Alexanderplatz
El matadero municipal se extendía en un inmenso rectángulo a las afueras de la diminuta ciudad. Sus muros le eran familiares porque acostumbraba aproximarse a ellos en sus caminatas diarias. Fue a la sombra de los mismos que Auguste Menard tomó ese día su decisión: dejaría de ser un contemporáneo. Radicalmente enfadado con el presente, el futuro le atraía todavía menos, en su estólida previsibilidad. No le quedaba, entonces, sino sumergirse en el pasado. No se trataba de viajar por el tiempo, odiaba la ciencia ficción. Dejar de ser un contemporáneo consistiría en construir las condiciones de su vida en un pasado o, en otras palabras, en forjarse un nuevo presente.
Una dura tarea. Debía lograr la proeza de que su mente se tornara plenamente contemporánea al pasado elegido, para que este se constituyera en su nuevo presente. Debería empezar forzosamente por decidir el punto en el sistema de coordenadas espacio-tiempo. Lazos de familia habían hecho que él dominara con soltura la lengua francesa; fundadas razones lo llevaron a escoger los años inmediatamente posteriores a la Comuna de París como su nuevo presente (cuando el levantamiento aplastado no era, todavía, un compendio de ingenuidades sino la raíz del futuro). De esa manera, Menard zafaba también de uno de los principales escollos percibidos: recrear las percepciones pictóricas europeas anteriores a Francisco de Goya estaba más allá de sus capacidades. Además, eso le permitiría disfrutar de los excelentes vinos españoles, del rioja sobre todo, como el Marques de Riscal, descubiertos en la Exposición de París de 1871 (sí, siempre había llamado su atención esa fecha, su proximidad con Thiers y los comuneros).
Pero no lo haría en el escenario de la Comuna sino en las ricas tierras viñateras de Bordeaux, lejos también de esta ciudad, más cerca de Pau, donde su padre, un austríaco que había consagrado su vida a los negocios, había edificado el inmenso solar en el que siempre había vivido.
De sus contados amigos se despidió diciéndoles que, puesto que habría de olvidarlos, no los extrañaría. Perplejos, se resistieron vacilantes al adiós.
Precisaba una mucama capaz de fungir como su único contacto con el mundo exterior. Examinó varias candidatas, pero las descartó porque todas hablaban con el fuerte acento meridional que había terminado de contaminar la región apenas 50 años atrás, obra de silenciosas migraciones internas. Cuando se presentó una muda, que además parecía en extremo despierta, Menard no dudó en contratarla.
Eliminó todos los vestigios de modernidad aún presentes en el interior de su casa. Reemplazó viejas fotografías por daguerrotipos, pistolas vetustas por trabucos arcaicos, un Pissarro de 1891 por una panoplia, y el acostumbrado artefacto en que se sentaba diariamente por una letrina. Un nuevo tipo de salero diseñado a principios del siglo XX, y que mucho apreciaba, conoció la misma suerte ingrata que la radio a galena. Se desprendió de su guarda ropas, por entero, y lo reemplazó por un puñado de indumentarias antiguas que la diligente criada silenciosa supo conseguir. Una vez hecho todo esto y mucho más, advirtió lo que ya sabía de antemano: había cumplido con una porción ínfima de su trabajo. Aquello que ahora le esperaba era lo más arduo: procesos mentales cuya complejidad intuía pero que nunca había recorrido.
Supo desde el comienzo que habría de resignarse a una fuerte incoherencia, porque ¿cómo construir las condiciones de su nuevo presente subjetivo sin apelar a materiales de su presente biológico, el único que había adquirido al nacer? A menos que su inmersión en el pasado significara un drástico embrutecimiento, cosa a la que no estaba dispuesto a resignarse, habría de hacer transacciones. Si quería, digamos, leer cotidianamente las ediciones de Le Figaro desde 1871, precisaría valerse de medios técnicos inexistentes en esa fecha. Si deseaba mantener a raya las enfermedades que asediaban su precaria salud física, debía contar con medicamentos que se crearían sólo bastante después de los tiempos de la guerra franco prusiana. Menard salió al cruce de esta fuerte impugnación diciéndose a sí mismo que, al fin y al cabo, los seres humanos se movían en una incoherencia semejante ya que vivían permanentemente, aunque por lo general sin saberlo, en el pasado y el presente al mismo tiempo. Lo que más le dolió fue quemar una parte sustancial de su biblioteca, que quedó reducida a unas decenas de libros, malamente incrementadas por unos cuántos más que pudo adquirir a intrigados libreros. Incineró inclusive ediciones recientes de autores antiguos, en la esperanza de hacer más rigurosa su recomposición mental.
