En América Latina, es muy común que la gente visite a su madre, su primo o su abuelo. La tradición de pasar tiempo con los familiares se repite en distintos países y contextos. Pero hay lugares donde esta costumbre adquiere formas inesperadas y que pueden parecer algo siniestras desde una perspectiva occidental. En Tana Toraja, una región montañosa ubicada en la provincia de Sulawesi del Sur, en Indonesia, esa práctica incluye una peculiaridad que a primera vista puede parecer desconcertante: la madre, el primo o el abuelo ya no son de este mundo, están muertos.
Según detalla National Geographic, en esta comunidad de aproximadamente 300.000 habitantes, los cuerpos de los seres queridos no son sepultados inmediatamente después del fallecimiento. En cambio, permanecen durante semanas, meses o incluso años en el interior de las casas, momificados y acompañados por sus familiares. Este rito responde a las creencias de Aluk To Dolo, una religión ancestral cuyo nombre puede traducirse como “el camino de los antepasados”. Bajo esta cosmovisión, los difuntos no mueren del todo: simplemente están dormidos o enfermos.
Mientras el cuerpo se mantiene en el hogar, los miembros de la familia lo alimentan simbólicamente, le hablan, lo cuidan, lo visten. Recién cuando se logra reunir la suma necesaria para organizar un funeral digno, se procede a la ceremonia. Este acto no es una despedida sino una transición. El funeral marca el momento en que el alma comienza su viaje hacia Puya, el mundo espiritual donde la existencia continúa en otra forma.
El ritual incluye procesiones, música tradicional y sacrificios de animales, especialmente de búfalos, ya que se cree que son éstos mamíferos los encargados de transportar el alma al más allá.
Las personas trabajan toda su vida a fin de ahorrar el dinero suficiente para comprar los búfalos, porque cuanto mayor sea el número de animales presentes en la ceremonia, más rápido será el paso de la vida terrenal a la espiritual.
El tratamiento del cuerpo del pariente fallecido evolucionó con el paso del tiempo. National Geographic reseña que en el pasado, las familias usaban hojas de plantas y otros métodos naturales para preservar los restos. En la actualidad, recurren al formaldehído, una sustancia química que permite mantener el cadáver en condiciones durante largos períodos. Según reportes de la BBC, esta práctica es común y sus rituales se transmiten de generación en generación.
Por otra parte, el funeral no es el final. Cada dos o tres años, las familias toraja realizan una ceremonia llamada Ma’nene’, o “la limpieza de los cuerpos”. Durante este evento, los ataúdes se abren y los cuerpos son retirados de sus tumbas. Se los viste con ropa nueva, se los peina, se les ofrecen cigarrillos, dinero, comidas y otros objetos de uso cotidiano. Incluso se realizan retratos familiares junto a ellos, como si el tiempo no hubiera pasado, como si la muerte no hubiera interrumpido el vínculo.
Las tumbas, que pueden encontrarse en cuevas excavadas en acantilados o en estructuras familiares construidas en piedra, son consideradas espacios activos. Allí, los muertos permanecen en contacto con los vivos. La creencia detrás de estas tradiciones es que si los cuerpos no son cuidados con respeto, los espíritus pueden traer desgracias o enfermedades a la familia. Por eso, mantenerlos en buen estado es tanto un gesto de amor como una obligación espiritual.
En este contexto, la riqueza material no es un fin en sí mismo, sino un medio para garantizar la continuidad del alma. Los toraja no ahorran para comprar propiedades o bienes suntuarios. Ahorran para morir bien. Para partir con honor. Y, sobre todo, para no ser olvidados.