PAYOGASTA, SALTA.

Las vides más antiguas (de 1831) y las que crecen a la mayor altura del mundo (a 3211 metros sobre el nivel del mar, solo superadas por una plantación en el Tíbet) están en el país, y prosperan bajo la mirada de un mismo enólogo, el francés-salteño Thibaut Delmotte. Lleva más de veinte años en Salta, trabajando en la Bodega Colomé, donde formó su familia, ampliada a las más de 70 que viven en el emprendimiento productivo.

Su capacidad vitivinícola está cambiando la identidad del vino salteño: lo ha vuelto fresco, liviano, elegante. Cuando llegó al norte tenía un solo adjetivo: fuerte. Significaba mucho alcohol, por la concentración que da la altura y la cantidad de radiación ultravioleta. En las tres fincas que maneja, Colomé, Arenal y Altura Máxima, y en sus propios cultivos, tiene un objetivo.

“Expresar el terroir de un lugar único, donde somos pioneros en viticultura de altura, y no hacer vinos estándar. Los empezamos de la nada, nadie había plantado a esta altura. En los 2000 todavía estaba de moda el vino concentrado, amaderado. Después, con mi influencia francesa y estas plantaciones de altura, logramos vinos más ligeros.

“En 2018 hubo otro cambio de filosofía, cosechamos más temprano, menos madera, menos extracción en la bodega, y logramos más frescura con la misma identidad salteña, potente. Lo que está pasando ahora es la apertura a otras cepas, más allá de las clásicas (malbec, cabernet sauvignon y tannat)”, explica. Puede pasar horas hablando de vino, copa en mano.

Colomé es un milagro suizo. La bodega fue refundada por Donald Hess y su esposa Úrsula en lo que fue una viña colonial, y hoy en manos de descendientes, abarca una hostería de lujo con gastronomía de una gran chef, Patricia Courtois. Además, tiene uno de los dos únicos museos destinados a la obra de James Turrell (el otro está en Japón), viñedos de doscientos años, 39.000 hectáreas de valles de las que solo 74 están sembradas por una limitante: el agua.

Una historia que comenzó en 1831

Hess era rabdomante y con su péndulo encontró una napa subterránea esquiva, milagrosa, fuente de toda la vida que hoy florece. El otro problema eran las hormigas y los loros, a los que se combate de sol a sol. Hay 350 ovejas encargadas del mantenimiento del subcultivo que crece entre las vides para proteger el suelo. La granja y la huerta proveen a la cocina, pero también a la escuela y la iglesia que Hess construyó antes de plantar sus vides. Es un verdadero ecosistema.

Allí, Delmotte no es solo el primer enólogo. Es también un gran amigo de sus ingenieros agrónomos, conoce por su nombre a cada trabajador, anda siempre con ropa de Grafa y la cara roja de sol. Conserva el aspecto de mochilero con el que llegó a los 26 años.

–Hablabas de plantaciones nuevas, pero acá hay una de las más antiguas del país.

–Sí, acá hay uno de los grandes tesoros que encontró Donald Hess cuando compró Colomé, en 2001. Son ocho hectáreas de viñedos muy antiguos que estamos investigando para saber cuándo se plantaron realmente. En la historia de la bodega figura que las primeras plantas francesas de variedad malbec, cabernet sauvignon y algunas blancas llegaron acá en 1854. Fue la hija del dueño de aquel momento, Ascensión Isasmendi de Dávalos, quien viajó a Francia y volvió con estacas y sarmientos, y las plantó en Colomé. Tenemos la gran suerte de tener todavía viñedos de esta época produciendo, obviamente muy poco, pero con uvas de muy alta calidad.

“Es realmente un tesoro tener estas variedades prefiloxera (vinos y viñedos de antes de la aparición de la filoxera, un insecto que devastó los viñedos europeos a finales del siglo XIX, que básicamente desaparecieron de Europa). Conservamos este patrimonio haciendo nuevos esquejes con estas plantas antiguas. Entonces, mantenemos este ADN posiblemente único. No sabemos, lo estamos investigando, pero hay muy pocos lugares en el mundo con viñedos tan antiguos”, dice repasando la historia del lugar.