Pero le faltaba sortear un nuevo obstáculo; sabía él que, quien vive en el presente, tiene por delante un futuro abierto, y su voluntad puede incidir en el curso de los acontecimientos. Esto no sucede con quien vive en el pasado, ya que sus futuros en verdad no lo son, ya están determinados, por definición no dispone de opciones a su arbitrio. ¿Se trataría, el suyo, entonces, de un vivir en un pseudo presente, un presente ajeno a la condición humana? A esta poderosa refutación de su emprendimiento, Menard se respondió que esa libertad está a disposición de apenas una por millón, quizás por cien millones, de personas, los hombres extraordinarios, y él no pretendía para sí sino el pasado y el futuro de un hombre común, ya que no se sentía otra cosa. No pretendía tener la menor influencia sobre los hechos futuros en circunstancia alguna, ni traspasar el límite de una sabiduría moral estrictamente contemplativa. Su objeción, por tanto, estaba salvada.
Con todo, la muralla más formidable que se interponía entre Menard y su nuevo presente, era otra: la persistencia soberana del recuerdo. Que los hombres sabían olvidar era una constatación más bien deprimente en todo tiempo y lugar, pero él no precisaba de esa forma de olvido, sino de una mucho más radical. No precisaba borrar la memoria de los hechos, precisaba apagar los propios hechos. No necesitaba eliminar el recuerdo de las atrocidades de la batalla de Solferino, sino a la batalla misma.
Pero el aprendizaje del olvido no habría de consistir meramente en un ejercicio lineal, destinado a devorar una larga sucesión de hechos, sino también en un apagar de las huellas que los acontecimientos habían impreso en la percepción y el significado de acontecimientos anteriores. Era para Menard inaceptable sentar sus reales en 1871 y mantener una lectura de la Revolucion Francesa influida por las grandes contribuciones historiográficas desde fines del siglo XIX. O juzgar los primeros pasos del colonialismo europeo en África a la luz de la confrontación interinperialista de la Gran Guerra.
Recorrer ese camino resultó, sin embargo, menos penoso de lo que había sospechado. A medida en que más se enfrascaba en su nuevo mundo más eficientemente funcionaba el aparato cognitivo que destruía secuencias enteras de acontecimientos y las reemplazaba por otras; poco a poco, el olvido como fatigoso ejercicio volitivo fue dando paso a una práctica más impensada, que al cabo descansó completamente en esferas no conscientes de su campo mental. Cuando esto ocurrió, y el avance del olvido se tornó incontenible, ya no percibia, naturalmente, lo lejos que había llegado. Se había olvidado de olvidar, puesto que su mente olvidaba sola, y todo lo que había olvidado descansaba, más bien yacía en estratos abisales de su cerebro, desde los que no podía emitir ni siquiera la señal del esfuerzo atroz realizado para hundirlo en ellos. Jugó a su favor, en lo que se refiere a su vida personal, que ésta, sostenida en una sólida fortuna familiar, estaba casi completamente desprovista de episodios que pudieran tener algún interés ni para él mismo; personalmente no tenia nada que olvidar, en otras palabras.
Cuando su nuevo presente entró en régimen, no persistían en el talud su mente ni los vestigios de su mundo anterior y, blindado por un aislamiento sin fisuras, disfrutó algunos años de paz. Decididamente encontraba ese presente más confortable, aunque, víctima de su propio éxito, Menard ya no podía compararlo con ningún otro. Esa precaria felicidad no podía durar por siempre, porque se edificaba en base a una paradoja: la reducción de su vida privada a una reclusión absoluta amplificaba el impacto de las noticias del mundo exterior del pasado-presente, que le llegaban por medio de los periódicos de época y algunas otras fuentes que su perspicaz servidora supo conseguir, o inventar.
Un día se descubrió a sí mismo vomitando; tras Cuba y Filipinas, se le antojaba incontenible el ascenso de los Estados Unidos en el concierto internacional y con ello inexorable la extinción del mundo del espíritu en el que había creído vivir. Fue un punto de inflexión; la atmósfera decadente de la Belle Epoque, y la creciente degradación de la familia imperial rusa – en la que Menard había cifrado confusas esperanzas –, completaron un cuadro que se llenaba cada vez más de hechos abrumadores. Lo invadió una repugnancia que lo deprimió profundamente. Estuvo meses envuelto en un recóndito desasosiego, arrojado a un laberinto del que, finalmente, encontró la salida saltando sus paredes.
Se daba cuenta de que jamás en su vida había tomado una decisión tan importante. Ésta lo impulsaba hacia un mundo desconocido, y para llegar a él, habría de internarse por senderos nunca pisados. Dejaría de ser un contemporáneo.