Hay libros que marcan una época, y otros que no solo marcan la suya, sino que parecen estar escritos para durar siglos. Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski, pertenece a esta última categoría. Publicada en 1866 en forma de folletín en una revista rusa, esta novela sigue resonando por la crudeza con la que explora el alma humana, su capacidad de justificar el horror, de caer en el abismo y, con suerte, buscar la redención.
Dostoievski no escribía desde la calma: había sido condenado a muerte por “actividades antigubernamentales” y perdonado en el último instante, había pasado años en un campo de trabajos forzados en Siberia, y vivía acosado por las deudas, la enfermedad y la muerte de sus seres más cercanos. Todo eso se filtra en la novela.
Su protagonista, Rodion Raskólnikov, un estudiante empobrecido, carga con todas las preguntas existenciales que atormentaban al autor: ¿puede el sufrimiento justificar el crimen? ¿Existen personas destinadas a estar por encima de la ley? ¿Y si matar es, en ciertos casos, un acto lógico?
La crítica ha leído Crimen y castigo como un retrato de la culpa, como una discusión sobre el nihilismo, como un relato social de la Rusia zarista, como la historia de una conversión religiosa. Pero también puede leerse —y eso haremos aquí— como una novela criminal. Hay un asesinato. Hay sospechas, persecución, y una tensión creciente. La diferencia es que aquí el asesino es el protagonista, y lo que se investiga es su alma. A continuación, contaremos la historia de Raskólnikov. Una historia de crimen, castigo y, tal vez, redención.
Esta es la historia que te vamos a contar-CON SPOILERS– en unas 2.000 palabras.
El asesinato
San Petersburgo, verano. Un joven estudiante camina por la ciudad. “Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S… y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K…”. El joven se llama Rodion Románovich Raskólnikov. Ha abandonado los estudios, está sin dinero, vive en una buhardilla miserable, y evita a su casera porque no puede pagarle.
Durante un mes, Raskolnikov incuba un “proyecto tan audaz”, una “fantasía espantosa” que él mismo se resiste a llamar “negocio”. Esta idea se gesta en su rincón, en largos soliloquios, donde se debate entre su irresolución y la convicción de que “el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices”. Se asombra de que lo que más temor inspira a los hombres es “aquello que les aparta de sus costumbres”, pero su propia naturaleza no le permite detenerse ante nada ni ante nadie.
Raskólnikov planea asesinar a Aliona Ivánovna, una vieja usurera que presta dinero a cambio de objetos empeñados. Su intención es robarle el dinero y justificar su crimen como una especie de acción superior, útil: “Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices… Esto es ya un axioma”, piensa.
Sus preparativos son meticulosos, llegando a contar “setecientos treinta pasos” desde su casa hasta la de la mujer, aunque inicialmente no creía en la realización de su “ilusoria audacia”. El día del crimen, aunque “se sentía fatigado tan extenuado”, se desvía por la plaza del Mercado Central y allí, “de súbito y del modo más inesperado”, escucha a la hermana de la usurera, Lisbeth Ivanovna, hablar de su ausencia al día siguiente. La mujer estaría sola. Este hecho, fortuito y supersticiosamente interpretado como una “fuerza extraña y misteriosa”, sella el destino de la anciana.
Cuando finalmente ejecuta su plan, lo hace con brutalidad. Golpea a la mujer con un hacha. “Le descargó un golpe y la hizo caer de bruces. La mujer no tuvo tiempo ni de lanzar un grito; apenas se oyó un ligero suspiro”. Pero la situación se complica: contra lo previsto llega Lizaveta, la hermana de la usurera. Raskólnikov, en un impulso desesperado, también la mata. “Una vez más, al igual que antes, el hacha cayó sobre la cabeza de la víctima”.
El crimen no le deja riqueza ni tranquilidad. Apenas logra huir, con unos pocos objetos. No tiene un plan claro para usar el botín. Oculta las joyas y dinero sin siquiera mirarlos, enterrándolos bajo una piedra. Comienza entonces su verdadero calvario: la fiebre, el miedo, los delirios, la culpa.
