Adultos de hoy... ¿infantilizados?

Nuestros padres fueron adultos que, en muchos aspectos, permanecieron como niños. Quizá porque fueron adultos forzadamente, de manera expulsiva; llegado cierto momento, ya estaban en el mundo en que había que trabajar y casarse; irse a vivir un departamento más o menos pequeño y tener hijos. Empezar a recibir cuentas, pagar créditos, vestirse con un traje para ir a la oficina; no mirar demasiado hacia atrás, salvo para recordar algunos juegos y esas picardías se revelaban en un asado en el club, cuando se emborrachaban mientras los niños –sus hijos– estábamos por ahí.

Nuestros padres fueron adultos que permanecieron como niños en suspenso. Nosotros somos niños que a veces hacemos cosas de adultos y no lo terminamos de creer. Nosotros, los que hoy tenemos entre 30 y 50 años. Un amigo que es jefe en una empresa me contó que tuvo problemas con una empleada que fue a la oficina con uno de esos pullovers gigantes de plush que calzan hasta debajo de las rodillas y una bolsa de agua caliente, porque quería estar más cómoda. Debajo tenía el pijama. Le dijo que no podía ir así a un empleo y ella respondió que estaba dispuesta a renunciar.

En su novela Bodas de cristal, Silvina Bullrich cuenta la historia de una mujer que en la madrugada se despierta y mira al marido dormir a su lado. Mientras tanto, piensa y hace un balance de toda la relación. La novela es de 1951. De vez en cuando yo también me despierto en la madrugada y miro a mi marido dormir. Independientemente de lo que piense, siempre me sorprende pensar que mi marido es… mi marido. Como él mismo dijo alguna vez, no el hombre del que enamoré, sino el hombre que aprendí a amar y al que elegí como compañero de vida.

Este pensamiento me recuerda una anécdota de un matrimonio de la generación de mis padres. Resulta que la mujer trabajaba en un local y, una noche, a la hora del cierre, él se acercó a buscarla sin aviso. Entonces, cuando ella vio entrar a quien supuso un último cliente, le preguntó: “Discúlpeme, ¿en qué puedo ayudarlo?”. El marido se sorprendió de que no lo reconociera, pero siguió con un chiste: “Quisiera conversar con mi esposa”. Este marido fue el que me dijo que, esa noche, cuando ella le habló de ese modo impersonal, pensó que la que era su esposa se había convertido en una “hermosa mujer”.

¿Ese es mi marido? Lo que cuesta ver. (Freepik)

Ese tono impersonal es el de la comunicación formal. Esto es lo que más temen quienes son jóvenes. Es lo que más les reprochan a los adultos, su formalismo. No pocos jóvenes aún dicen que el matrimonio es un “trámite” o un “papel”. A los jóvenes no les gustan las formas y ser adultos es vivir en un mundo de buenas formas. El matrimonio es una de ellas, como lo es vestirse para ir a trabajar. Uno todavía es joven mientras se pregunta por qué sus padres no se separan, cuando –a su vista juvenil– “no se aman”; uno es joven cuando todavía cree que los padres siguen juntos por la familia, como si esta fuera una cáscara vacía.

Los jóvenes no saben que la forma es el contenido. No entienden que hay un contenido que solo depende de la forma. Hace muchos años, recuerdo, conversaba con una profesora a la que le tenía aprecio; yo era joven y me quejaba de la hipocresía del mundo adulto y ella me pregunto: “Y vos, ¿qué más querés?”. Su pregunta me inquietó, porque me mostró que yo no quería algo más, sino algo distinto, algo que se definía por oposición, pero que no tenía más fuerza que la de una ilusión.

Tiempo después terminé el colegio y tuve mi primer trabajo, en una empresa de seguros. Eran los tiempos de la crisis del 2001 y me compré un primer par de zapatos. Unas chatitas negras medio berretas, con las que viajaba todas las mañanas al Microcentro. Todavía las uso, resultaron irrompibles. “Lo viejo funciona”, fue la frase que se popularizó a partir de una serie. Quizá con la adultez pase lo mismo. Tal vez sea momento de dejar de esperar que el mundo se adapte a nosotros y tengamos que recuperar una idea de madurez.

