Gustavo Gavotti

“Mi madre nació del lado de los ganadores y mi padre, del de los perdedores”, me va a decir, apenas empezamos a hablar la escritora española Pilar Adón. Y, claro, “el lado de los ganadores”, “el lado de los perdedores” y “escritora española”, da como resultado una familia atravesada por la Guerra Civil que vivió la Península entre 1936 y 1939 pero cuyos efectos no es seguro que se hayan acabado.

Sonríe Pilar Adón, está hablando del origen de esa escritura por la que, en 2023, ganó el Premio Nacional de Narrativa en España, con novelas como De bestias y aves, El mes más cruel y Las efímeras.

“Entonces -dice-, mi madre tuvo una educación formal, mi madre no pasó hambre nunca y mi padre al revés, mi padre nunca tuvo una educación formal y pasó hambre. Los dos nacieron un pueblo muy pequeño en el 41, acababa de terminar la Guerra Civil. Los dos son niños de posguerra. Y mi padre, para combatir el hambre de alguna manera, tenía la naturaleza”.

Adón dice esto porque empezamos hablando de De bestias y aves, esa novela suya en la que una mujer, agobiada, sale de Madrid con el autos, sale a manejar, se olvida el celular, se va perdiendo por caminitos, se queda sin nafta, ya es campo, hay un portón, toca, le abren. ¿Querrá salir? ¿Podrá salir?

PIlar Adón y sus libros, en su visita a Buenos Aires. (Gustavo Gavotti)

Y hablamos de Las efímeras, donde también hay una comunidad, hay naturaleza, hay aislamiento, hay mujeres.

-Pero el campo, en vez de ser un lugar donde uno va a tener paz, en vez de ser el lugar del bien, es acechante, es amenazador…

-Es una manera de entender el aislamiento en la naturaleza. Siempre son mujeres que se aíslan en unas casas rodeadas de naturaleza. Y claro, no es una naturaleza domesticada ni ajardinada, es una naturaleza que yo conozco muy bien, porque es una naturaleza en la que me he criado.

Y entonces Pilar Adón habla del padre y la madre. La madre que va a la escuela, el padre que sale a conseguir algo para comer, todo en el mismo pueblo de Toledo. Un pueblo que se va vaciando hasta hoy, que tiene 50 personas. Del que ellos mismos se fueron, para instalarse en las afueras de Madrid.

-Además de las dos Españas, en mi familia, se da la contraposición entre mi madre y mi padre en otros aspectos. Mi madre sí leía, tenía una pequeña biblioteca en casa, me apuntó a inglés en cuanto pudo y gracias a eso soy traductora. Los libros que yo leía de chiquitita eran los libros que tenía mi madre. Y yo siempre miré el lado de mi madre, porque era más cómodo, más intelectual, por decirlo de alguna manera. Y nunca quise saber nada del mundo de mi padre.

-¿Por qué?

-Porque el mundo de mi padre era muy duro: era la matanza del cerdo para comer, salir de caza para comer. Lo que te digo, él pasó hambre. Entonces, yo ese mundo no lo quería de pequeña. Hasta que afortunadamente llegó un momento en mi vida en que me quité toda esa tontería de encima y empecé a mirar el lado de mi padre y me di cuenta de que era el cincuenta por ciento de mi vida, de mi sangre. Y empecé a descubrir su naturaleza, a irle detrás para que me enseñara a coger espárragos para comer, setas… la presencia de los perros, todo eso.

La Guerra Civil Española todavía marca España.

-Desde afuera cuando pensamos en España me parece que pensamos en Madrid, en Barcelona…

-Durante muchos años, en España la literatura predominante era una literatura muy urbana, muy de realismo social. Y yo estaba escribiendo de seres que se encerraban en casas rodeados de naturaleza. Y, de repente, hubo un movimiento en España, con la crisis económica brutal de 2008, en que hubo un movimiento en que la gente ya no podía vivir en las ciudades, no podía permitírselo. Las hipotecas eran una locura, no había manera de pagar nada. Y se volvieron al pueblo de los padres. Y surgió un movimiento que en España se llamó neorruralismo. Yo venía escribiendo toda mi vida de personas en casas en la naturaleza, parecía que estaba hecho a propósito para encajar en esa ética.

-Pero no es un alivio, es un clima tan opresivo el de la naturaleza y el pueblo que dan ganas de irse a la ciudad a respirar smog.

-Claro, porque yo no idealizo la naturaleza, no es Disney, no es ir a abrazar árboles. No son esas casas de turismo que llegas y están los leños cortados perfectamente en trocitos en una cestita de mimbre. Cuando era pequeña, viví este mundo nada idealizado. Yo me iba con mi abuela paterna a recoger al campo taramas, que es una palabra que ni en España se conoce. Las taramas son las ramas que caen de los árboles, que no tienes que estar cortándolas tú, sino que se caen al suelo. Y entonces íbamos mi abuela y yo, yo bien pequeña, y arrastrábamos taramas, estas ramas, a la casa para encender la lumbre. Cuando en la casa de mi abuela se encendía la lumbre el mejor lugar siempre era para mi padre, que era el hombre.

-Lo de la lumbre no se oye tan mal.

