Lo más teatral que ha tenido el cine argentino desde el comienzo del sonoro ha sido la perfecta diferenciación de las dos carátulas. Comedia era comedia; drama -mejor: melodrama-, drama. Ambos géneros, con el policial y la estampa histórica, conforman el núcleo duro de nuestro cine, sobre todo del clásico. Lo conocemos poco, en realidad. En algún momento entre los 70 y los 90, por censura, dictadura, falta de dinero e incentivos, etcétera, ese cine se disgregó. Y en otro momento, por otra conjunción de factores (cineastas profesionales salidos de una carrera de cine, crítica no complaciente y ávida de verlo todo, una Ley de Cine que permitía una financiación adecuada), hubo otro cine argentino. Lo llamamos “nuevo” y todavía incluía, a su modo, la comedia, el drama -mejor: melodrama- y policiales, pero ya mezclados. Había atravesado a su modo la licuadora de formas que fueron los años 80, había encontrado la noción de “autor” con, bueno, autoridad. En ese cine la felicidad fluía, pero de otra manera: era la felicidad de gente joven haciendo de nuevo o nuevo lo que se había ido. Personas que rompían moldes o se empecinaban en su propio camino. Fue hermoso y fue feliz. De entre todo ese cúmulo de películas, hay una que es especialmente un retrato de cómo era la felicidad de entonces. Esa película es Silvia Prieto (Mubi) de Martín Rejtman, escritor y cineasta.
Rejtman era y sigue siendo una rara avis que hace la suya. Su estilo es perfectamente reconocible y, aun así, sus películas desconciertan. Sobre todo porque, por alguna razón, siempre son comedias, incluso cuando pueden comenzar con un joven que sobrevive a un intento de suicidio, como pasa en Dos disparos. Por alguna razón -pero ¿qué razón?- una partícula de fantasía se cuela en algún lugar, como si el universo de Rejtman fuera el de los cuentos de hadas, pero disfrazados de ciudad contemporánea. Silvia Prieto era su segunda película, de 1999. Su primer largo, Rapado (todos están en Mubi, dicho sea de paso, incluyendo su más reciente La práctica) se estrenó dos años después de realizada por propia decisión del autor: era demasiado raro en 1993, así que se vio en 1995 y fue realmente el inicio de lo que llamamos “Nuevo Cine Argentino” como una etiqueta tan abarcativa y poco precisa como Nouvelle Vague, porque definía un momento, no un estilo. En fin, que para Silvia Prieto sabíamos que Rejtman era interesante, lo habíamos leído además. Pero no esperábamos Silvia Prieto.
Que tiene una historia: la de Silvia Prieto, justamente (una hermosa y graciosa Rosario Bléfari), que decide dar un vuelco a su vida, conseguir un trabajo, no fumar más y, ni bien cobra por primera vez, se va a Mar del Plata, donde conoce a un italiano que le cuenta que existe otra persona llamada Silvia Prieto. Ese hombre va a comprar cigarrillos y le deja su saco Armani. Silvia Prieto se lleva el saco Armani. El espectador, a esta altura de los pocos minutos del film desconcertado por la velocidad y lo instantáneo de las decisiones del personaje, cree que la historia será la búsqueda de esa “otra” Silvia Prieto. Pero no: si bien eso sí aparece, lo que sigue es una serie de secuencias que arman un tapiz de personajes, todos puntualmente queribles, absurdos y con cierta tendencia al autismo. El espectador puede pensar, sin equivocarse demasiado, que a Rejtman le interesan sobre todo los diálogos que tienen una curva muy particular: parecen comenzar con algo tan cotidiano como trivial y se enredan en su propia lógica hasta volverse algo cómico. En su aparente inexpresividad -los personajes hablan de un modo que parece “siempre igual”, digan lo que digan, lo que multiplica el efecto cómico de esas palabras- en realidad hay una música, una especie de fanfarria asordinada que le llega al espectador del mismo modo que el chiste inadvertido de un amigo.
Un poco sucede porque los personajes se dejan llevar. Son porteños, de clase media, jóvenes, pero no adolescentes, con poquísima experiencia en lo que podríamos llamar “el mundo real” (el del trabajo, el de las obligaciones, el de la cola del cajero automático), y tienen sus rituales módicos y sus vicios controlados (“traje un whisky, dos porros y una pepa”, dice el personaje de Vicentico sin cambiar la entonación al llegar al departamento de Silvia, cerca del final), aceptan cosas totalmente surrealistas que suceden a su alrededor. Uno de estos personajes, Garbuglia (Luis Mancini), que narra con absoluta falta de afectación, como un sonámbulo, que la gente lo reconoce por la calle después de haber participado en un programa de televisión donde se arman parejas. Otra cosa interesante: en Silvia Prieto la gente se quiere, se junta, se separa, etcétera, pero lo hace como algo totalmente natural, sin énfasis ni drama. En realidad todos hacen todo así, al punto de que “algo” que hacen los define.
