No debe haber sido fácil meterse a hacer la biografía de Hannah Arendt. No debe haber sido algo relajado: Arendt, se sabe, fue una pensadora incómoda. Judía en Alemania, trabajó con el movimiento sionista sacando chicos de su país hacia Palestina, antes de la creción del Estado de Israel. La detuvieron brevemente, huyó hacia Estados Unidos. Cuando se iba a crear Israel, desconfió de un estado basado en una identidad étnica o religiosa (aunque fuera la suya). Después, en la posguerra, definió el totalitarismo poniendo en paralelo el nazismo y el estalinismo, una idea no apta para ganar amigos, por lo menos en la izquierda del momento. Cubrió el juicio al nazi Adolf Eichmann en Jerusalén y escribió crónicas por la que dijeron que era una judía con autoodio. Y, en ese contexto, creó la idea de “la banalidad del mal”. Una idea compleja y arriesgada: no son monstruos necesariamente los que hacen el mal, pueden ser personas comunes, tal vez demasiado obedientes. Sin reflexión, decía, cualquiera puede cometer atrocidades.
No, no era, no es un personaje fácil. Sin embargo, el filósofo alemán Thomas Meyer decidió que valía la pena. Que había -esto le dirá a Infobae en Buenos Aires, una tarde que se empieza a poner un poco fría y cerveza de por medio- demasiados mitos sobre ella. ¿Que vale la pena leerla hoy para entender el presente? Esa respuesta será más difícil.
Meyer -de eso se trata- escribió Hannah Arendt: Una biografía intelectual, un trabajo minucioso, basado en documentos, detallado hasta la obsesión. Y ahora está en Buenos Aires participando de las Jornadas Hannah Arendt Buenos Aires: Del exilio a la posverdad, que organizaron el Goethe-Institut y la Cátedra Libre Walter Benjamin-DAAD y que terminan hoy, en el Cultural San Martín.
Ya está la cerveza, empieza la charla.
-¿Por qué trabajar sobre Hannah Arendt, por qué con ese nivel de detalle? Parece haber querido mapear todas las circunstancias y vínculos que fueron base a sus ideas.
-Sobre Hannah Arendt hay muchas historias y también muchos mitos, en algún punto solamente de mitos. Por supuesto que fue una alumna brillante, que pudo ver a través de las cosas. Entonces mi pregunta era, en un sentido bien positivista y simple, cómo realmente fue, de dónde venía la familia, cómo pasó todo. Y para poder responder a estas preguntas simples hay que ir a los archivos. Los filósofos -y esa es mi profesión- siempre viven como en el tercer piso, por encima de la realidad. Entonces bajé y trabajé sobre archivos. Siempre partí de la idea de que iba a fracasar porque creía que ya sabíamos todo sobre Hannah Arendt.
-¿Cuáles eran esos mitos?
-Que se odiaba como judía, que era conservadora, que no tenía solidaridad con el activismo negro…
-Pero, ¿por qué cincuenta años después de muerta una persona interesa tanto como para tomarse tanto trabajo?
–Durante cincuenta años tratamos a esta persona como si ya no fuera una persona, sino una especie de salvadora angelical, entonces es importante bajarla de vuelta a tierra.
-¿Para qué?
-Para comprender que Arendt, si bien fue extraordinaria o fuera de lo común, no fue alguien que, cual profeta bíblico, fuese enviada por Dios para esclarecernos. Todo lo contrario, su pensamiento procede de sus experiencias como personas con otras personas.
-Me llamó la atención la centralidad, en el libro, de la experiencia de los rescates de los jóvenes judíos. ¿Cómo llega a esto? ¿Y esa experiencia qué produce?
-Para Arendt la experiencia era determinante. En el año 1933 creía que toda comprensión intelectual de la situación, al fin y al cabo, no era otra cosa que un mirar hacia otro lado ante la realidad. Es decir, que había que hacer algo, había que actuar. Actuar sobre la idea de ayudar al más débil. Una amiga de Ginebra le avisó a Hannah Arendt sobre la organización que ayudaba a estos niños judíos. Ella hizo un trabajo social que tenía que ver con ayudar a su propio pueblo. Porque cuando cuento la historia no hay que olvidar que detrás siempre estaba esa imagen de Hannah Arendt como una judía que se autoodiaba.
-¿Qué hizo, en concreto?
-Consiguió ropa para los chicos, tramitó los papeles de entrada para poder ingresar a Palestina… Esto significaba una permanente lucha.
-¿Qué nos dice su pensamiento hoy?
