Mariana Enriquez habló con Infobae Cultura sobre su nueva vida en Launceston, una ciudad de la isla de Tasmania

No es fácil combinar un horario aceptable para ambas partes y así poder realizar esta entrevista de Infobae Cultura a Mariana Enriquez. La escritora argentina de mayor proyección internacional del momento, la “princesa del terror” (“porque era pendeja. Ahora reina, reina madre en todo caso”, ironiza) y “rockstar” de la literatura, vive en desde hace unos meses en Launceston, una pequeña ciudad ubicada al norte de la isla y estado de Tasmania (si, la tierra de los demonios, vaya paradoja).

Finalmente, sucede y aquí están ella y su sonrisa a través de una videollamada, desde la noche australiana que del otro lado del mundo es la mañana porteña.

Mariana es, como ella misma acepta en un tramo de la conversación, un caso particular de suceso literario contemporáneo. Con formación periodística -que todavía ejerce como editora del suplemento cultural del diario Página/12-, muy metida en la literatura, el rock y la cultura pop, y habiendo publicado su primera novela a los 18 años (Bajar es lo peor, certero título para una historia de jóvenes, drogas, rock y nocturnidad), no tuvo el impulso de la “academia” ni el prestigio de una beca, pero ahora está en el centro de la escena global por la potencia de su prosa, llena de historias e imágenes -a veces perturbadoras, reales o plenas de oscuridad- que impactan de lleno en una generación de lectores del siglo XXI.

Y también, porque viene de un territorio -Latinoamérica y sus complejidades y diversidades, a veces inadvertidas al ojo del Primer Mundo- asociado durante el siglo XX a “otra” literatura, la del Boom, más colorida, sentimental o erudita. Que aparezca una pluma de mujer, oscura y urbana, que abreva más en Nick Cave y Emily Brönte que en los personajes, paisajes y colores de este continente, ahora es auspiciosamente bienvenido. Ahí está ella, aquí y ahora.

“Creo que el mercado en este momento, quiero decir… Estados Unidos y Europa, está buscando la minoría. Porque la industria editorial quedó bastante del lado de lo culto y lo políticamente correcto, etcétera. Entonces, claro, buscan y encuentran el latinoamericano, el asiático, la mujer, lo queer… Pero eso es un problema cultural que está fuera de mi control. Lo que tengo que hacer es aprovecharlo. Ok, se abrió esta puerta. Hay que meterse ahí con toda la disrupción que se pueda”, razona en otro tramo de este diálogo. Que comienza a continuación.

—¿Por qué te fuiste a vivir a Australia, tan lejos?

—Básicamente fue una idea que tuvimos con Paul, mi marido, desde que estuvimos juntos (porque cuando te casas con un extranjero la idea de estar en el país del otro obviamente siempre está presente). Por una cuestión de edad dijimos: “Bueno, este es el momento justo para tomar una decisión y hacer una mudanza de este tipo” para lo que queríamos: una vida madura más tranquila. Entonces, aceleramos las cosas. Lógicamente aprovechando que hoy se puede estar y escribir desde cualquier lugar. A pesar de estar muy lejos.

Ahora, hay una cuestión que sí me perturba un poco: lo que yo escribo es muy argento. Entonces, quiero mantener el contacto. Tengo mi ahorro para ir a Argentina todos los años y estar en contacto frecuente mientras pueda, ¿no? O sea, mientras pueda económica y físicamente. La idea es, si no pasa nada dramático, quedarnos acá y tener una existencia más reposada.

(Crédito: archivo personal M.E.)

—¿Cómo es tu nueva vida cotidiana?

Hay algo básico que te obliga a acomodarte. Y es que ellos -todavía son ellos para mí; siempre van a serlo, creo- terminan temprano. Acá en casa todavía estamos comiendo a un horario, para las costumbres de aquí, insólito. Cenamos a las nueve, nueve y media de la noche. A esa hora ellos ya comieron hace rato, aunque no estén durmiendo. Y si vos queres un café a las cinco de la tarde, pues no hay. Los bares cierran a las tres. Eso es algo que extraño. Junto con… la gente. No es que la gente no salga, salen todo el tiempo, pero no se juntan en la calle, no sé cómo explicarte. Entonces a veces salís y te parece que no hay nadie. Es raro.

Eso te obliga a estar un poco más en casa y empezar un poco más temprano también, porque si te levantas a las dos de la tarde, cerró todo… (se ríe). Entonces, mi vida es: escribo de mañana y después me conecto con el resto del mundo por la tarde. Cuando yo dejo de trabajar, del otro lado del mundo están durmiendo. Así que tengo las tardes libres. Esa es mi rutina diaria.