-Con la romantización de la naturaleza uno se imagina la lumbre, la manta y tal. Cuando tú estás frente al fuego, te estás abrasando por delante y lo de atrás está helado. Y en cuanto te levantas y te vas a otras partes de la casa donde no hay calefacción, hace un frío importante, las sábanas húmedas, todas estas cosas. Durante un tiempo yo no quise saber nada de eso, porque me iba a Madrid, había ascensor, había calefacción, había servicio y había agua caliente. Pero de pronto vi que en el mundo de mi padre estaba mi verdad.

Pilar Adón, parte de una ola de escritoras. (Gustavo Gavotti)

-Y escribís sobre mujeres aisladas cerca de la naturaleza…

-Me he dedicado toda la vida a meter de manera voluntaria a los personajes femeninos en casas. Pero mi búsqueda es la libertad en esas casas, aunque parezca antitético, porque tú piensas en libertad y no piensas en encierro. Pero para mí era básico, a nivel biográfico y también y literario, librarme de imposiciones sociales. Si te casas, si no te casas, si tienes hijos, si no los tienes, si llevas el pelo bien, si llevas el pelo mal, qué van a pensar de ti.

-¿Y cuándo te liberaste de esas imposiciones?

-Con la edad.

-¿Con cuánta edad?

-Con mucha edad, con mucha edad, porque en mi casa era muy raro que yo como niña lo único que quisiera fuera leer y escribir. Lo que querían era que yo me relacionara con otros niños, que jugara. Mi abuela paterna me decía todo el rato “ajúntate”. Tienes que ajuntarte con otras niñas, y yo no quería juntarme, yo quería leer. Entonces, esas presiones, de alguna manera, me las he llevado a la literatura.

-Pensando en juntarse, en De bestias y aves lo que hay es una comunidad de mujeres y tampoco es Disney, un poco te protegen, un poco te ahogan, no se sabe si es algo bueno o malo.

-Yo no voy a hacer comunidades en que todas las mujeres sean buenas, una sororidad absoluta, de hermandad, no. La sensación en que hay una opresión de la cosa colectiva bajo la forma de una utopía. Es que a mí me interesan mucho las comunidades, yo las estudio desde una perspectiva aspiracional, pero aspiracional ideológicamente abierta, porque no creo que lo soportara. Y, además, me parece muy interesante cómo el individuo, cómo el ser humano, que es básicamente imperfecto, quiere formar sociedades perfectas. Y casi siempre fracasan, por no decir siempre.

-¿En qué estás pensando?

-Durante mucho tiempo estuve estudiando las comunidades utópicas del siglo XIX en Estados Unidos. Incluso publicamos un libro de Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, que se titula Fruitlands, que es como se llamaba la comunidad utópica que fundó su padre, Amos Bronson Alcott. Entonces, ella contaba cómo su padre fundó la comunidad, pero se dedicaba todo el día a filosofar, a ir a los pueblos, a dar charlas y no se dedicó a cultivar la tierra, a mirar qué iban a comer en invierno. Alguien tiene que trabajar. Alguien tiene que trabajar la tierra, preparar la comida, todo. Pues no se hizo y la comunidad duró nada. Empezó en verano y en invierno ya fracasó. Casi siempre fracasa y creo que no puede ser de otra manera, porque aparece el liderazgo, la ambición, los celos, todo.

-En esta época hay como un auge literario de las mujeres de tu generación, que hasta se reconoció con el Premio Nobel. Han Kang, que lo ganó, nació en 1970. Pero están Samanta Schweblin, Gabriela Cabezón Cámara, Sara Mesa, María Fernanda Ampuero.. Hace poco periodista cultura, exeditor, Juan Cruz, me decía que era porque a los varones les faltaba furia…

-No sé si les falta furia, pero es verdad que nosotras tenemos mucha hambre, por decirlo de alguna manera. Tenemos muchas ganas de contar, muchas ganas de salir, muchas ganas de que se nos lea. Es que si piensas en todo lo que hemos andado, pero todo lo que nos queda por andar… Hay mucho que contar desde nuestra perspectiva. Desde una mirada quizá lateral, una manera distinta de mirar. Mira, esto es algo tangencial, pero sirve para pensar: hablo con chicos y recién ahora han empezado a entender que nosotras pasamos miedo por la noche cuando vamos solas. Y esto es algo que ellos no sabían.

-Contar otro aspecto del mundo…

-Yo cuando salía de joven, que salía muy poco, mi hermano, que es tres años menor que yo, me decía que llevara las llaves así entre los dedos, en previsión de un posible ataque. Él no necesitaba hacer eso, yo sí. En literatura había ciertos textos que tú leías y te incomodaban. Y no sabías muy bien por qué, pero te incomodaban como mujer. Siempre éramos contadas, nosotras nunca contábamos. Siempre había un héroe que batallaba, se enamoraba, viajaba, y nosotras tejíamos y destejíamos, ¿no? Siempre éramos la excusa para que el héroe actuara. Y eso chirriaba. Entonces, ahora se trata de dar un poco la vuelta y ser nosotras las que contamos, las que viajamos, las que… somos libres para ver si nos quedamos en una casa o no.