Ya sabemos que el camino triunfal de Anora, ganadora este domingo del Oscar por goleada, empezó en mayo de 2024 cuando fue coronada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Pero es muy posible que un éxito tan amplio e incuestionable como el que acaba de conseguir la película de Sean Baker en la máxima fiesta de Hollywood haya quedado definitivamente escrito por anticipado hace algo menos de un mes, cuando Anora ganó el domingo 9 de febrero uno de los muchos premios cosechados en esta temporada, el que le otorgó el Directors Guild of America.
Allí, frente a sus pares, convertido en el mejor realizador del año, Baker pidió que reclamen a los estudios el regreso para los estrenos de una primera ventana exclusiva de 90 días en los cines. Tres días después empezaba el período de votación final para los miembros de la Academia de Hollywood. Este domingo, en un programa que millones de personas ven en todo el mundo, redobló la apuesta y con el Oscar al mejor director en la mano dijo en el escenario que los directores, los distribuidores y hasta los padres deben unirse en una acción que vuelva a llevar al público a ver películas en los cines.
La Academia de Hollywood, con su voto mayoritario y el premio en las categorías más importantes, no hizo más que acompañar ese ruego con un respaldo rotundo desde lo más alto del Oscar a un modelo incuestionable del cine independiente norteamericano. Anora recibió ese fortísimo espaldarazo con un quíntuple triunfo (sobre seis nominaciones) en los lugares que marcan la diferencia en estos casos: mejor película, mejor director, mejor actriz protagónica (Mikey Madison), mejor guión original y mejor edición. Salvo el de Madison, los otros cuatro le pertenecen por completo a Baker.
Lo que empezó como una de las noches de Oscar más reñidas e inciertas en cuanto a resultados de la última década por lo menos terminó con una ventaja abrumadora para la película que a priori aparecía compitiendo cabeza a cabeza con Cónclave en la búsqueda del premio mayor. Después de que ambas se repartieran las estatuillas al mejor guion, llegó el momento clave.
El de edición es un premio que suele inclinar la balanza y proyectar a quien lo gana hacia la cima del Oscar: Anora superó allí a Cónclave en una de las sorpresas de la noche, fortalecida al final de la ceremonia con el triunfo de Madison sobre Demi Moore (otro cabeza a cabeza anticipado por casi todos los pronósticos). Todo lo demás llegó por lógica pura para bendecir a la holgada vencedora de la noche, aunque el premio a la mejor actriz resulte el más discutible de los cinco. Moore merecía sin dudas llevarse este año a su casa la estatuilla. La sustancia es por lejos lo mejor de su carrera.
Fue el Oscar número 97 de la historia una fiesta de grandes contrastes, y seguramente la mejor de los últimos años. Lo que más disfrutamos en ella, de principio a fin, fue la presencia como anfitrión de un inspiradísimo Conan O’Brien, que hizo las cosas como para que la Academia no se preocupe por un buen tiempo en salir a buscar otro maestro de ceremonias.
El hombre del jopo rojizo hizo una entrada inmejorable jugando con una de las mejores escenas de La sustancia y llevó en su monólogo inicial al escenario del Teatro Dolby su clásico estilo, filoso y sarcástico, impuesto en ciclos nocturnos de TV y otras creaciones de comedia: Conan se siente muy cómodo bromeando sobre el mundo del espectáculo y sus protagonistas, y lo hace de un modo suficientemente irónico como para ponerlos incómodos sin dejar de sentirse jamás parte de esa comunidad.
Lo bueno de Conan es que mantuvo su lugar, con chistes muy bien puestos y de un timing perfecto, a lo largo de toda la ceremonia, evitando ese progresivo desvanecimiento hasta llegar casi a la invisibilidad completa que suelen padecer los conductores del Oscar a partir de la mitad de la ceremonia. Hasta se permitió hacer algún aislado chiste político en una entrega que se cuidó especialmente de no involucrarse en la delicada agenda geopolítica del momento. Jimmy Kimmel, que ocupó ese lugar hasta el año pasado, no hubiese sido tan pulcro en ese sentido. Todo lo contrario.
