Las causas que inclinaron a la nueva dirección del Teatro Colón a inaugurar, este domingo 9 de marzo, la temporada lírica 2025 con Aida, de Giuseppe Verdi, son tal vez numerosas y probablemente ninguna de ellas estuvo determinada por esa ópera considerada en sí misma. El caso es que para el Colón -o para quien lo dirija- es ya imposible esa consideración abstracta de Aida. ¿Pero por qué entonces optar por este título, el tercero más representado en la historia del teatro?
Para empezar, su inclusión pide entenderse como un saludo refundacional a su origen: hay que recordar que con la Aida que dirigió Luigi Mancinelli empezó en 1908 la historia del Colón. Desde entonces, Aida y el Colón quedaron unidos por otros nombres, los de los directores Arturo Toscanini (que la dirigió en 1912) y Tulio Serafin; los de Enrico Caruso (fue Radamés en 1915) y Claudia Muzio, y los de Maria Callas, Mario Del Monaco y Beniamino Gigli. Se da además en Aida la concurrencia de orquesta, coro y ballet, lo que permite la colaboración de todos los cuerpos estables del teatro, de cuya creación se celebra ahora el centenario; notablemente, la temporada de 1925, incluyó también Aida, con Muzio, Francesco Merli y dirección de Serafin.
A esos nombres que eslabonan la tradición hay que añadir el de Robert Oswald, cuya régie de 1996 -se había visto por última vez en 2018- vuelve en reposición de Aníbal Lápiz. Serán en 2025 once funciones, con la alternancia de los directores musicales Stefano Ranzani y Marcelo Ayub, la coreografía de Lidia Segni y la dirección del ballet de Julio Bocca, y Miguel Martínez al frente del Coro Estable. Habrá tres elencos: Carmen Giannattasio, María Belén Rivarola y Mónica Ferracani (Aida), Daniela Barcellona, Mairín Rodríguez y María Luján Mirabelli (Amneris), Martin Mühle, Marcelo Puente y José Azocar (Radamés), Youngjun Park, Leonardo López Linares y Cristian Maldonado (Amonasro), Simon Lim, Lucas Debevec Mayer y Cristian Peregrino (Ramfis), Fernando Radó, Emiliano Bulacios y Sebastián Barboza (Rey de Egipto), Marina Silva, Monserrat Maldonado y Marisú Pavón (Sacerdotisa), y Diego Bento, Sergio Spina y Gabriel Renaud (Mensajero).
Magnitud y miniatura
Aida es, además de su implicación con la historia del Teatro Colón, una ópera que casi cualquier espectador, aun aquél más consuetudinariamente lejano de la ópera, conoce sin saber que la conoce. Parte de esa fama se debe a su condición espectacular, que se concentra en la marcha del final del segundo acto, con sus trompetas y bandas, y en general en el derroche de toda esa larga escena. Pero el espectáculo en la época de Verdi -y para Verdi- no es lo que entiende ahora la publicidad, y ni siquiera la inclusión del ballet puede juzgarse una concesión a la grand opéra al estilo de Meyerbeer. La fuerza de una escena como esa -que ciertamente cumplía de sobra lo que se esperaba para su estreno en El Cairo- no procede de su evidencia, sino de lo que cae fuera del haz de luz; viene más bien de la napa subterránea, donde está la simiente de la tragedia que nadie ve todavía en ese momento de trama: Aida que reconoce a su padre Amonsaro, Amneris que descubre en los ojos de Radamés el amor que le profesa a Aida, Radamés que ve la belleza del dolor en el rostro de Aida.