“Yo quería ser un Napoleón: por eso maté”, dirá. Su “teoría” divide a los hombres en “seres ordinarios y seres extraordinarios”. Los primeros “han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes”, mientras que los “extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios”. Él mismo se debate, preguntándose si Napoleón habría dudado ante un “detestable y vieja usurera”. Confiesa que sintió “avergonzado” al comprender que Napoleón no habría vacilado, y por ello, mató “siguiendo su ejemplo”.
La culpa
Raskólnikov cae enfermo. Alucina, tiembla, habla solo. Su amigo Razumijin, un excompañero de estudios leal y generoso, se hace cargo de él. En paralelo, la policía investiga el crimen. Un inspector, Porfirio Petróvich, comienza a sospechar de Raskólnikov. Pero no tiene pruebas, solo intuiciones. Inicia una estrategia psicológica: hablar con el joven, observar sus reacciones, empujarlo a delatarse. “En el fondo del alma, usted sabe que es culpable. Su conciencia no le da tregua”.
Mientras tanto, Raskólnikov vaga por la ciudad. Observa, escucha, delira. Se cruza con personajes como Marmeládov, un funcionario alcohólico y patético que le cuenta su historia entre lágrimas y ebriedad: “Yo bebo para sufrir más profundamente”. Su hija Sonia, obligada a prostituirse para mantener a sus hermanos, se convierte en figura clave. Es la única capaz de mirarlo sin juicio. En ella verá un espejo de sufrimiento y, también, una salida.
Sonia vive con dignidad su miseria. Es profundamente religiosa. Cuando Raskólnikov le confiesa el crimen, no lo rechaza. Le exige que se entregue: “Ve ahora mismo al cruce de caminos, besa la tierra que has manchado con tu crimen y di en voz alta ante todos: ‘¡He matado!’”.
El perseguidor
Porfirio Petróvich sabe. Lo acorrala con sutileza. No lo detiene, pero tampoco lo deja en paz. “Sí, sí, usted es culpable. Usted ha matado a esa vieja, y además a su hermana. Yo lo sé”. Raskólnikov, atormentado, juega al gato y el ratón con el inspector. En un momento incluso llega a presentarse en la comisaría, pero no se entrega.
A su alrededor, todo tiembla. Su madre y su hermana Dunia han llegado a San Petersburgo. Ella está comprometida con Piotr Petróvich Lujin, un abogado frío y calculador, que busca casarse con ella para tener una esposa sumisa. Pero Dunia lo rechaza. El círculo en torno a Raskólnikov comienza a cerrarse: sus afectos están allí, y también sus sombras.
En un giro inesperado, aparece un personaje siniestro: Arkadi Svidrigáilov, antiguo patrón de Dunia, expulsado de su casa por intentar seducirla. Es un hombre sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa. Le propone a Raskólnikov ayudarlo, pagarle, incluso chantajear a Dunia para que se case con él. Pero nadie confía en Svidrigáilov. Tampoco él mismo. Al final, termina suicidándose. “Se llevó el revólver a la sien… Sonó un disparo sordo”.
La confesión
Cada día que pasa, Raskólnikov está más atrapado en su propia lógica. Cree que su crimen fue un experimento. Quería demostrar que era un “hombre extraordinario”, capaz de quebrar la moral convencional en nombre de un bien superior, como Napoleón. Pero ha fracasado. Ni siquiera puede sostenerse a sí mismo.
Sonia se convierte en su conciencia. Le lee pasajes del Evangelio. “Jesús lloró”, le recuerda. Y él, quebrado, sale a la calle. Entra en la comisaría. Se arrodilla. “—He matado —dijo”.
Inicialmente, Raskolnikov va a la comisaría para presentarse por su deuda. “Qué haces aquí tú?”, pregunta un funcionario. Raskolnikov responde que ha sido llamado por una citación. El secretario aclara que era por una deuda. Raskolnikov, sintiendo “un placer indescriptible”, le dice que debía cuatro meses a su patrona y que no tenía dinero para pagar. Dice que era “un estudiante enfermo y pobre, abrumado por la miseria”. Explica que tuvo que dejar la universidad por falta de recursos, pero esperaba dinero de su madre y hermana. Firma un documento en el que se compromete a pagar: “Me comprometo a no salir de la capital, a no vender mis bienes, a no regalarlos”.