Solo un par de alusiones en el escenario alteraron la calma que reinó en todo momento respecto de las tomas de posición del mundo artístico frente a la coyuntura doméstica e internacional vista desde Hollywood. La proclama a favor de Ucrania por parte de Daryl Hannah fue una y el discurso de los ganadores al mejor largometraje documental (No Other Land, sobre el conflicto de Medio Oriente), la otra. En este último caso, las expresiones de buena voluntad de algunos de sus autores pasaron por alto el peligro de dejar abierto (o ignorado, algo peor) el costado terrorista en el planteo y el reclamo de una solución.
Así como la llegada de Conan resultó muy bienvenida y todavía más disfrutable, su presencia en el centro del escenario no logró disimular algunos déficits estructurales que la máxima fiesta de Hollywood no sabe, no puede o directamente no quiere resolver. Una vez más quedó a la vista el conflicto irresuelto entre las necesidades del show televisivo y lo que quiere la propia comunidad de Hollywood, representada por un premio icónico y a la vez incapaz de resolver un dilema eterno: qué hacer con el tiempo y cómo manejarlo. La ceremonia comenzó a las 21 (hora argentina) del domingo y terminó casi a la 1 del lunes. Casi cuatro horas.
Este año, por suerte, las cosas resultaron un poco más dinámicas y menos tediosas que en el pasado reciente, pero se vieron en el medio algunas flagrantes contradicciones. No se explica muy bien, por ejemplo, que los organizadores hayan decidido realzar ciertas categorías (vestuario, diseño de producción) convocando a un actor por cada película nominada para hablar de ella con interminables elogios antes del anuncio del ganador, y al mismo tiempo haya exigido a los vencedores de algunos rubros “menores” que agradecieran los premios a toda velocidad, “invitándolos” a dejar el escenario subiendo la música incidental.
Se llegó al colmo cuando los productores decidieron usar esa herramienta para cerrar el micrófono y las voces de quienes estaban agradeciendo en el escenario…¡el Oscar al mejor sonido! Conan, si lo miraba desde afuera, hubiese guardado ese momento como el mejor chiste de toda la velada.
A propósito de sonido, los segmentos musicales elegidos para reemplazar la interpretación en vivo de las canciones originales (discutible decisión de la Academia) fueron claramente de mayor a menor. Todo empezó magníficamente, con un clip de tributo a Los Ángeles a través de la historia del cine y la entrada de Ariana Grande entonando brillantemente “Sobre el arco iris”. Luego se unió Cynthia Erivo con un tema de Wicked, cerrando un muy buen momento musical en la apertura.
Después llegó el derrumbe. Vimos un homenaje sin brújula a las películas de James Bond, en medio de la muy debatida llegada de Amazon como nuevo dueño de la marca (hubo más de una broma de Conan dirigida a Jeff Bezos, hombre fuerte de esa poderosa marca). Primero con Margaret Qualley como una bailarina más (¿para qué?) en medio de una poco imaginativa coreografía, y después con un medley de tres clásicos temas de las películas de 007 gritadas y desafinadas a más no poder por Lisa, Raye y Doja Cat. Ninguna de ellas entendió lo que significa interpretar esos temas en su contexto histórico y actual.
Igual de flojo fue el tributo a Quincy Jones, algunos de cuyos temas se escucharon incidentalmente en distintos tramos de la ceremonia. El momento específico del homenaje, a cargo de Whoopi Goldberg y Oprah Winfrey, no incluyó ninguna imagen de las películas de las que Jones participó y estuvo nominado. Ni siquiera fueron mencionadas por su nombre. El momento se cerró con un cuadro armado de apuro y sin la más mínima imaginación para la coreografía y la puesta en escena interpretado por Queen Latifah y un grupo de gimnastas que simulaban ser bailarines.