Eso, ni más ni menos, sucede con Valeria Bertucelli. Entonces, era apenas o nada conocida (de hecho, fue en ese rodaje donde se conocieron con Vicentico, para quien quiera el dato frívolo). La vemos por primera vez repartiendo muestras de detergente. El detergente se llama Brite. Durante toda la película, Bertucelli (que logra en cada secuencia un acento cómico perfecto sin salirse de la aparente “monotonía” del resto) se llamará Brite. No solo eso: se va a llamar a sí misma “Brite”. “Hola, soy Brite”. Cuando la señorita Bertucelli enuncia esa frase, el espectador se ríe. El mundo se ha convertido en una máquina absurda, aunque parezca ser algo “normal”. Un mundo en el que hay dos claves: “Silvia Prieto” y una muñequita a la que llamamos por algo que dicen de ella, igual que a Brite. La llamamos, obviamente, Silvia Prieto. Cuya búsqueda de “la otra” Silvia Prieto incluye llamarla por teléfono (teléfonos públicos de fines del siglo pasado, por supuesto), preguntar “¿Silvia Prieto?” y ante la respuesta afirmativa, responder “¡Silvia Prieto!” y colgar. Decía Nietzsche que madurar era recuperar la seriedad con la que jugábamos cuando éramos chicos. Los personajes de Silvia Prieto son lo más maduro, entonces, que existe en el cine argentino.
Una escena de cómo estos seres están tan alienados y tan integrados al mundo que les toca como el Coyote en la caza del Correcaminos. Marcelo (Marcelo Zanelli) y Brite cenan en un restaurante chino, tenedor libre que es escenario recurrente en la película. Un hombre se acerca y dice “Silvia Prieto”. A esta altura, sabemos que Brite es amiga de Silvia, que Silvia es la ex de Marcelo y que Brite y Marcelo salen juntos. Ah, sí, así son las relaciones en este universo. Marcelo lleva el… ¡saco Armani! El hombre es el italiano al que Silvia le quitó el saco. Pero se sienta, explica. Brite dice “este es de los servicios”. Marcelo inmediatamente le dice al italiano que aproveche, que es tenedor libre, puede comer lo que quiera. Brite dice: “Está todo riquísimo”, luego de que el italiano, amablemente, diga: “mire, ahora coma con el saco, pero después me lo va a tener que devolver”, para después sentarse y charlar. Si quieren una descripción no precisa: es como si Groucho Marx hubiera escrito una escena de Cassavetes para que la dirigiera Bergman. O no, en realidad es una escena de una comedia de Martín Rejtman.
El lector podría preguntarse dónde está el “cine”, hoy que tanto se usa el término como elogio ante una situación gráfica desaforada y fuera de lo común, en todo esto. Y está en el encuadre: en esos planos generales o medios, donde el fondo aparece como en las historietas (hay algo de historieta en el estilo de Martín Rejtman, también) y se destacan los pequeños detalles de color y forma que descubren una ciudad. Esa ciudad es Buenos Aires, más allá del breve interludio con lobos en Mar del Plata, pero no la turística, la de la Nueve de Julio, el Obelisco o la Plaza de Mayo. Es la Buenos Aires real de barrios como el aún no cool Palermo finisecular, reconocible en sus carteles, veredas y objetos. Los objetos cuentan también la historia (el saco Armani, la muñequita de porcelana) como elementos del paisaje que determinan a los personajes. Solo un arte de la mirada puede tejer todos esos elementos y dotarlos de la música particular de los diálogos en tono casi ascético para crear un mundo de comedia y de placer (para el espectador: el placer de ver y escuchar, claro).
Hay algo más, que queda claro en el final, o en la coda documental en la que se encuentran -en la vida real, con Mirta Busnelli, la “Silvia Prieto Bis” de la película- varias Silvias Prieto de la guía, la película es sobre la felicidad y sobre el placer. El de ver un recital, por ejemplo (hay un recital de El OtroYo en el último tercio del film, en una secuencia que es bella sin tener relación directa con el resto) o el de, bueno, encontrar pareja -aunque las discusiones entre Gramuglia y Marta (Susana Pampín) en la librería son apocalípticas- o comer, o pasear, o conversar, o escuchar música, o fumar, o tomar. El placer como un conducto de una felicidad no posible sino real. Aunque hay enredos -varios y divertidos- a medida que la película se despliega (porque es eso, el despliegue de un paisaje urbano y humano), todos los personajes parecen haber alcanzado una forma extraña, a veces crispada, de la felicidad. En ese fragmento documental, todas esas mujeres unidas por un nombre dicen que sus vidas son felices. “Una vida común, pero linda”, dice una de ellas -Silvia Prieto, claro.
Es extraño que hablemos de alienación y de felicidad. Pero quizás ese sea el punto más importante de una película que solo se parece -por estilo, por intención- a las demás de Martín Rejtman y a ninguna otra hecha aquí o en otro lado: que la distancia (lo “alien”) transforma cualquier dolor, cualquier tropiezo, cualquier mal momento, en una situación graciosa, en la ironía pura que le otorga sabor y placer a esa broma cósmica que llamamos vida cotidiana.