En ¿Por qué no queremos salvar el mundo? Cómo explicar las acciones (e inacciones) de los países frente a la evidente crisis climática, Federico Merke indaga en las razones por las que los Estados destinan escasos esfuerzos a enfrentar el cambio climático, a pesar de la abundancia de pruebas sobre su gravedad.
Federico Merke, que es doctor en Ciencias Sociales y profesor asociado de Relaciones Internacionales en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés, en este volumen explora el problema desde su complejidad política, económica y social, y abarca tanto las dificultades propias de la cooperación internacional como las tensiones internas de los países y el papel de los mercados.
Así analiza los intereses de Gobiernos, corporaciones, organizaciones internacionales y otros actores, para señalar cómo las respuestas a la crisis ponen en juego cuestiones centrales de la política contemporánea, la proyección de futuro y el modo en que sociedades enteras entienden el desarrollo y el bienestar.
Merke estructura su análisis en torno a tres dimensiones principales: la política global, la política doméstica y el capitalismo. Desde estos enfoques, examina la implicancia de los organismos internacionales, el accionar de las grandes potencias, los debates internos y las oportunidades de negocio asociadas a la transición ecológica. El texto se orienta a desentrañar los dilemas de la acción climática, sin recurrir a visiones catastrofistas, con datos y una mirada crítica sobre el modo en que la humanidad enfrenta los desafíos ambientales.
¿Cuánto cambio climático pueden soportar las democracias?
La pandemia de covid-19 mostró que distintas sociedades democráticas encontraron equilibrios diversos entre la circulación del virus y de las personas. Bastó la presencia de un virus desconocido para generar una discusión intensa acerca de las libertades individuales y las responsabilidades del Estado. Si esta discusión tuvo lugar frente a un shock de corto plazo como el covid-19, ¿qué podría suceder frente a algo más duradero y estructural?
Las democracias han sido lentas tanto en aceptar el cambio climático como en discutir las soluciones y en implementarlas. La movilización de minorías o de mayorías, según el caso, ha sido fundamental para bloquear acciones clave, como las pequeñas reformas proclima –que incluían, por ejemplo, los impuestos al carbono– o para regular, en nombre de la libertad de expresión, las posiciones negacionistas y las campañas de desinformación.
Pero hay algo más complicado que la inacción. Como señaló Ross Mittiga en un artículo publicado en la American Political Science Review, bien podría llegar el momento en que la democracia tenga que restringir derechos en nombre de la protección ambiental y nuestra seguridad, como limitar por ley la cantidad de carne que puede comer una persona, reducir los viajes en avión o utilizar tierras no trabajadas, aunque sean propiedad privada, para instalar granjas solares o eólicas.
En última instancia, se trata de pensar en la posibilidad de pasar de un modo democrático a un modo autoritario de gobernanza del clima. Esta posibilidad será mayor, señala Mittiga, a medida que los efectos del clima se hagan sentir de un modo más violento y los instrumentos democráticos hayan probado ser insuficientes. Así como el gobierno de Bolsonaro en Brasil fue considerado menos legítimo al momento de enfrentar el covid, precisamente por no ocuparse del bienestar general en nombre los derechos individuales, no estamos lejos, sugiere Mittiga, de pensar que aquellos gobiernos que no adopten las medidas necesarias para hacer frente al cambio climático perderán algo de su legitimidad, frente a sus ciudadanos y frente a otros gobiernos legítimos.
La democracia, en este sentido, enfrenta un dilema de muy difícil solución: mientras los ciudadanos eligen a sus gobernantes y son destinatarios de las políticas públicas, la lógica de la acción climática demanda compromisos internacionales cuyos principales beneficiarios pueden ser generaciones futuras o ciudadanos de otros países. Este desafío subraya una brecha en la organización temporal y espacial de la democracia, que no necesariamente se alinea con la naturaleza global y a largo plazo del cambio climático. Con todas sus virtudes, el sistema democrático no resuelve el problema internacional de la defección unilateral (el freeriding) ni garantiza la representación de intereses difusos en la sociedad (mucho menos los de las generaciones futuras).
La inversión en medidas climáticas, como la descarbonización y la preservación de la naturaleza, tiene dificultades para explicar a los votantes por qué vale la pena enfrentar costos inmediatos para evitar desastres futuros. Los políticos suelen enfatizar los costos de la inacción, destacando que es más económico prevenir inundaciones o incendios forestales que costear sus consecuencias. Sin embargo, esta narrativa requiere un horizonte temporal amplio, que va más allá del ciclo electoral, un desafío especialmente arduo en democracias maduras y aún más en las emergentes, en las que el ciclo electoral es la unidad de tiempo modal, y una vez superado, incrementa de forma significativa la tasa a la que los políticos descuentan el valor del futuro.
[Fotos: Gentileza Siglo XXI; EFE/ Gustavo Amador; .REUTERS/Stringer]