Pero, finalmente, un encuentro con Ilia Petrovitch y sus propios pensamientos erráticos lo llevan a confesar el asesinato “a hachazos” de la anciana prestamista y su hermana Lisbeth. “Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su hermana Lisbeth”.
Su proceso judicial es directo debido a su “energía y claridad” en la confesión, sin intentar “suavizar el horror” ni “alterar la verdad”. Los magistrados se sorprenden de que no hubiera aprovechado el botín, atribuyéndolo a un “remordimiento tardío” o a un “estado de perturbación mental”.
Al principio, los psicólogos del tribunal creen que ha actuado bajo la influencia de una “locura pasajera”, una “manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado”. Las declaraciones del doctor Zosimov, sus compañeros de universidad, su patrona y Nastasia, confirmaron que era “un neurasténico. La muerte de Lisbeth, al ser “impremeditada”, también juega a su favor.
El castigo
Raskólnikov es condenado a ocho años de trabajos forzados en Siberia. Aun allí, Raskolnikov sigue sin remordimientos por el crimen en sí, solo se lamenta por su fracaso. Se preguntaba por qué su idea había sido más “estúpida” que otras teorías. “¿Por qué mi acto os ha parecido monstruoso? ¿Por qué es un crimen? ¿Qué quiere decir la palabra “crimen”? Tengo la conciencia tranquila”.
Sonia lo sigue a Siberia. Vive en el mismo pueblo, lo visita, le lleva comida. Al principio, él la rechaza, frío, sin arrepentimiento verdadero. Pero poco a poco, algo cambia. “Sentía que una vida nueva iba a comenzar para él”.
La novela cierra con una promesa. “No había hablado con nadie en ocho días. Pero ahora, de pronto, deseaba hablar con Sonia”.
Su mente comienza a regenerarse. En su cabecera, el Evangelio de Sonia yace abierto. Aunque al principio no lo había abierto, ahora lo tenía. Y un pensamiento cruza su mente: “¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ser ahora distintos de los míos?”. Sonia también experimenta una “felicidad” que la turba. Siete años, que en la “embriaguez de los primeros momentos”, les parecieron “siete días”. Raskolnikov, sin saberlo, tendría que adquirir esta nueva vida “al precio de largos y heroicos esfuerzos”. La historia de su crimen y castigo había llegado a su fin, pero el camino hacia la redención apenas comenzaba.
Epílogo
Crimen y castigo no es una novela sobre un asesinato. Es una novela sobre la conciencia. Raskólnikov no es castigado por la ley, sino por sí mismo. Durante páginas enteras no hay acción, solo pensamiento. Los diálogos parecen interrogatorios morales. Dostoievski empuja al lector al lugar más incómodo: el interior del alma culpable.
La fuerza de esta novela no reside en su trama, sino en su intensidad psicológica, en la exposición despiadada de un joven que, creyéndose por encima de todos, se encuentra reducido a la más pura humanidad. En esa humanidad, llena de contradicciones, es donde Dostoievski clava su mirada. Y donde todavía hoy nos encontramos reflejados.
Quién fue Dostoievski
♦ Nació en Moscú en 1821 en una familia de clase media; su padre era médico militar y su madre, profundamente religiosa.
♦ Fue arrestado en 1849 por participar en un círculo intelectual prohibido; condenado a muerte, fue indultado en el último momento y enviado a un campo de trabajos forzados en Siberia.
♦ Esa experiencia marcó profundamente su obra, dándole un enfoque existencial, religioso y psicológico a sus novelas.
♦ Sufrió de epilepsia toda su vida y estuvo frecuentemente endeudado por su adicción al juego.
♦ Escribió algunas de las novelas más influyentes del siglo XIX, entre ellas Crimen y castigo (1866), El idiota (1869), Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880).
♦ Murió en San Petersburgo en 1881, a los 59 años, reconocido ya como uno de los grandes escritores rusos.