En la sección “Un libro en dos mil palabras” nos sumergiremos en las páginas de una de las grandes obras de la literatura universal, “El conde de Montecristo”. El relato ha generado múltiples adaptaciones;como la miniserie protagonizada por Sam Claflin y Jeremy Irons o la serie con William Levy, Roberto Enríquez y Esmeralda Pimentel.

Publicada como folletín entre 1845 y 1946, es una novela de aventuras clásica, escrita por Alexandre Dumas (padre), con la importante colaboración de Auguste Maquet, quien, curiosamente, no figuró en los títulos de la obra porque Dumas le pagó una elevada suma para que así fuera. A menudo se considera como el mejor trabajo de Dumas, y se incluye frecuentemente en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. Es fácil entender por qué.

La historia es un torbellino de emociones, una saga épica de venganza, justicia y redención. La inspiración central de Alejandro Dumas para su célebre novela surgió de las memorias de Jacques Peuchet. En ese relato, se describe la historia de Francois Picaud, un zapatero de París (Francia) que, en 1807, fue acusado injustamente de espionaje por cuatro supuestos amigos movidos por celos.

Durante su encarcelamiento de 7 años, Picaud recibió de un compañero moribundo la revelación de un tesoro oculto en Milán (Italia). Tras ser absuelto en 1814, Picaud obtuvo el tesoro y regresó a París bajo una identidad falsa, con el objetivo de ejecutar una venganza planeada durante diez años contra quienes lo traicionaron.

Con esta base, Dumas creó un personaje inolvidable, una figura que encarna la transformación y el poder de una voluntad inquebrantable. La novela es, en esencia, un estudio profundo sobre cómo el sufrimiento puede moldear a un hombre y sobre la búsqueda de la justicia divina en un mundo injusto. Como bien lo expresa el conde, la “justicia de Dios” es un poder inexorable que debe seguir su curso. La suya es una historia de “venganza que rejuvenece”.

Esta es la historia que contaremos, en un poco más de 2000 palabras.

El Conde de Montecristo

Nuestra historia comienza el 24 de febrero de 1815, en el bullicioso puerto de Marsella. El bergantín El Faraón, procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles, avista tierra. A bordo va Edmundo Dantés, un joven marino de diecinueve años, valiente, “bueno y valeroso”, y tan “ducho en el oficio” que no necesitaba “lecciones de nadie”. Estaba a punto de ser ascendido a capitán, un puesto codiciado. Pero la envidia, como un veneno lento, ya corría por las venas de Danglars, el sobrecargo del barco. Él le dice al señor Morrel, el naviero, que el capitán Leclerc había muerto, y Danglars, insinúa que Dantés es inexperto.

Sam Claffin, protagonista de la miniserie 'El conde de Montecristo'(Rtve)

La vida de Edmundo era perfecta: un futuro prometedor y el amor de la hermosa Mercedes, su prometida, con quien iba a casarse. Sin embargo, su felicidad se ve truncada por un complot. Durante su último viaje, el capitán Leclerc, antes de morir, le había entregado un paquete para el mariscal Bertrand y una misiva para un tal señor Noirtier. Este simple encargo, junto con la visita de Dantés al emperador Napoleón en la isla de Elba, donde el emperador incluso le habló, fue la chispa que encendió la traición. Danglars, impulsado por la envidia profesional, conspira con Fernando Mondego, un pescador “pobretón” y primo de Mercedes, consumido por los celos y el amor no correspondido hacia ella. A ellos se une Caderousse, un sastre borracho y vecino. Fernando le pregunta a Danglars sobre cómo dañar a Dantés, y este responde: “los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan. Muchacho, trae recado de escribir”. Así, una carta anónima es enviada al procurador del rey, acusando a Dantés de bonapartista.

