Daniela Thomas sonríe y asiente frente a una posible caracterización de sus múltiples ocupaciones y cualidades: “mujer renacentista”. “Mi casa era así… Por mi padre nuestra casa familiar era un hub (laboratorio) y ahí nos criamos tres hermanos que hacemos muchas cosas en el arte”, cuenta con una sonrisa que deja entrever, también, una buena porción de nostalgia.
De verdad, Daniela Thomas hace muchas cosas y todas importantes en el ámbito cultural de su país y con proyección internacional. A saber: actualmente es directora de arte y escenógrafa de la obra teatral Avenida Paulista, da Consolação ao Paraíso; es curadora de la muestra Fala Falar Falares -sobre los diferentes acentos regionales del portugués en Brasil- en el Museo de la Lengua Portuguesa de San Pablo; dirige la obra Autobiografía de rojo (basada en la novela en verso de la poeta canadiense Anne Carson); es la responsable de la escenografía y puesta en escena de los shows de Gilberto Gil en su última gira Tempo Rei y a partir de noviembre presentará la muestra de música, videos y documentos Complexo Brasil en la Fundación Calouste Gulbenkian de Lisboa. “Y estoy preparando una nueva película”, anticipa.
Esta relevante cineasta, escenógrafa, directora teatral y dramaturga brasileña estuvo en Buenos Aires para la apertura de la muestra Esto es teatro: Once escenas experimentales del Di Tella al Parakultural en el Museo Moderno —está a cargo del diseño de la exposición, junto a la directora del museo, Victoria Noorthoorn— y allí dialogó con Infobae Cultura sobre su tarea más ¿exitosa? ¿importante? Fue productora ejecutiva (además de consejera y soporte emocional de su amigo, el director Walter Salles) de la película Aún estoy aquí, ganadora del Oscar. “En mi opinión, es descendiente directa del cine argentino porque no habla de violencia física, involucra emocionalmente con una historia de familias. La historia oficial y Argentina, 1985 son antecedentes directos”.
En la semana posterior al triunfo en el Festival de Cannes de El agente secreto, la nueva película de Kleber Mendonça Filho —otro gigante del cine brasileño contemporáneo—, no muchas personas de la industria cultura brasileña puede hablar con tanta autoridad y conocimiento como ella.
—¿Cómo explicas estos éxitos tan seguidos del cine brasileño?
—Kleber es un genio, un auteur. Creo que festivales como Cannes, también Venecia, son los últimos festivales de autores. De hecho Kleber ganó el Gran Prix del jurado en Cannes por Bacurau. Ya en 2008, Sandra Covelloni había ganado el premio a mejor actriz, también en Cannes, por la película que dirigimos con Walter (Línea de Pase). pero nada tuvo tanta repercusión como el Oscar para Aún estoy aquí. Por eso ahora se habla de fenómeno del cine brasileño… Pero nosotros no teníamos ni el 1 por ciento de idea de que estoy podría pasar.
—¿Cuánto de este boom del cine brasileño se explica por la inversión estatal en el cine? Porque aquí en Argentina es un tema en discusión por la nueva orientación que el actual gobierno le ha dado al Instituto de Cine…
—Me recuerda una frase de un amigo mío, Philip Glass, uno de los personajes más importantes del siglo XX. Lo conocí un día en el Pan de Azúcar, en Río, y nos hicimos buenos amigos. Él decía: “la cultura es economía, están muy cerca”. El cine cuesta mucho, y el cine experimental sólo puede existir si es patrocinado. Los gobiernos saben el poder de comunicación y proyección cultural que significa el cine: identidad, sueños de un pueblo… Sin eso la cultura muere, la imagen de un país muere. El dinero público sirve para fomentar y exponer la imaginación de un pueblo. Mi primera película en 1994 se pudo hacer después que Fernando Collor había cerrado la Embrafilme, el instituto del cine brasileño.
—He leído que tu historia familiar es bastante parecida a lo que se cuenta en Aún estoy aquí.