Desde 2005, el francés Thibaut Delmotte es el enólogo de la bodega.

–Hacen 2 millones de botellas de vino por año, pero de esas cepas ¿solo 1500?

–Son vinos medio inclasificables. Tenemos tres vinos que hacemos con los viñedos antiguos y un blanco que llamamos el Misterioso. Y después está toda la línea 1831, donde tenemos dos tintos, un malbec y un cabernet sauvignon. La primera cosa que hicimos cuando llegamos acá fue identificar las variedades de tintos, porque antes se cosechaba todo junto. Con el tiempo, entendiendo un poquito más cómo se desarrolla este viñedo antiguo, lo que hacemos es una selección literalmente planta por planta, viendo el equilibrio de cada una entre su vigor, la cantidad de racimo y su tamaño. Y ahí vamos eligiendo las mejores plantas para hacer el mejor vino. El vino 1831 es de producción limitada y, obviamente, no puede crecer porque no se puede plantar viñedo viejo. Lo cuidamos como oro.

–¿Qué te trajo hasta acá?

–Yo no nací en una familia que trabajaba en el vino. Mis padres eran agricultores. Producían cereales, trigo y cebada en Borgoña. Siempre estuve en contacto con la tierra. Y después, en el liceo, tuve la suerte de que dos de mis mejores amigos eran de Chablis, que produce un vino blanco muy famoso, un chardonnay.

–¿Así incursionaste en el mundo del vino?

–Ahí empecé a entrar en el mundo del vino. Al principio solo tomando vino, pero después empezamos a probar y a entender las diferencias entre distintos vinos. Porque ahí realmente tienes un Chablis de un lado de la ruta y, del otro lado de la ruta, un Grand Cru que vale el doble o el triple. Se me abrió un mundo infinito. Más que el precio, probando los vinos empecé a entender que el terroir era clave en la producción del vino. Estudié en Borgoña, en la ciudad de Beaune. Me recibí en 1999. Trabajé tres años en Borgoña, sobre todo con pinot noir y chardonnay.

–¿Qué implica para vos el terroir?

–El terroir es un conjunto. Obviamente, está la gran influencia del suelo, pero también de la topografía, que es la pendiente o la altura, y el clima. Y después, nosotros. Cómo manejamos este suelo y cómo hacemos que se exprese en la botella.

Museo James Turrell de la Hess Art Collection.

–¿De Borgoña a Salta?

–Trabajé en Borgoña y después en Burdeos, donde aprendí además del terroir, pero también un poco más el arte de las assemblage, de los vinos de corte, trabajando con distintas variedades y entender cómo combinarlas, cómo logramos un vino más completo. Esas fueron mis experiencias en Francia.

–¿Cómo llegaste a la Argentina?

–En 2004 agarré mi mochila y me vine acá como turista. Tenía un pasaje de regreso a un año y empecé a viajar por toda la Argentina. Llegué a Buenos Aires, fui a la Patagonia, a Mendoza, obviamente me asombraron los paisajes, pero no era lo que buscaba, lo que me imaginaba de los paisajes de Sudamérica. Y en Salta encontré eso, me enamoré de los colores, la gastronomía, la gente. Me encantó. Me quedé varios meses y conocí a Donald Hess, dueño de Bodegas Colomé. Yo estaba trabajando en la Alianza Francesa y la vecina que está a más de 60 kilómetros, pero es nuestra vecina, me habló del proyecto de Colomé y sus viñedos de altura. En la escuela, en Francia, te enseñan que hasta mil metros se pueden hacer viñedos. Dos mil o tres mil metros, no, imposible. La vecina me aseguraba que era así, pero como no sabía de vinos, me dio el contacto de Hess para que lo discutiera con él. Así fue: le hablé a Donald, le mandé mi currículum y justo estaba buscando un enólogo, así que me invitó a conocer el proyecto. Llegué tarde porque calculé cuatro horas de viaje desde Salta, pero fueron más de cinco, porque vine en un autito chiquito. No me daba el presupuesto para una 4×4, fui en un Gol. Con un suizo llegar una hora tarde… ya empezaba todo mal. Pero cuando me vio llegar, empezó a reírse: ¿Eso es un auto?