Los desatinos musicales del Oscar 2025 tuvieron su coronación en el momento del anuncio del premio a la mejor canción original. Allí nos sorprendimos como nunca en la noche de Hollywood cuando apareció para presentar al tema ganador nada menos que Mick Jagger. Al final tuvo que hacerse cargo de entregar la estatuilla a los compositores de “El mal”, una de las olvidables canciones de Emilia Pérez y muy probablemente la peor canción original premiada por la Academia de las últimas décadas. Sus compositores franceses recibieron el premio en línea con el trío que arruinó la música de James Bond: sin acertarle ni una sola nota al pobre estribillo de “El mal”.
Fue mucho mejor en términos visuales y musicales el segmento “In Memoriam”, precedido por un sentido reconocimiento de Morgan Freeman a la figura de su colega y amigo Gene Hackman. Imágenes y voces de los fallecidos este año desfilaron en una pantalla gigante con el fondo musical del Réquiem de Mozart (más específicamente “Lacrimosa”, interpretado por orquesta y coro), aunque quedaron afuera de la evocación Alain Delon, Michelle Trachtenberg, Bernard Hill, Tony Roberts y nuestra compatriota Olivia Hussey, entre muchos otros.
Con el excelente monólogo inicial de Conan (el chiste que relacionó el uso recurrente de cierta palabrota en Anora con los cuestionados tuits de Karla Sofía Gascón fue antológico), el cuadro inicial de Grande-Erivo y la primera gran sorpresa de la noche (el triunfo de la letona Flow como mejor largometraje animado) nos preparamos para lo mejor, pero de allí en más la gran mayoría de los ganadores estuvo dentro del rango de las previsiones y los pronósticos previos. Los premios a Kieran Culkin (actor de reparto), Zoe Saldaña (actriz de reparto) y Adrien Brody (actor protagónico) siguieron esa línea. El brutalista (fotografía, música original), Wicked (diseño de producción, vestuario), La sustancia (maquillaje y peinado) y Duna, parte 2 (sonido, efectos visuales) ganaron los premios que todos esperaban y que tenían que ganar.
Hubo que esperar a la segunda parte para disfrutar de otros muy buenos chistes de Conan y de las saludables bromas que se intercambiaron algunas de las parejas de presentadores. Quedó la sensación de que esos guiones, jugados con mucha espontaneidad por los actores, fueron escritos por el equipo de autores de Conan y no por los guionistas habituales del Oscar, que venían decepcionando bastante en los últimos años. Al influjo del brillante maestro de ceremonias de este año, hasta los ovacionados bomberos de Los Ángeles se animaron a hacer bromas.
Igual de vivificante resultó la primera coronación del Oscar para Brasil en toda su historia. Después de una larga carrera en la que llegó a darse ampliamente por descontado (y sin justificaciones artísticas razonables) el premio a la mejor película internacional para Emilia Pérez, la Academia le otorgó el triunfo en esa categoría a Aun estoy aquí, de Walter Salles. Fue un acto de justicia para un film que supera en todos los sentidos al narcomusical de origen francés, uno de los grandes perdedores de la noche. Entre los argentinos (que vieron entrar a Penélope Cruz para hacer el anuncio con el sonido de fondo del tango “Por una cabeza”) el momento dejó una sensación parecida a la que se vivió hace 15 años cuando El secreto de sus ojos aventajó a la favorita La cinta blanca y se quedó con la estatuilla.
El Oscar sigue siendo, a casi cien años de su primera celebración, un modelo para armar. Es indiscutible el lugar que ocupa como la instancia de reconocimiento máximo al mérito de la industria de Hollywood, pero cuando se transforma en una ceremonia televisada y seguida con expectante atención en todo el mundo sigue sin funcionar del todo en varios aspectos. Esta vez, sin embargo, nos dejó la sensación de que uno de sus principales desafíos parece resuelto. Con Conan O’Brien, el Oscar tiene conductor para rato.