La comedia de los sexos

Como psicoanalista nunca me interesé demasiado en la noción de adultez. Tal vez sea un defecto profesional, porque los terapeutas siempre estamos buscando “al niño detrás del adulto”. Como si hubiéramos recibido un poco de nuestra propia medicina, hoy nos la vemos con personas fuertemente infantilizadas, con poca capacidad para responder por un deseo que no se vuelva equivalente a “Lo que yo quiero” –es decir, un capricho.

Cada vez más gente se define por un “modo de apego” –patrón de conducta que remite a su crianza– sin tener en cuenta que ya son mayores de edad; como si solo pudieran pensar como víctimas pasivas de sus historias. No es raro encontrarse con personas con más de 30-40 años que dicen “Cuando sea grande…”.

La primera vez que leí un libro de psicoanálisis que hablaba de la adultez fue en 2019 cuando descargué La comedia de los sexos, de Marina Esborraz y Luciano Lutereau. En su momento me resultó novedoso y, aunque el libro se dedique a temas relacionados con los vínculos entre hombres y mujeres en tiempos de resignificación de las identidades sexuales, el telón de fondo es lo que –en uno de los capítulos– llaman “crisis de la adultez”.

Voy a citar un fragmento; un poco extenso, pero valioso:

“Vivimos en un mundo en el que cada vez hay menos adultos. Dos hechos concretos que lo demuestran: por un lado, la cantidad de personas que ya tienen cierta edad y, a pesar de estar en pareja, histeriquean con otras personas, como una forma de recuperar un deseo, sin que se trate de la división entre la pareja y el/la amante (no es una cuestión moral), no, es más bien la necesidad de que haya alguien con quien melonear (ni siquiera es el arte del flirteo) como un resabio adolescente; no se trata de un conflicto con el deseo, sino de un regodeo en la imagen narcisista de ser deseable, como un modo de aferrarse a una disposición juvenil a una potencialidad, a un ‘todavía puedo’.

La clínica de hoy es la de muchas personas de edad avanzada que no atravesaron los conflictos de la adolescencia, que por lo tanto no tienen síntomas, sino que están un poco sobrexcitadas nomás. Por otro lado, también es el caso de muchos padres que no llegan a estar en una posición adulta, básicamente, porque temen tomar decisiones, es decir, asumir que ser el padre-madre adulto de un niño es ser quien tiene que tomar decisiones por quien aún no puede (ni debe) hacerlo. Estos padres suelen delegar en los niños decisiones que tienen que tomar ellos, o bien se preguntan: ‘¿Qué hacemos si dice que no?’, ‘¿Y si no quiere ir al colegio (bañarse, cambiarse, salir, etc.)?’. Son los padres que buscan libros para ser padres, aquellos a los que podemos decirles: no es por ahí, porque así nos encontramos con adultos destituidos, no sintomáticos, y quienes quedan sintomatizados son los hijos.”

Amores reales, monjas enamoradas - VisualesIA (Imagen Ilustrativa Infobae)

Esta cita me parece interesante porque plantea dos cuestiones que resumen el tono del libro: por un lado, el interés en la relación entre los sexos –esa comedia que cada día tiene un desenlace más trágico– cuando las parejas se cargan de componentes cada vez más infantiles y que ponen en riesgo la estructura vincular: peleas a muerte en una separación, construcción del otro como maligno para poder tomar distancia, con una expectativa de estar bien sin que haya conflicto; el amor romántico ya no es el que se promete para toda la vida, sino el que se basa en ser transparentes uno para el otro, no tener ninguna desavenencia y, si el otro desea más allá de la pareja, eso ya es un infidelidad. El modo en que se extendió la infidelidad hoy en día, para incluir cualquier signo de deseo (hasta un like en redes), es una demostración de que más que un asunto de deseo lo que está en juego es el miedo a la traición.

Por otro lado, además de la pareja sexual, también está la pareja de los padres, aquellos que temen que el hijo no sea feliz, que no quieren ser juzgados como “malos”, que trauman justamente porque no quieren ser traumáticos. Esto demuestra una equivalencia entre padres e hijos que no hubo en otra época. A la generación de nuestros padres le podemos criticar mil cosas, pero ellos estaban seguros de que eran los padres. Lo loco de un enunciado como “Soy tu madre/padre” es que quien lo pronuncia no duda de su condición; la disimetría es algo irreductible. Y, por cierto, no hay adultez sin diferencia generacional. La mía, en cambio, es una generación de madres y padres que todo el tiempo busca medirse a partir de la vivencia del hijo, con una identificación que destituye: los padres se infantilizan, los niños adultizados.