Donald Hess, fallecido a los 86 años, fundó en Salta dos bodegas y fue el pionero en la producción de vinos de altura

–¿Qué cosas cambiaron desde entonces?

–Cuando yo vine, el hotel todavía estaba en construcción. Estaba el viñedo viejo, obviamente, pero de los más nuevos, había quizás un cuarto plantado. Estaba todo en obra, y era faraónico, había gente en todos lados, trabajando en la toma para llevar el agua hasta la turbina, y poner nuestra propia electricidad, plantación en todas partes, y una bodega muy chiquita de 1831. Me decía cómo acá vamos a tener plantadas 70 hectáreas, más 40 en Arenal, ese proyecto en Altura Máxima, y yo haciendo matemáticas… le digo, entonces, ¿vas a vender uva? “Vamos a construir una bodega de un millón de litros”, contestó. Yo no tenía experiencia para eso, siempre había sido asistente en bodegas chicas. Y me dijo así: “No te preocupes, vamos a crecer juntos”. Hacía dos horas que lo conocía, y la verdad que me impactó, él ya había hecho toda su fortuna, toda su vida, pero todavía tenía esta visión.

–¿Cómo siguió el encuentro?

–Después hicimos la degustación a ciegas, y ahí destrocé los vinos de Colomé. Eran demasiado fuertes, demasiado todo, demasiado alcohol, demasiada madera, y le dije: para mí son vinos demasiado potentes. Eran vinos icónicos que hicieron conocer a Colomé, pero no eran mi estilo, y esa honestidad también le gustó. Me tomó a prueba 15 días, en 2004. Y me ofreció quedarme. Había visto enólogos de más experiencia, pero me dijo: “Fuiste el único que vino a trabajar con la gente, que trabajó en la bodega, y no buscabas señal de manera desesperada para escaparte del lugar. El tema es ese, que la gente se quede acá”. La condición era que me quedara por tres años, para dar continuidad al proyecto. Y bueno, todo eso fue hace 20 años. Todos los años algo nuevo, un nuevo desafío, un vino nuevo, siempre algo nuevo. También conocí a mi señora y empecé mi familia.

–¿Fue en esos tres años? ¿Te la presentó Donald?

–Sí, eso fue en 2008. ¡Yo creo que estaba metido en eso! ¡Qué gracia! Además encontré mi lugar. Nacieron mis hijos y vivimos por ocho años acá. Cuando mi hija entró en primer grado, mi familia se mudó a Salta, y yo voy los fines de semana. Ahora me toca a mí hacer el sacrificio. En el medio pensamos mudarnos a Francia, hicimos el intento, estuvimos seis meses, mis hijos iban a la escuela, yo trabajaba, mi señora también. Pero al final de los seis meses decidimos volver; yo era el que más extrañaba. A nivel profesional, también, vi las trabas que se presentaban, no valoraban mi experiencia en la Argentina, fue frustrante. Para un proyecto propio, tenía que empezar de cero, y acá ya tenía nombre y apellido, gracias a Colomé.

–¿Qué diferencias hay con la viticultura de Francia?

–En Francia, con las denominaciones de origen controladas, te dicen qué plantar, dónde y qué producir. No hay lugar para innovar. Decidimos volver, cuando el dueño de Colomé ya estaba jubilado. Su hijastra Larissa y su yerno Christoph Ehrbar me llamaron y me pidieron que volviera a Colomé, porque ahí también se dieron cuenta que mejor enólogo encontraban fácil, pero uno que se adapte al lugar es mucho más complicado. Una de las condiciones que puse fue que me dejaran hacer mi proyecto propio, donde pudiera plantar lo que quiero, como quiero y jugarme con mi plantación. Eso es Familia Delmotte, en Altura Máxima. Nos asociamos con la bodega y vamos juntos en esta aventura. Me vendieron la tierra, yo hice la plantación, y después me dieron toda la facilidad logística, la bodega, marketing, la fuerza de venta. Yo me encargué de la plantación, inversión, botella, corcho, etcétera.