—Es igual, la diferencia es que mi padre, Ziraldo, que era dibujante de viñetas políticas y editor de un periódico satírico, O Pasquim, no fue muerto. Se lo llevaron detenido tres veces. Mi infancia acabó en 1968, el 13 de marzo de ese año, cuando el gobierno militar emitió el AI-5 (N. de la R: el acto institucional Nº 5 que dio poderes extraordinarios al presidente de entonces, Artur da Costa e Silva). Pasé dos navidades sin mi padre, detenido.
Entonces cuando Walter Salles me llamó y me contó que estaba empezando a hacer la película, hablamos mucho de todo aquello. Pero al principio yo no estaba trabajando con él, pero más próximo de la fecha del rodaje, me volvió a llamar para que diera soporte de toda clase: psíquico, profesional… (risas). A partir de ahí estuve hasta el proceso final de sonorización y colorización que se hizo en París.
—Es muy impresionante lo que contó Salles sobre su amistad con la familia de la historia de la película…
—La palabra en portugués es burilado (tramado). Porque así se fue tramando la implicación personal de él y sus recuerdos, con esta historia. Es así: Walter es de una familia muy rígida, su madre era una mujer muy estricta. Y en ese momento conoció a Nalú, una de las hijas de la familia Paiva. Y ella lo llevó a su casa, que era como un club social y cultural. Walter no podía creer que podía conversar con los amigos de Rubens Paiva de todo, amaba participar de las conversaciones, ir a la playa. Walter recuerda mucho algo en particular: cuando Rubens subía a todos los hijos y amigos en el auto, y los llevaba al Maracaná a ver el clásico Flamengo-Fluminense. Aunque él es torcedor louco de Botafogo, pero le gusta mucho el fútbol… Y un día, la casa se cerró. No hubo más contacto. Nalú se fue para San Pablo y nunca más la vio.
Cuando el hijo, Marcelo Paiva, escribió el libro, Walter no lo podía creer y dijo que tenía que hacer esta película. La gente en Brasil creía que había sido una guerra entre izquierda y derecha. Entonces una historia como ésta, tan personal, en donde la vida de una familia es decidida por el Estado, pegó tan fuerte.
—¿Crees que la película ayudó a despertar una memoria histórica que estaba como sepultada en Brasil, sobre la dictadura militar y sus consecuencias? A la distancia de tiempo y lugar, la mirada sobre aquel gobierno es que no fue tan violento como los de Chile y Argentina.
—En números sí, no fue nada parecido a eso. Aquel gobierno duró muchos años y destruyó una generación de jóvenes. Aún así, es cierto, algunas cosas no se perdían. No hay gobierno en Brasil que pueda imponerse si termina con el carnaval y el fútbol. Pero mucha gente sufrió terriblemente, hubo mucha tortura, mucha violencia. También la violencia es parte de ese pathos brasileño. Nuestra historia es brazilian milkshake.
Y lo del “milagro económico” es una falacia extraordinaria que fue inducida por el absoluto control de la comunicación que ejercieron. Fue un relato. Nunca hubo tanta corrupción, con la construcción de esas obras gigantescas: la carretera transamazónica y otras por el estilo… Endeudaron al país y crearon una inflación monumental, y cuando volvió a la democracia había un agujero gigante que estamos pagando hasta hoy.
Lo más importante es que eso cambió. Lo más importante hoy es la comunicación, cuál es la narración. No hay más posibilidades de saber lo que realmente está pasando. La verdad es un activo de lujo del pasado. Entonces ¿cuál es la versión? Lo importante de esta película es que es una versión que generó interés y compromiso. Pegó por la emoción, por una conexión individual. Lo que más me impresionó es que muchas personas que vieron la película sintieron que era sobre ellos. Se identificaron, se vieron representados. Será por esa nostalgia de vida en familia, de felicidad posible, de buenos momentos vividos… Y la película creo, pegó por eso. Por tener una visión alternativa que enraizó en la gente. Es lo más importante que pasó en Brasil para nosotros quienes queremos un país más justo, más feliz, que respete la naturaleza y las diferencias raciales.