Por último, me interesa lo que proponen Esborraz y Lutereau respecto de la renuncia. El adolescente es quien cree que la renuncia implica resignación. De ahí que mira el mundo adulto sin poder pensar que allí hay un goce específico; solo considera pérdidas: “Después del colegio, trabajar y volverte viejo”, decía una célebre canción de la banda Juana La Loca que estuvo de moda cuando yo era joven. Se titulaba Vida modelo. Hoy después de los 40 creo que acceder a la adultez es tener una vida “común”, que se acompaña de renuncias, que son la apertura a nuevos deseos si no me quedo atada a la neurosis de la resignación, a creer que perder posibilidades es un drama.

Por qué no ser adulto

Respecto de los motivos por los que alguien puede quedarse aferrado a la posibilidad y evita el compromiso de la adultez, podrían decirse muchas cosas, pero elijo solamente una: es falta de confianza en la vida, en que esta hace su trabajo y nos lleva a algún lugar que es muy diferente del que soñamos, deseamos o nos ilusionó en algún momento. En estos años, si hay algo que me hizo feliz, fue aprender a querer mi vida sin demorarme en lo que habría querido y esto me da la conciencia de estar verdaderamente viviendo una segunda etapa y no la mera prolongación de la que fui. Hoy, en el espejo de la memoria, veo a esa joven que se compró las chatitas para ir a una oficina y me despierta ternura, pero no nostalgia. Me alegra ya no ser ella.

Ahora bien, de regreso a la relación entre renuncia y resignación, puedo decir que si la primera no se consolida internamente –en el pasaje a la adultez– la segunda retorna a través del miedo y exteriormente bajo la forma de la exigencia. Así es que puedo presentar un nuevo libro que habla del tema, esta vez desde una perspectiva filosófica.

Todas las exigencias del mundo

Florencia Sichel escribió un libro buenísimo y necesario. Comienza con una secuencia de una película que también me gustó mucho. Unos adolescentes que se dedican a entrar a las casas de adultos burgueses, para vandalizar sus bienes, un día entran a la casa en que estaba el dueño y no tienen más opción que secuestrarlo. En cierto momento, el hombre les dice: “Si sos neoliberal antes de los 30 años, no tenés corazón. Si no sos neoliberal después, no tenés cerebro”. La película se llama Los educadores.

En particular, me gustó del libro encontrar la pluma despierta de una filósofa que habla desde la primera persona; no presenta conceptos abstractos, sino que los encarna y los lleva a situaciones de su vida personal. En este libro –titulado Todas las exigencias del mundo. Un ensayo sobre la adultez en el siglo XXI– encontraremos cuatro escenarios que problematizan la manera en que la época también nos condiciona, con ideales de turno, respecto de los que tenemos que estar alertas para elegir una vida auténtica.

Es cierto que nuestros padres tenían una salida fácil. Tenían que hacer lo que ya habían hecho sus padres. Para nosotros hay una elección que va de la mano de una sociedad en la que el consumo hace que para todo haya opciones. Era más fácil ser libre cuando no había más que dar un paso, cuando la libertad se parecía a la obligación. En el mundo de los mercados, cada quien también tiene que decidir sobre su propio valor social ante la mirada de los otros, de ahí que muchas veces creamos que somos más rebeldes cuando desafiamos mandatos (que a veces nos inventamos) que cuando decimos “sí, quiero”.

Con una selección bibliográfica exquisita y minuciosa, el libro presenta cuatro capítulos que recorren los grandes éxitos de la vida contemporánea: felicidad, trabajo, cuidados y amor. Voy a transitarlos por separado, para proponer algunas ideas en relación a cada uno de ellos y sus conclusiones.

Empecemos por la felicidad, que sin duda es un mandato actual. Ser feliz en este siglo es dar lo mejor de uno mismo, es una experiencia de plenitud, que se acompaña de un terrible temor al fracaso y a perderse cosas. Como subraya Sichel, a veces también incluye ideas más o menos locas de búsquedas “naturales”, que en las redes nos agobian con recetas y tips para neutralizar los hábitos negativos. La felicidad se volvió un asunto empresarial, de gestión de uno mismo, cuyo correlato es que nos hayamos convertido en personas quejosas, a las que no les alcanza nada, insaciables. Muy bellamente, Sichel dice: “Cuando me animo a desatender el ideal imposible de la felicidad y me concentro en otras cosas, menos ambiciosas quizás, me empiezo a tranquilizar y baja mi ansiedad”.

Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿no habremos confundido felicidad con ambición? ¿No será que habremos confundido felicidad con disfrutar “más”, huyendo de los placeres más o menos cotidianos, comunes, ordinarios? En este punto, Sichel recuerda el llamado de Rita Segato a la “pequeña felicidad”, aquella “que tiene más que ver con la vida en comunidad, con la amistad, encontrarnos junto a otros para desplegar un proyecto de vida comunitario”. Me importa notar que lo común es también comunitario.

La felicidad, en las cosas sencillas. (Imagen Ilustrativa Infobae)

El segundo capítulo me gustó especialmente, porque es sobre el trabajo, pero en verdad es sobre el tiempo y el dinero. Con honestidad, Sichel se pregunta: “¿En qué momento fue que aceptamos pasar de trabajar para vivir a vivir para trabajar?”. En este punto, nos pone sobre aviso de que la sociedad disciplinaria –en términos de Michel Foucault– ya no existe, pero porque hay algo peor: ya no precisamos que nos exploten, porque podemos explotarnos a nosotros mismos. Y, además, ¿qué sentido tiene decirle hoy a un joven que estudie para tener una profesión universitaria, en tiempos de influencers, youtubers y otras figuran del canje? Ya no vendemos fuerza de trabajo a cambio de dinero, no producimos, sino que nos vendemos a nosotros mismos para promocionar un producto.

¿Qué adultez es posible en este contexto, cuando además el trabajo en casa es cada vez más confortable? Insatisfactoriamente confortable; porque el tiempo en que ponemos la cena en el horno es también el de una continuidad permanente, cuando siempre puede llegar algún mail o mensaje que atraviese nuestra cotidianidad. Si no es un pedido urgente que hace que tengamos que dejar de jugar con nuestros hijos para conectarnos a una reunión. Benditos los padres que trabajaban hasta una hora, fuera de casa y, cuando llegaban a esta, ya no volvían a saber de los líos de la oficina hasta el día siguiente. Hoy tenemos que tener muchos empleos y así y todo apenas nos alcanza, la contracara del pluriempleo es la precariedad laboral y no la máxima realización personal –algo totalmente diferente a lo que ocurría cuando tener un trabajo era pertenecer a un sector social y a una identidad pública (por ejemplo, ser bancario). El trabajo ya no es para llegar a ser quien uno es, sino para adquirir una actitud extraccionista que fragmenta nuestro Yo.

La soledad de las madres

Pasemos al tercer capítulo, sobre los cuidados y, en particular, la maternidad. Soy de la idea de que una mujer, cuando es madre, conoce una soledad absoluta. Aunque tengamos la idea de criar con otros, hacer “tribus” –como se dice hoy– y otras nuevas formas en que el mercado capta esa soledad para ofrecerle consumos ideológicos, hay un punto en que la de madre es una posición que no se comparte. Por eso es tan difícil dejar entrar a otro, a veces hasta al padre, en esa dinámica vincular tan profunda. La pregunta de fondo siempre es cómo hacer para no confundir esa profundidad con una sobre-presencia insegura, sin creer que el cuidado depende de estar en todo y saber todo sobre los hijos… como si fueran extensiones de nuestro cuerpo y de nuestra vida. Lo propio del deseo materno –ya que no es un instinto– es un deseo de separación respecto del hijo. El primer nombre que toma este deseo particular es angustia, una angustia que bien orientada puede ser fuente de libertad, pero que no tolerada puede llevar a un pegoteo sin remedio.

Maternidad, amor y soledad. (Imagen Ilustrativa Infobae)

Para el mundo de nuestros padres, el niño más valorado era el que no molestaba, el más obediente, el que se portaba bien. ¿Cómo hacemos nosotras para tolerar la desadaptación que es intrínseca al crecimiento infantil, sin caer en una celebración vacía de la diferencia y en la justificación? ¿Hasta qué punto los hijos son para “disfrutarlos”? ¿Hoy podemos dar distancia en un mundo en el que, ni bien miramos para otro lado, ya están con una pantalla en la mano?