Edmundo es detenido el mismo día de su boda. Su interrogatorio está a cargo del joven y ambicioso Villefort, un “hombre de treinta y dos años con frac azul” y “procurador del rey en Nimes y después en Versalles”. Villefort, que inicialmente se muestra distante, se interesa al saber que Dantés ha estado en la isla de Elba y ha hablado con el emperador. La conversación se torna tensa cuando Dantés revela que llevaba una carta para el señor Noirtier, el padre de Villefort, conocido bonapartista. Para proteger su propia carrera y evitar que se supiera de las relaciones de su padre con los bonapartistas, Villefort, con “la reputación del magistrado más honrado, más severo, más rígido”, condena a Edmundo, a pesar de que este le jura su inocencia: “Soy inocente”, “Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes”. Lo manda encarcelar provisionalmente en el palacio de justicia y luego al temido castillo de If.

Jeremy Irons en

Allí, Edmundo Dantés pasa catorce años en una “desgracia inmensa, una desgracia inmerecida”. Su desesperación es enorme: “no puedo blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces”. Sin embargo, la fatalidad, o quizás el destino, le presenta a un compañero de celda: el padre Faria. El abate Faria, un hombre de edad avanzada, está preso desde 1811. Faria es un erudito prodigioso; habla “cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español”. Posee un conocimiento asombroso de la historia, de tal forma que puede recitar de cabo a rabo a “Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet”. También es un “químico” y ha inventado una preparación para escribir en camisas. Edmundo, humillado por su ignorancia, le dice: “¡qué dichoso sois sabiendo tanto!”. El abate se convierte en su mentor, enseñándole idiomas, ciencias y, lo más importante, a comprender el mundo y las maquinaciones humanas. Dantés le cuenta su historia, y Faria, un hombre con “facultades sobrenaturales”, deduce con asombrosa precisión la conspiración en su contra. Faria le dice: “Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia”, pero después de escucharla, reflexiona profundamente.

Antes de morir, el padre Faria le revela a Edmundo la existencia de un fabuloso tesoro oculto en la isla de Montecristo. Este tesoro, de “dinero y joyas”, pertenecía a “una de las más antiguas y poderosas” familias del siglo XV. Faria le dice que si hubieran escapado antes de su ataque de catalepsia, lo habría llevado a la isla, pero ahora, “vos me llevaréis a mí”. Con un último aliento, Faria le susurra: “¡Montecristo…! ¡No os olvidéis de Montecristo!”. Dantés promete quedarse con Faria, pero el abate muere, dejando tras de sí “un cuerpo inerte y aniquilado”.

Edmundo escapa del castillo de If, reemplazando el cadáver del abate en el saco funerario y siendo arrojado al mar. Tras una aventura de supervivencia, llega a la isla de Montecristo. Allí, encuentra el tesoro y se convierte en un hombre inmensamente rico. Los marinos de la zona la describen como una “masa de peñascos”, un “nido de piratas” y “contrabandistas”. Con su nueva fortuna y una identidad forjada en el dolor y el conocimiento, Dantés regresa a Francia con una nueva identidad: el Conde de Montecristo. Era un hombre con una “inmensa fortuna”, un “cosmopolita” que no era “italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español”, que “asimila todas las costumbres” y habla “todas las lenguas”. Posee “esclavos negros” como Alí, su “nubio, mudo”, a quien había salvado la vida; y una “dama griega” llamada Haydée, hija de un príncipe, a quien compró en Constantinopla. El conde vive en un “palacio en los Campos Elíseos, número 30”, y tiene un mayordomo, Bertuccio, un corso que “tiene un poco de soldado, de contrabandista”, y quien conoce un terrible secreto de Villefort.

La venganza de Montecristo es calculada y metódica. Sus tres principales objetivos son Danglars, Villefort y Fernando, los artífices de su caída.

Alejandro Dumas, autor de

El primero en cruzarse en su camino es Caderousse. Disfrazado del Abate Busoni, Montecristo visita a Caderousse, que vive en la miseria, “atacada de una penosa enfermedad”. Caderousse le cuenta la historia de Edmundo Dantés y cómo Fernando y Danglars se beneficiaron de su caída. Montecristo le ofrece un diamante a cambio de información. Años después, Caderousse, ahora un presidiario fugado con su compañero Benedetto (que es en realidad el hijo ilegítimo de Villefort), intenta robar la casa de Montecristo en París. Es descubierto por el conde, aún disfrazado de Abate Busoni. Montecristo, con “aquella calma, aquel poder, aquella fuerza”, lo acusa: “Un cristal cortado, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está…”. Caderousse intenta huir y es apuñalado por Benedetto, su cómplice. Antes de morir, Caderousse se da cuenta de la verdadera identidad del Abate: “¡Mírame bien!” le dice Montecristo, quitándose la peluca y revelando sus “hermosos cabellos que enmarcaban su pálido rostro”. Caderousse, aterrado, exclama: “¡Oh!, en efecto, me parece que os he visto, que os he conocido en…”. Se trataba del mismísimo Edmundo Dantés, que le dice “—Hay una Providencia, hay un Dios —dijo Montecristo—, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado, desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de tu corazón”.

