La matriz de enriquecimiento ilícito que se tejió durante los gobiernos kirchneristas no puede, a esta altura, ser disputado. Las centenares de obras públicas adjudicadas a un empleado bancario, Lázaro Báez, devenido en contratista del Estado de la noche a la mañana, y cuyas acrecencias fueron las únicas enteramente satisfechas cuando el kirchnerismo duro dejó el poder en 2015, tampoco.
Si a eso le sumamos, entre muchas otras realidades, las lujosas propiedades de los secretarios privados al servicio de la pareja patagónica, los bolsos de José López, o los millonarios fajos de dólares termosellados de su Florencia Kirchner, ninguna duda cabe de que eran necesarios juicios penales para arrojar luz sobre los responsables de semejantes muestras de latrocinio.
Uno de esos juicios, trabajosamente, acaba de concluir en las instancias que requieren más amplitud de debate y mayor espacio para el ejercicio del derecho de defensa. Me refiero, claro está, a la denominada “causa Vialidad”. Finalmente, existen al día de hoy personas condenadas por un Tribunal Oral a penas de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos, condenas que resultaron confirmadas por la Cámara de Casación Federal, luego de una revisión amplia, con audiencias orales previas, como ordena la ley.
Lo de “revisión amplia” se debe a que fue la Corte Suprema, hace ya muchos años, la que resolvió que las apelaciones de las sentencias condenatorias de los tribunales orales debían permitir tanto la discusión sobre la interpretación de las leyes como la evaluación de las pruebas presentadas por las partes. Ello permite entender por qué a los jueces de la Casación les llevó más de un año revisar la licitud de las condenas impuestas.
Pero es importante señalar que esta exigencia de “amplia revisión”, propia del recurso de casación, no es una que juegue ya para la última etapa pendiente, que es el recurso extraordinario ante la Corte Suprema. Esto, los jueces del Alto Tribunal lo saben bien.
Existen varias razones de por qué es imperioso que se defina de manera ágil y acotada en el tiempo si alguno de los recursos que los condenados interpondrán debe ser aceptado o no. Por lo pronto, entiendo que la Argentina se debe una profunda reflexión acerca de si ha cumplido hasta aquí con los compromisos asumidos al firmar convenciones internacionales contra la corrupción.
En lo particular, creo que esta es una materia en la que estamos severamente en deuda. Nunca alcanzaremos la mayoría de edad como nación jurídicamente organizada si no exhibimos alguna mínima capacidad de demostrar quiénes han sido los responsables de diseñar y ejecutar la matriz de corrupción a la que me referí al comienzo.
Por suerte, la naturaleza misma del recurso que los condenados interpondrán y las herramientas con que la Corte cuenta (si se decide a emprender la tarea de revisión a su cargo de manera rápida), contribuyen mucho a que ello pueda suceder.
La Corte, sus jueces, lo saben bien, no es una instancia donde quepa analizar la credibilidad de un testigo, el valor probatorio de una pericia o la interpretación del contenido de determinados correos de mail. Es cierto que la Corte sí puede descalificar un fallo que inventa una prueba inexistente, invoca una norma derogada, es auto contradictoria o no se pronuncia sobre una defensa dirimente para la correcta decisión del caso.
Hay una diferencia muy importante, los jueces también lo saben, entre una sentencia debatible en cuanto a sus fundamentos, y una producto de la arbitrariedad o capricho de sus firmantes. Solo lo último, lo ha dicho la Corte reiteradamente, permitiría la aplicación de un remedio excepcional, pues las causas se consideran “fenecidas” cuando se han agotado los recursos ordinarios de apelación.
Pero la Corte puede hacer bastante más, como de hecho lo hizo en el pasado, ante casos de relevancia como este de ”Vialidad”. Puede así distribuir los recursos que se interpongan simultáneamente entre los jueces que han de resolverlos, y mantener en reuniones informales conversaciones sobre cuáles son los aspectos de esos recursos dignos genuinamente de merecer un pronunciamiento de la Corte Suprema.
Es que este tribunal, a diferencia de los que lo precedieron, puede considerar que algún planteo carece de suficiente relevancia jurídica para ser tratado en esta instancia, puede igualmente concluir que el recurrente no se ha hecho cargo de rebatir una línea jurisprudencial previa, o también decidir que algún recurso no ha descripto con precisión cuál es la cuestión constitucional o de derecho federal que justificaría un remedio que es “extraordinario”, según su propia definición.
Lo peor que nos podría suceder, en cambio, es que la Corte no apele a estas herramientas de las que solo ella goza, y la causa “Vialidad” se eternice en idas y vueltas entre los distintos despachos de los magistrados. Si ocurriera lo último, sin definirse nunca qué funcionarios o personas públicas se han enriquecido indebidamente, en un país acostumbrado a dilapidar sus recursos con niveles de pobreza que asustan, el desánimo de la población sería mayúsculo.
Los jueces de la Corte tienen ante sí una grave responsabilidad. Pero también debe recordarse que han sido elegidos mediante acuerdo del Senado con mayorías especiales, gozan de estabilidad y tienen asegurado, cuando dejen su cargo, un retiro más que holgado. Todo ello, justamente, para que estén en condiciones de fallar los casos relevantes sabiendo, como de hecho saben, que no hay peor justicia que la que nunca llega.