
El hombre para el taxi -prefiere salir a la puerta y esperar a que pasen, lo de pedir por el telefonito le resulta ajeno- y se sube con alguna dificultad. Esa rodilla que sigue molestando y que podría traicionarlo, como le pasó a su amigo Sancho, que un día clack, no se sabe qué y se fue al piso.
Así que sube despacio, sonríe. Hasta Paraná y Sarmiento va. O Montevideo. Por ahí. El que maneja es más joven, pero no muchísimo más joven. Quizás sería hora de quedarse en casa o cuidar a los nietos en vez de meterse en el tránsito mil horas por día, pero bueno, así son las cosas.
El hombre que sube, sube callado. El otro, el que maneja, le pide que cierre la bien la puerta, le hace repetir el destino: ¿seguro que vamos ahí?, le explica que hay gente grande que después no quiere ir adonde dijo que quería ir.
Desde los parlantes del auto llega una música y, alegría, no es trap. Son los Redondos. “Ahora tiro yo, porque me toca”, canta el Indio Solari y canta, un poquito, el taxista, como si hablara de una reivindicación, de una venganza. “Vencedores vencidoooos” llega desde adelante y el taxista mira de reojo al viejo que está llevando. ¿Le molesta? No parece, porque se lo ve mover la mano derecha sobre la panza, como si tocara la guitarra.
El viejo no dice nada, mira para afuera. “Buena suerte, más que suerte, sin alarma”, dice la canción y el taxista se anima y le fijo que algún novio de su hija, de profesión dudosa, le contó que era la canción de un ladrón de pasacassettes -¡Pasacassettes», qué era eso-, por eso suerte, sin alarma. La mirada del ladrón.
¿Será que puede levantar el volumen para Octubre? El taxista prueba, sube, y el pasajero canta. “¡De regreso a octubre, desde Octubre!» Canta, toca con su guitarra de panza y, ah, mete algunas variantes, esas cositas de quien sabe del asunto. Es lindo el viaje, por un rato están juntos, los une algo, sueltan la voz y piensan en esas cosas que no son el motoquero que se cruzó, la boleta de la luz que cómo se atrevieron a subir así, el camión que no deja pasar, cuánto saldrá el pie de micrófono que quiere comprar.

Pronto el pasajero dirá algo de acordes y cómo suenan los bajos con tal parlante o qué pasa en tal escenario. ¿Quién es? ¿Quién fue? El taxista no saca el nombre pero ahora cree que la cara le suena y el trato, cómo decirlo, cambia. El viejo deja de ser un viejo y se transforma en un hombre con un saber, con un talento, con intereses. Un humano de primera clase, digamos.
Es que, en realidad, el taxista nunca sabe a quién está llevando y -como tantos- se olvida de que el viejo antes de viejo fue un adulto con sus saberes y sus creaciones y sus dolores y sus maldades. Igual que cualquiera.
Nunca se sabe quién está detrás de un viejo, de un joven, de otro. Nunca se sabe quién está detrás de nuestros prejuicios.
Las gratitudes
Algo por el estilo pasa en Las gratitudes, una novela extraordinaria de Delphine De Vigan, esa escritora francesa que bien podría ganar el Premio Nobel.
Es la historia de una mujer que empieza a contarse desde su decadencia. No puede levantarse del sillón, se le pierden las palabras. Ya no puede vivir sola, así que va a dejar de ser ella, Mischka, y va ser la señora del cuarto tal, de las pastillas tales. Una paciente más, como si nunca hubiera sido nadie.
El libro es extraordinario, dije, y lo es por muchas cosas pero en particular por el manejo del lenguaje. Mischka ha sido correctora de textos, editora, pero las palabras la gambetean y, por ejemplo, dirá “admonición” por “admisión” y “flaqueza” por “franqueza”.
La vamos a entender, ya verán, con un poco de atención a la historia, se sabe qué está diciendo, con un poco de empatía se la puede escuchar. Porque ella tiene mucho que decir y, además, tiene cuentas que arreglar con el pasado. No está todo cerrado, no está todo terminado. Hay cosas “detrás de esa vieja” que no se ven si uno se queda en los problemas de cadera y el lenguaje volador.
Las gratitudes también es extraordinaria porque, además de ser escuchada, Mischka va a tener que escuchar a esos más jóvenes que la sostienen para caminar pero cargan cada uno con su dolor. Otra vez: humanos en contacto con humanos.
Esa complejidad de la mirada y del alma que nos hacen falta para no vivir en la precariedad de los estereotipos. No sea cosa -el de la historia no era él pero pongamos- que estemos llevando en el auto a Charly García.