La venganza contra Danglars, ahora un influyente banquero “rico como una mina de oro”, es financiera. Montecristo, con su “crédito ilimitado” sobre la casa de Thomson y French de Roma, y su astucia, manipula el mercado de valores. Danglars, orgulloso de su fortuna (“Nadie ha contado aún mi caja, caballero”), no sospecha nada. Montecristo le dice “Un millón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje”, y saca dos billetes de quinientos mil francos cada uno, desafiando la prudencia de Danglars. El conde le anuncia que piensa permanecer “un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho…; en fin, allá veremos…”, y que necesita “seis millones” para el primer año. Danglars es arrastrado a inversiones ruinosas.

El conde lo humilla públicamente comprando a un precio exorbitante los caballos que Danglars había vendido a la señora de Villefort, que eran suyos. Danglars “estaba tan pálido y desconcertado”. Montecristo, con su peculiar lógica, le dice que “todo está siempre en venta para quien lo paga bien”. La ruina de Danglars se precipita con noticias falsas transmitidas por telégrafo. Montecristo había manipulado a un empleado del telégrafo en la torre de Monthery, pagándole generosamente para que transmitiera información errónea sobre una “entrada de don Carlos” que causaría una “bancarrota en Trieste”. El empleado, que al principio temía “perder [su] pensión” de “cien escudos”, sucumbe a la oferta de “veinticinco mil francos” para cambiar la señal. Al final, Danglars pierde dos millones de francos.

William Levy, otro Montecristo. (Vix)

La ruina de Danglars se entrelaza con la de Villefort. Montecristo compra la casa de Auteuil, en la “calle de La Fontaine, número 28”, que pertenecía al suegro de Villefort, el señor de Saint-Meran. Esta casa tiene un oscuro secreto: fue el lugar donde Villefort, en su juventud, enterró vivo a un niño, fruto de una relación ilícita con la señora Danglars. Bertuccio, el mayordomo de Montecristo, que había presenciado el entierro y apuñalado a Villefort, está aterrorizado al volver a la casa: “¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que la del asesinato!”. Montecristo fuerza a Bertuccio a contar su historia, revelando que “ese hombre [Villefort] de una reputación tan sólida e intachable… ¡Era un infame!”. Montecristo revela el secreto de forma sutil pero devastadora durante una cena en la casa de Auteuil, forzando a Danglars y Villefort a revivir su crimen: “Aquí, en este mismo sitio… desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que contenía un niño recién nacido”. La señora Danglars “casi se desmayó”, y Villefort “se vio obligado a apoyarse en la pared”. Villefort, haciendo un “último esfuerzo”, pregunta: “¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen?”. Montecristo replica: “¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen?”. La señora Danglars y Villefort se preguntan con terror si el niño vive. Posteriormente, la casa de Villefort es golpeada por una serie de muertes misteriosas por envenenamiento, que el conde permite que ocurran, interpretándolas como la “justicia de Dios”. La víctima más notable es la joven Valentina, hija de Villefort y prometida de Franz d’Epinay, que muere aparentemente. Montecristo, sin embargo, salva a Valentina con un contraveneno, su “específico”, un “elixir”, que “hacía circular la vida en vuestras venas”.

Finalmente, la venganza alcanza a Fernando Mondego, ahora el glorioso Conde de Morcef y par de Francia. Su fortuna y prestigio se deben a su traición a Alí-Bajá de Janina, un acto que Fernando había ocultado cuidadosamente. La clave de su caída es Haydée, la hija de Alí-Bajá, a quien Montecristo había comprado como esclava para liberarla y protegerla. Montecristo la trata “como hija”, aunque al final se vislumbra un amor más profundo: “quizá le amaba de otro modo distinto del de una hija”. Haydée, impulsada por el respeto y el dolor, se presenta ante la Cámara de los Pares y desenmascara la traición de Fernando.