Thibaut puede hablar horas de su etiqueta, Familia Delmotte. En 2019 plantó cinco hectáreas en Payogasta, Alto Valle Calchaquí, las primeras propias, e hizo lo que en Francia es impensable: mezclar plantas. Primero, una buena cantidad de sauvignon blanc. El vivero se entusiasmó y le dio 200 plantas de marsanne que plantó con sus hijos y su mujer. Las siguientes tres hileras son de malbec, y las plantó con quince amigos.

Una ventana al cielo en el Museo James Turrell, en Molinos

“Fue la plantación más cara de la historia de la agricultura, en bebida y comida”. Las dificultades: estar a 2600 metros sobre el nivel del mar, con una amplitud térmica de 20 grados y cuatro horas de ripio por caminos de cornisa para cualquier camión que deba llevar su producto.

Pero cuando él habla de terroir, de expresarlo en una copa, quiere decir conocer el ecosistema hasta el detalle: “Payogasta es un valle muy abierto, muy expuesto, con mucho sol, mucho viento, entonces todo eso queda en la piel más gruesa de la uva, lo que da más concentración. Al contrario, Cachi está bien adentro, en dirección del Nevado de Cachi, entonces es un valle que se va cerrando con montaña al este, al norte y al oeste, bien sombreado y con un suelo mucho más arcilloso, y eso mantiene mucho la frescura y aporta un tanino sedoso”.

–¿Vinieron tus padres a ver tu viñedo?

–Mis padres vinieron primero en 2004, cuando me instalé, y se enamoraron también de la Argentina y de la gente. Después volvieron para mi casamiento, en 2014, y en 2019 para plantar mi viñedo. Este año vinieron a cosechar y fue muy lindo. Mi madre tiene 80 años, fue toda una aventura porque quería venir a cosechar.

–Para ellos, como agricultores, habrá sido un orgullo.

–Exactamente, porque toda la vida le decía a mi padre “no voy a ser agricultor, no voy a volver a la tierra”, y bueno, ahí estoy con mi viñedo propio.

–¿Qué botella abrirías para tomar por última vez en esta Tierra, la última copa antes de partir?

–Va a ser Borgoña. Porque ahí nació mi pasión, y ahí nací yo. Es mi infancia, y para mí sigue siendo el lugar donde se expresa mejor el terroir. Una región chiquita, estamos hablando de 5000 hectáreas, donde hay una diversidad que abarca un mundo entero de vino. Un pinot noir de Borgoña, seguro.

–¿Cuál fue el primer vino que tomó?

–Mi abuelo me hacía tomar vino con agua y un poco de azúcar, pero era el vino de mesa. El primer vino que tomé pensando en el vino fue un chablis. Cuando estudiaba en Borgoña, en Beaune, nos hacían probar un vino en particular, un Beaune Premier Cru 69, de treinta años: la complejidad, la frescura, la evolución de los aromas, eso sí, nunca la encontré en ningún vino de acá.

El único Museo del mundo dedicado a la obra de James Turrell

En los Valles Calchaquíes, el artista californiano James Turrell desplegó hace años sus habilidades y creó un conjunto de instalaciones que juegan con la luz y el espacio en las bodegas, a cargo del vinicultor suizo Donald Hess, que había adquirido la primera obra de Turrell en la década de 1970. Luego abrió un museo para albergar sus obras.

El fundador de Colomé (que falleció en 2023) era un gran coleccionista de arte contemporáneo. Entre sus artistas predilectos se encontraban Gerhard Richter, Francis Bacon, Andy Goldsworthy, Katsura Funakoshi y Magdalena Abakanowicz.

Y, claro, James Turrell. El artista tiene más de 95 observatorios de cielo en el mundo, y su obra maestra es el Roden Crater, en el medio de un volcán del desierto de Arizona.