Yo soy como el rey de un país lluvioso es una obra que explora el género de los asesinos seriales en la literatura argentina desde una perspectiva gótica y urbana. Edgardo Scott (Lanús, 1978) reside en París y es reconocido como escritor, traductor y crítico literario, con publicaciones en España, Francia, Italia y Portugal.
El libro examina el fenómeno del asesino serial como un producto de la sociedad moderna y sus fantasías misóginas, en un contexto donde la lucha por la igualdad de la mujer cobra relevancia. En la obra conviven “crueldad y desprecio, traición y cinismo, pero también una incesante –hasta nostálgica– búsqueda de sensualidad, belleza y justicia”.
Entre las obras previas de Scott figuran los libros de cuentos Los refugios (2010) y Cassette virgen (2021), los ensayos Caminantes (2017), Por qué escuchamos a Stevie Wonder (2020), Contacto (2021) y Escritor profesional (2023), así como las novelas Luto (2017) y El exceso (2012, reeditada en 2023).
Infobae Cultura publica un adelanto:
Aeroparque
Como un perro satisfecho de necesidades, los sábados me tumbo de cara al sol. Es una manera de decir, no me gusta mucho el sol. Pero lo que hago es venir hasta Aeroparque y pasar todo el día acá, leyendo, anotando cosas, mirando el río o paseando por el hall comercial del aeropuerto.
Los domingos, en cambio, prevalece la indefinición; una indefinición que tal vez sea producto del vacío o letargo, la amarga sustancia de la que está hecho el domingo. Los domingos son por convención una forma de final y los finales son siempre tan precisos como desesperados. Días grises, ardidos, eléctricos. Remolinos de tristeza. Yo lo aprendí, pero no siempre neutralizo su efecto: cuando Dios descansa, el peso del mundo cae sobre los hombres.
Alguna vez probé repetir el domingo todo lo que había hecho el sábado y no resultó. Aunque haya ido hasta Aeroparque siguiendo el mismo camino, repitiendo las mismas acciones y pensamientos que veinticuatro horas atrás me habían generado ilusión, el domingo fue apenas una mala copia, una imitación cansada. El pulso de la ciudad, que el sábado me parecía lleno de vida, el domingo me resultaba sordo, mecánico; los edificios que el sábado me habían enseñado sus hallazgos, torpezas y ambiciones, el domingo eran apenas moles inexpresivas, grandes bloques espejados de concreto, arquitecturas sin hechizo; el río mismo, este inmenso río, que el sábado me había pare cido un mar de arena, una mitología brillante a la altura de su nombre, el domingo no era más que una planicie barrosa, una acumulación de agua sucia, basura y lejanía.
Decidí que los domingos era mejor no salir; prefiero quedarme en casa, encerrado, no sufrir al menos el vértigo de la expectativa. Aunque el encierro ponga en marcha toda una serie de rituales embrutecidos; toda una variedad de voluntades prácticas: comprar, limpiar, arreglar, tirar, ordenar. Entregarse al reclamo incesante de las cosas. Cultivar un orden. Un orden que a su vez muy rápido yo mismo desordeno, porque me trabo, me equivoco, me precipito. O acabo por distraerme; empiezo a detenerme en detalles e insignificancias. Me vuelvo un astronauta o un adelantado que registra y examina cada objeto, sin reconocerlo, con un rigor a la vez científico y religioso. Un astronauta o un adelantado que, buscando descifrar el misterio, queda fascinado y atrapado para siempre en él. Así pasan las horas, así se diluyen, así se gastan en vanidades y eficacias; entonces llega la tarde, después la noche, y por fin lo único que me queda es la certeza y la excitación de que tampoco podré dormir.
Aplaco ese furor sin dramatismo, tomando el antídoto, los miligramos sin prescripción adecuados para conciliar el sueño; la química efectiva que derrota y posterga cualquier angustia, locura o tentación. Los domingos, salvo excepciones (un programa inesperado, el descubrimiento o recuerdo de un disco, una tarde de lluvia, la lectura), suelen terminar de ese modo. Hacia el atardecer, como los pájaros, me subo a los árboles. Un sedante me blinda de sueños y pesadillas hasta la mañana siguiente.
No soy el único. A menos que exista el amor (a menos que se pueda confiar en él sin reservas), los domingos nadie escapa a que el mundo le enseñe su cara absurda y desfigurada, su cara monstruosa, llena de pelos, manchas y costuras. Las pocas veces que salgo, presto atención; observo a las parejas paseando, a los amigos que eligen reencontrarse, a las familias que se afirman en su exhibición; y ninguno puede quitarse del todo esa especie de luto, ese maquillaje sombrío, ese labial corrido y payasesco.
Los domingos ni siquiera las mujeres me importan. Sus cuerpos –esa intriga que me dirige– se vuelven fantasmas, espíritus, hilachas de humo; imágenes huecas e inofensivas.
Pero los sábados, sobre todo los sábados por la mañana, el mundo es un inicio que guarda todos los inicios. Una isla exuberante y solitaria que yo debo recorrer porque esconde para mí un tesoro: la cascada oculta, el cofre enterrado en el bosque, una palabra clave: ¿plenitud?, ¿felicidad?, ¿liberación? Mi parte entonces consiste en descubrir y recorrer con serenidad y paciencia ese camino. Hasta perderme. O hasta barrer la cruz sobre la playa.
Exagero, no ocurre nada de eso, nada es tan patético: ni caminos ni perdiciones, ni mapas ni tesoros. Apenas una postal a la que vuelvo en la mañana de un día libre. El río, los aviones, el plácido e hipnótico paisaje de lo que parece suceder a voluntad.