La revelación de Haydée destruye la reputación de Fernando. Su hijo, Alberto de Morcef, se siente deshonrado y desafía a Montecristo a un duelo. Alberto, que había sido amigo del conde en Roma y a quien Montecristo había salvado de los bandidos, ahora busca venganza por el honor de su padre. Mercedes, la madre de Alberto, que reconoce a Edmundo en Montecristo, implora al conde que perdone a su hijo: “¡Edmundo! ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de la melancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue”.

El conde, conmovido por Mercedes, decide no matar a Alberto. Durante el duelo, Alberto, con el “corazón libre” tras haber sido informado por Beauchamp sobre la verdad de su padre, se niega a disparar, reconociendo la justicia del conde: “Tenéis razón para vengaros de mi padre, y yo su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más”. Montecristo “con los ojos humedecidos, el pecho palpitante y la boca entreabierta, alargó a Alberto una mano”. Posteriormente, Fernando, al ver su reputación completamente arruinada y enfrentado a su pasado, se suicida.

A medida que el círculo de su venganza se cierra, Montecristo también interviene en otras vidas. Salva a la familia Morrel de la ruina y la desesperación. También manipula la vida de Andrés Cavalcanti (Benedetto), el hijo bastardo de Villefort y la señora Danglars, presentándolo como un príncipe rico con “quinientas mil libras de renta”.

Después de haber visto su venganza consumada, Montecristo se pregunta si es feliz ahora, respondiéndose: “Sin duda… puesto que nadie me oye quejarme”. Su “felicidad presente iguala a mi miseria pasada”. Se da cuenta de que su misión ha terminado: “Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo”. El Conde, que había dicho “No tengo a nadie en el mundo”, ahora se percata de que Haydée lo ama.

Cerca del final, Montecristo, al ver a Maximiliano Morrel al borde del suicidio por amor a Valentina, se revela a él como Edmundo Dantés, el hombre que salvó a su padre: “¡Porque yo soy el que salvé la vida a tu padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a tu joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés, que cuando niño lo hacía jugar sobre sus rodillas!”. Le pide a Maximiliano un mes para curarlo de su dolor, y le promete que el milagro que espera de Dios “yo lo espero, o si no…”.

Finalmente, Montecristo deja sus posesiones a Maximiliano Morrel, incluyendo “veinte millones… enterrados en mi gruta de Montecristo”, y le pide que, si su corazón está libre, se case con Haydée. Haydée, por su parte, le dice al conde que si él muere, no necesita nada, lo que refuerza el amor que se tienen. Al final, se retiran juntos, dejando un legado de justicia y redención, y mostrando que el amor y la compasión pueden, en última instancia, superar la necesidad de venganza. La novela concluye con el conde en el mar, alejándose de Francia, dejando atrás el rastro de su compleja y poderosa intervención en las vidas de aquellos que lo traicionaron, y de aquellos a quienes decidió salvar.

El Conde de Montecristo es un hombre de profundas convicciones. En su figura, se fusionan el hombre y el enigma, el vengador y el benefactor, un reflejo de la compleja moralidad de una obra que, más allá de la aventura, invita a la reflexión sobre la justicia y el perdón.

Quién fue Alejandro Dumas

♦ Nació en 1802 en Villers-Cotterêts, Francia, hijo de un general mulato de origen haitiano y de una madre de clase media empobrecida.

♦ Alcanzó fama en París como dramaturgo antes de dedicarse a la novela por entregas, donde se convirtió en uno de los autores más populares del siglo XIX.

♦ Su obra, marcada por el ritmo narrativo y el sentido del drama, incluye clásicos como Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, escritos con la colaboración de Auguste Maquet.

♦ Murió en 1870 sin haber recuperado el prestigio que había perdido en sus últimos años, pero su legado fue reivindicado por la crítica y el público en el siglo XX.