estrés y alimentación; compartir comidas o cocinar en compañía ayuda a mantener el equilibrio y a evitar excesos. Las redes de apoyo resultan esenciales para sostener buenos hábitos en etapas complicadas.