La economía argentina enfrenta una encrucijada compleja marcada por una contradicción que tensiona las relaciones laborales y productivas. Por un lado, la población manifiesta que los ingresos son bajos y no alcanzan para cubrir las necesidades básicas, mientras que las empresas, especialmente las vinculadas a la exportación o que compiten con bienes importados, sostienen que los sueldos están altos en dólares, lo que impacta negativamente en la competitividad.
Esta tensión, reflejada por la consultora Idesa en un reciente informe, no encuentra solución simple. Una devaluación del peso podría abaratar los salarios en dólares, otorgando ventajas competitivas para las exportaciones y la producción nacional orientada a sustituir importaciones. Sin embargo, también implicaría una reducción del poder adquisitivo, generando mayor presión sobre la capacidad de compra de los trabajadores al licuar sus ingresos reales, precisó el documento.
Por el contrario, permitir aumentos generalizados de las remuneraciones como resultado de negociaciones colectivas centralizadas podría mejorar la capacidad de compra en el corto plazo, pero agravaría los problemas de competitividad al elevar aún más los costos laborales en dólares para las empresas que producen bienes transables.
Ante este dilema, se vuelve relevante comparar la situación actual con períodos previos para dimensionar el deterioro. Según datos oficiales del Ministerio de Economía, en 2017 el salario privado registrado se ubicaba en 1.500 dólares mensuales, mientras que el Producto Bruto Interno (PBI) por asalariado privado registrado era de 124.000 dólares anuales. Para 2025, ese salario promedio bajó a 1.060 dólares y el PBI por trabajador descendió a 97.000 dólares anuales.
Estas cifras muestran que el salario en dólares experimentó una caída del 29%, mientras que la productividad —medida como el PBI generado por cada asalariado privado registrado— se redujo un 22% respecto a 2017. El análisis destaca que en ese año se registraba el período previo al desencadenamiento de la crisis cambiaria, cuyos efectos aún se sienten en la estructura económica.
De este modo, se observa una disminución simultánea en los salarios y en la productividad. Esa dinámica explica la paradoja central: para las familias los ingresos resultan insuficientes, pero para las empresas implican un costo elevado cuando se expresan en dólares. Esto sucede porque cada trabajador genera menos valor agregado, por lo que el salario unitario en dólares, aunque haya bajado, sigue representando un costo considerable en términos de la competitividad internacional.
El informe subraya que el principal desafío radica en mejorar la eficiencia económica, de forma que cada asalariado incremente el valor de lo que produce. Sin este cambio, no será posible lograr que los salarios reales crezcan de manera sostenida sin comprometer la competitividad de los sectores productivos, agrega el texto.
Otra referencia que ilustra la magnitud del problema es la comparación con la situación de mediados de la década de 1990. En esos años, el salario medido en dólares se encontraba en torno a 1.000 dólares mensuales a precios actuales, es decir, un nivel similar al vigente. Sin embargo, la productividad (PBI por asalariado privado registrado) era un 60% más alta. Esa brecha histórica advierte que la caída de la productividad no es un fenómeno reciente, sino parte de un proceso prolongado de estancamiento estructural.
Hacia dónde deberían enfocarse las políticas públicas
Frente a esta realidad, el análisis sugiere que las políticas públicas deberían enfocarse en generar un entorno más favorable a la producción para mejorar simultáneamente los salarios y la competitividad. Propone una agenda amplia, pero enfatiza tres aspectos considerados urgentes:
- Primero, la necesidad de mejorar la infraestructura productiva en los tres niveles de gobierno. La infraestructura deficiente eleva costos logísticos y reduce la capacidad de las empresas para integrarse de manera eficiente a los mercados, afectando especialmente a las pymes y a las economías regionales.
- Segundo, la revisión del sistema impositivo. Se sugiere establecer un “súper IVA” que absorba Ingresos Brutos provinciales y tasas municipales a las ventas, reduciendo la carga fiscal acumulada que distorsiona precios relativos y encarece artificialmente la producción. Esta simplificación tributaria podría incentivar la formalidad y reducir los costos administrativos para las empresas.
- Tercero, la reforma de las regulaciones laborales, apuntando a permitir el desenganche de las pymes de los convenios colectivos antiguos que fueron negociados de manera centralizada entre sindicatos sectoriales y asociaciones empresarias. Según el informe, muchos de esos convenios no reflejan la realidad productiva actual ni las necesidades específicas de cada empresa, limitando la capacidad de acordar condiciones salariales y laborales consistentes con su productividad.
El texto también advierte sobre los riesgos de mantener un sistema de negociaciones paritarias excesivamente centralizado. Sostiene que ceder a las presiones para aumentos generales sin considerar la situación de cada sector o empresa podría forzar recortes de personal o cierres, especialmente en aquellas actividades más expuestas a la competencia internacional.
Al mismo tiempo, se cuestiona la tendencia a exagerar la relevancia de la política cambiaria como solución aislada para resolver problemas de competitividad. Aunque un tipo de cambio más alto puede generar un alivio transitorio al mejorar los precios relativos de las exportaciones e industrias locales, no corrige la raíz del problema, que es la baja productividad. Devaluar de manera sostenida o abrupta termina erosionando el poder adquisitivo y puede desencadenar espirales inflacionarias difíciles de controlar.