La madre ideal es una fantasía de niña que juega a las muñecas. No olvidemos que el deseo de hijo tiene su origen en la infancia, aunque haya mujeres que con los años decidan no realizarlo y esta sea una elección legítima. En este capítulo, complejo y lleno de inquietudes, es que me encontré reflexionando sobre lo importante que es pensar la maternidad con una perspectiva de madurez psíquica. Aunque parezca una trivialidad, diría: ¿qué precisa un bebé cuando llega al mundo? Encontrarse con una persona adulta.

Por último, el capítulo del amor, que problematiza los desafíos de una pareja a largo plazo en tiempos en que el matrimonio es más una fiesta para la familia y los amigos que una elección sagrada. En un contexto en que casi todos los conocidos están separados, ¿no se vive con un poco de culpa tener una pareja de muchos años? ¿No pesa sobre esta situación algún tipo de mala conciencia, que hace preguntarse si uno no se queda con lo cómodo? Aquí está de regreso la mirada juvenil, que hoy se posa sobre nuestros propios vínculos y los evalúa en términos de Sex and the City. ¿No tendríamos que preocuparnos más bien por pensar por qué se nos hizo tan difícil la pareja?

Estos son tiempos de rehabilitación de la soltería, del poliamor, de diferentes opciones vinculares, que muchas más veces marean y nosotros, con esa mala conciencia, decimos que todas las opciones son válidas. Digamos lo contrario, digamos lo incómodo: que la nuestra es una sociedad en la que muchísima gente tiene dificultades para vivir su vida al lado de otra persona. Y no porque se queden fijados en lo que temen perder a partir de una resignación, sino porque la renuncia a uno mismo que implica la pareja se les vuelve escandalosa. ¿Cómo renunciar a uno mismo? Claro, porque el matrimonio es el vínculo en que nos dedicamos a conocernos a través del otro y esto implica descentrar la idea individualista de que nosotros sabemos quiénes somos y qué queremos.

Además de las cuestiones relacionadas con la pareja amorosa, me gustó de este capítulo que se dedique a la amistad y su fragilidad, al dolor que se desprende del vínculo con amigos, cuando ya no podemos seguir pensando que la pareja puede concluir, pero los amigos “son para toda la vida”. Pensar la amistad de otro modo que no sea como vínculo secundario, no solo es cantar sus virtudes, sino también detenerse en sus lados oscuros, a contrapelo de la consigna tradicional de que los amigos están en las buenas y en las malas.

Hace algunos años, Diego Capusotto inventó el personaje de Beto Pateta, un hombre de la cuarta década que, después de sus días febriles de juventud, canta baladas sobre los temas de su existencia actual. La aventura más fuerte que le sucede ahora es que tiene problemas con la tarjeta de débito. A este personaje, además, lo auspicia una casa de regalos que se especializa en presentes para matrimonios que cumplen meses sin encontrarse en la cama. Es un personaje muy divertido que, si despierta algo de ternura y no solo patetismo, es porque llega a una encrucijada vital.

Una amiga suele decir que la adultez es la época de los trámites. A partir de cierta edad nos pasamos los días haciendo lo que tenemos que hacer y, además, un trámite: llamar a un servicio, esperar al plomero, pedir el turno con un médico, etc. Uno de los momentos en que fui más consciente de mi edad fue cuando empecé a tener que encargarme yo de pedir los turnos para mis cosas. Al principio lo veía como un fastidio, pero con los años me reconcilié con los trámites; no digo que los disfruto, pero sí que los tomo como esas situaciones en las que solo nosotros podemos ocuparnos de lo que nos corresponde.

Si lo pensamos un poco, no son muchas las instancias en que tenemos que responder en calidad de personas adultas, de cuerpo presente. El mundo de los consumos requiere clientes cada vez más infantilizados, a los que ahora engañan con bots y chats efímeros. Por suerte ya hay personas que añoran hablar con un ser humano cuando llaman a la compañía de telefonía celular. Son las mismas que cuando otro los llama responden con fobia, no atienden y luego mandan un mensaje que dice: “¿Qué pasa? ¿Todo bien?”. Hace poco leí que ya hay empresas que, si querés hablar con un humano, te ofrecen pagar un extra.

Esto me hace concluir que tenemos que defender la adultez; que esta es una barrera contra el mundo de pseudo-confort que impone el individualismo actual. Porque, como bien saben los publicistas y especialistas en marketing, el mejor individuo al que venderle cosas es el niño que quiere todo “ya”, como si esa precipitación satisficiera un deseo. En el mundo de hoy, pensarme como una mujer adulta es una forma de resistencia.