Mucho tiempo antes de que Tan Biónica, con Chano Charpentier a la cabeza, le dedicara a Buenos Aires la canción “Ciudad Mágica”, la magia se había afincado en esta urbe. Quizás no literalmente, pero sí en numerosos actos teatrales donde se destacaban personajes que se presentaban como magos, ilusionistas o prestidigitadores y que deslumbraban al público con sus asombrosos trucos.
Hablamos del siglo XIX. Más precisamente, durante los dos períodos en los que Juan Manuel de Rosas, como gobernador de Buenos Aires, era el hombre más poderoso de este lado del río de la Plata. En tiempos de este caudillo federal (1829-1832 y 1835-1852) los espectáculos en los teatros porteños estaban menos dedicados a las elites y más volcados a los gustos populares. Por ello, como cuenta el historiador Mauro Antonio Fernández en la Revista Todo es Historia N°349, decrecieron sobre los escenarios las óperas, dramas y tragedias y emergieron los shows circenses, que incluían escenas de magia, que pronto se transformaron en espectáculos en sí mismos.
Así, en ese par de décadas los espectadores de Buenos Aires vivieron el auge de los montajes mágicos. Los hacedores de aquellas maravillas se presentaban principalmente en dos teatros: por un lado, el Coliseo Provisional, luego rebautizado Teatro Argentino, ubicado en la actual esquina de Perón y Reconquista. Por el otro, el Teatro de la Victoria, en el 208 de la calle Victoria –actual 954 de Hipólito Yrigoyen.
Provenientes de distintos puntos del globo, desfilaron por allí una gran cantidad de artistas de lo ilusorio. Como el francés Bertrand, que se dejaba fusilar por cuatro soldados y después, sano y salvo, le regalaba al público las balas que debieron matarlo; o un tal London, que se hacia llamar “el rey del fuego” y tragaba estopa ardiente para luego escupir llamaradas por la boca; o Mr. Robert, que había perfeccionado el arte de la “suspensión etérea”, mediante la cual dejaba en el aire, en posición horizontal, a una persona del público, apenas apoyado su codo sobre un pequeño palo; o el alemán Herr Alexander, que hacía “nacer” una niña pequeña del interior de un huevo gigante.
Pero más allá del divertimento que ofrecían todas estas presentaciones, no hay que dejar de lado que el país, entonces, vivía tiempos convulsos. Y no podía fallar: la división fraticida que marcaba al país se filtró en uno de los espectáculos. El responsable fue un ilusionista de origen inglés –algunos dicen que suizo- llamado Mr. Nelson. Con nutrida experiencia en escenarios de todo el mundo, este hombre tenía en su repertorio uno de los trucos más antiguos pero a la vez más sensacionales de la historia de la magia: la decapitación.
El asunto es que, al llegar a Buenos Aires, quizás con la intención de dotar de color local a su espectáculo, en su función del 23 de diciembre de 1841, este buen mago no tuvo mejor idea que montar y presentar ese truco de la siguiente manera: “Duelo de un federal con un salvaje unitario, en el que el primero degollará al segundo a vista del público”.
Por supuesto, una performance tan explícita no pasó desapercibida. El historiador teatral Mariano G. Bosch escribió: “Puede calcularse con qué asombro algunos, con qué fruición otros y con qué desprecio los catedráticos del arte verían la prueba, que entonces no era sino una repetición en las tablas de cosas que habían sucedido un año antes en las calles”. En efecto, 1840 había sido un año especialmente brutal de represión rosista contra los unitarios en la ciudad de Buenos Aires, con degüellos incluidos. Así que el acto había sido, cuanto menos, imprudente. Y así lo hicieron saber también, indignados, los unitarios exiliados en Chile y Uruguay.
Mr. Nelson trabajó un tiempo más en Buenos Aires, con relativo éxito. Su obra incluía todavía una decapitación, aunque los personajes eran otros: un príncipe le cortaba la cabeza a un gigante. Así, sin referencias políticas, los conflictos locales se esfumaron del escenario, como por arte de magia.