-Bueno, en realidad Arendt analizó todos los fenómenos que nos preocupan hoy y a los que nos enfrentamos directamente. El colapso de las democracias, el surgimiento de estados autoritarios y totalitarios, la cuestión del antisemitismo, la cuestión del papel de Israel en Oriente Medio, el futuro de Estados Unidos y de lo que es la república y, por último, pero no menos importante, la pregunta: ¿Qué implica hoy en día pensar, ante las amenazas que acabo de enumerar?
-¿Y qué implica?
-Ella no elaboró una lista de soluciones pero habló del papel del intelectual. ¿Puede consistir solo en la crítica? ¿Acaso el intelectual no es particularmente responsable de lo que dice y escribe, incluso en tiempos de peligro? En concreto: ¿cómo entendemos nuestro papel cuando vemos desaparecer las estructuras clásicas y destruirse las instituciones? ¿Podemos quedarnos en el mero análisis o debemos convertirnos en activistas? Para decirlo sin rodeos: ¿basta con leer a Platón en seminarios o debemos hacer algo más? Para Hannah Arendt, la experiencia más impactante no fue, a primera vista, la identificación de los alemanes con el nacionalsocialismo sino más bien el hecho de que los intelectuales se esforzaran por encontrar razones para justificar su comportamiento. Y, en caso de duda, eso siempre significaba una pérdida de solidaridad con sus amigos judíos.
-Hay gente que cree que la democracia es un sistema agotado o se pregunta si seguirá existiendo.
-Sí pero la gente no debería preguntarse eso, sino comportarse democráticamente. Es decir, ir a votar y, en caso de duda, como hacen una y otra vez los argentinos, ocupar las calles y decirles a los políticos: “¡Basta!“. En Alemania, por poner otro ejemplo, muchísima gente está completamente paralizada. Y esa es la situación que Hannah Arendt consideraba la más peligrosa. No sacar conclusiones del análisis es, por así decirlo, el fracaso paradigmático del intelectual del siglo XX.
-¿Es usted activista?
-Cada vez lo soy más.
-Aquí se leyó mucho Síndrome 1933, un libro del italiano Siegmund Ginzberg que compara lo que pasaba ese año con lo que pasa ahora.
-A finales de los años 20 y principios de los 30, no sólo en Alemania, sino también en Francia, Italia, Holanda y otros países, se puede observar una especie de colapso colectivo de las estructuras democráticas. En todos estos países fue importante la xenofobia. Es decir, se reaccionó a la presión sobre la democracia tratando de encontrar un chivo expiatorio. Al principio fueron los extranjeros, los refugiados. Y Alemania es un caso especial, ya que los nacionalsocialistas se centraron en los judíos alemanes. Pero a la sombra de este análisis se difuminan las condiciones concretas que contribuyeron a la destrucción de la democracia en cada caso.
-¿No hay similitudes?
-Desde el siglo XVIII existe la frase latina Historia Magistra Vitae: la historia es maestra de la vida. No. La historia no es un lugar para aprender. El paralelismo puede ser interesante pero, ara Arendt por ejemplo, siempre fueron importantes las situaciones concretas. Por eso, lo que a menudo no se entiende, es que en Los orígenes del totalitarismo cita mucha literatura nazi para mostrar exactamente cómo se produjo esta destrucción gradual de la convivencia social.
-Esta idea de “la banalidad del mal”. ¿Cómo se tomó en ese momento y cómo resuena hoy?
-Siempre hago una distinción fundamental. Una es el efecto que el análisis de Arendt debe haber tenido sobre los sobrevivientes del Holocausto en los años 60. Y eso es porque el tema de haber sobrevivido no se trataba en las familias. No se hablaba de ello. De repente, alguien llega y escribe estas historias en The New Yorker y los hijos preguntan a sus padres: “¿Qué hay de tu número? ¿Qué viviste?» Y los padres no hablaban. Así que culparon a Hannah Arendt por sacar a la luz no judía cosas de las que solo se hablaba en Shabat, si es que se hablaba. Lo sé por mis propios familiares. Eso es romper un tabú. Y aquí entiendo la ira y la agresión contra su tesis. El segundo punto es que Hannah Arendt intentó convertir esta fórmula de “la banalidad del mal” en una especie de reflexión sobre el ser humano y la relación entre el pensamiento y la acción. Entonces, ¿le hago caso en la acción a lo que reflexioné? ¿Qué significa actuar sin reflexionar? O, para decirlo desde un lugar más exagerado, ¿es posible que cada uno de nosotros sea un pequeño Eichmann? Porque, cuando separamos pensamiento y acción, podemos estar tentados de hacer cosas que van contra nuestras convicciones.