En Aida, lo mismo que en las dos óperas que le siguen, Otello y Falstaff, es más evidente que nunca la preocupación de Verdi por la concentración dramática. Esto hizo que algunos despistados concluyeran en su momento una influencia -o directamente una adopción- del drama musical de Richard Wagner. La verdad es que la idea del drama concebido como tendido musical continuo era de esas ideas artísticas que, como cualquier idea poderosa a la que le llegó su hora, resulta infecundo resistirse. La continuidad dramática era una necesidad a la que Wagner y Verdi llegaron por caminos diferentes. Esto resulta evidente en Falstaff, su última ópera, en la que directamente se prescinde de la división en números, pero puede encontrarse más tempranamente en Rigoletto, 20 años anterior a Aida. Sabemos que Verdi respondió con descortesía cuando la soprano que hizo el papel de Gilda en el estreno manifestó la pretensión de tener para sí un aria de mayor lucimiento: “Tengo pensado Rigoletto sin arias, sin finales, como una secuencia interminable de dúos”. Lo que Verdi buscaba era justamente continuidad dramática y musical. Esto se advierte no solo en el desdén del aria como momento autónomo, aislado de los elementos contiguos, sino singularmente también en la unidad motívica e incluso estructural. No es que falten las arias, pero su aparición no cumple la función estructural de los dúos y, por otra parte, se subordinan por completo a la linealidad de la acción.
Por otra parte, la continuidad buscada por Verdi estaba al servicio de otra cosa. Wagner se hundió en el mito; Verdi, en la historia. Sin embargo, el mito y la historia eran, de por sí, demasiado descarnados. Wagner y Verdi fueron además maestros del principio de individuación. Basta pensar en el Don Carlos verdiano. En el inicio del cuarto acto de la primera versión, Felipe II canta “Elle ne m’aime pas!”, una de las arias más hermosas de toda la obra. La orquesta se pliega a las palabras: tras una breve introducción camarística, se recorta sobre el trémolo de violines y violas el monólogo amargo de Felipe con el acompañamiento de la flauta. Se confiesa el monarca: “¡Ella no me ama! ¡No!/Su corazón está cerrado para mí”. Y luego, como si recitara angustiado, en dúo con los chelos: “Si el rey duerme, la traición se trama/ ¡Quieren robarle corona y esposa!”. No podría imaginarse una definición musical y verbalmente más concentrada del asunto de la ópera entera: la indisolubilidad del drama político e íntimo, la continuidad entre el trono y la alcoba. Pasa exactamente eso mismo en Aida, que si bien podía tender al mito por el exotismo egipcio, resulta en verdad la tragedia que sobreviene cuando la implacabilidad de la Historia, con mayúscula, le pone límite a la intimidad sentimental; dicho de otra manera: la tragedia de los esfuerzos sentimentales para sobreponerse a la historia.
A quienes en su momento -un momento que no es ya el nuestro- le imputaban a Verdi desdén en la instrumentación, habría que hacerles notar que Verdi fue siempre muy detallista con la orquesta, cada vez más detallista a medida que pasaban los años. Recordemos, por citar solamente dos ejemplos, el solo de contrabajo en Otello y el de clarinete bajo en Simon Boccanegra. Pero Aida es acaso la gloria mayor del estilo maduro de Verdi. Porque Aida abunda en pasajes así, de apariencia mínima y efecto mayúsculo, como el inicio del Acto III, en las riberas del Nilo, que la orquestación transfigura en una escena feérica, se diría. O muy especialmente el inusitado refinamiento del final, la “muerte de amor” de Verdi, un cielo que se despeja para los expulsados de la luz.
Para agendar
Aida, ópera en cuatro actos, de Giuseppe Verdi, con libreto de Antonio Ghislanzoni. Dirección musical: Stefano Ranzani y Marcelo Ayub. Concepción escénica y escenografía: Roberto Oswald. Dirección de escena: Aníbal Lápiz. Coreografía: Lidia Segni. Orquesta Estable del Teatro Colón; Coro Estable del Teatro Colón (con dirección de Miguel Martínez) y Ballet Estable del Teatro Colón (con dirección de Julio Bocca). Funciones: Domingos 9 y 16 a las 17; martes 11 y 18 a las 20; miércoles 12 y 19 a las 20; jueves 13 y 20 a las 20; viernes 14 y 21 a las 20; sábado 22 a las 20.