—De todo esto quisiera puntualizar algo: acabamos de desmentir el mito de Mariana Enríquez, la princesa nocturna. Tus historias las escribís por la mañana…

—Hace bastante que escribo a la mañana. Me funciona mejor la cabeza, la verdad. Y hace rato que no tengo esa cosa romántica: porque lo que escribo es oscuro, necesito la oscuridad. No, en absoluto. Para trabajar prefiero luz, café, estar despierta.

—Con la mudanza, supongo que lo has pensado ¿Crees que en algún momento vas a escribir algo que suceda ahí?

—Supongo que sí, pero creo que me va a salir como extranjera. Cosa que me parece interesante en términos literarios. Algo desde la mirada argentina, sudamericana, puede ser muy interesante.

—¿Qué estás escribiendo ahora?

—Una novela. Hacía bastante que no escribía una novela. Estoy bastante avanzada, pero creo la voy a terminar, espero, el año que viene. En general, a mí el verano me sirve mucho para darle la recta final, así que.. Eso está bueno, estar en el mismo hemisferio. O sea, Navidad sigue siendo en verano, y enero y febrero… Me sirve, esos meses me acomodan mucho la cabeza. Espero poder terminarla en ese momento, para salir a mediados de 2026.

—¿En qué momento de tu vida, en estos últimos veinte años, te diste cuenta que algo estaba pasando con vos?

—Con la novela.

—¿Cuál?

Nuestra parte de noche, después de la pandemia. Antes de eso era una escritora con libros que vendían bien, que tenía lectores y había un interés. O sea, estaba en un buen momento. Nuestra parte de noche ganó el Herralde en diciembre del 2019. Y en marzo de 2020, todos encerrados. En la pandemia. Antes, ese verano fue raro. Yo estaba en Europa haciendo prensa de la novela, y ya estaba todo el mundo con máscara, muy espantados, iba poca gente a los lugares. Y desde la editorial era como: “¡Qué lástima que estamos sacando esta novela, justo ahora que no la podemos promocionar, que no la podés acompañar!“

Vino la pandemia y yo no le di más bola a nada, porque todos estábamos en esa locura. Pero cuando pasó la locura más intensa, todos nos relajamos un poco en el encierro y nos habituamos a la cotidianidad loca de estar muy pendientes de las pantallas, empezó a pasar. Había encuentros por videollamada y cuando antes había cincuenta personas, de repente empezó a haber ciento cincuenta. En redes sociales, la gente empezó a mandarme fan art de los personajes de la novela. Alguien quiso comprar los derechos para hacer una película. Y en los primeros encuentros públicos, después de la pandemia, había un montón de gente. Y a partir de ahí para mí, no paró nunca. El cambio fue radical: de una presentación llena a tener, como pasó en la Feria del Libro de Buenos Aires, tres cuadras de cola para firmar libros. Antes de Nuestra parte de noche era todo bastante tranquilo. Quiero decir, no me conocía nadie por la calle. Ahora sí.

Trabajar con Pablo Larraín fue

—Ya hubo adaptación al teatro (Las cosas que perdimos en el fuego) y pronto se va a estrenar la película La virgen de la tosquera, basada en relatos tuyos. Y está en rodaje la miniserie dirigida por Pablo Larraín, también sobre cuentos tuyos ¿Cómo te llevas con esas traducciones a la acción audiovisual?

—Yo tengo la filosofía de estar todo lo distante que pueda. Un poco en un sentido cobarde (por si sale mal), y otro poco porque es muy diferente. Un guion es totalmente diferente. La cabeza que piensa un guion no es la cabeza que piensa la narrativa. Es como un esqueleto, o sea, lo que cuenta es la imagen. Y los diálogos, yo los leo y digo: “¿pero esta gente cómo habla así?» Un escritor en general está en un plano más abstracto. Esto es muy concreto. Con Pablo Larraín tuve más vínculo porque él me pidió. Y me gusta cómo quedó. Pero más allá de eso, yo no quería perder la oportunidad de trabajar con alguien tan importante. Salí de la experiencia no teniendo ganas de hacer mis propios guiones y nada que se le parezca, pero fue un curso rápido de entender cómo funciona todo eso, cómo funciona un director de Hollywood, una megaproductora…

Al mismo tiempo es mucho más tranquilo de lo que parece. La mayoría del trabajo lo hicimos en un departamento en Buenos Aires, morfando, con un pizarrón. Por los tiempos que manejan y su método de trabajo, fue super interesante. Es un flash.

—Por los libros que escribís puede pensarse que atraes un tipo especial de público ¿Es así? ¿Cuáles han sido los encuentros más raros que has tenido? ¿En algún momento llegaste a tener miedo?

—Miedo no, pero a veces pasan cosas raras, sí. Lo de las de las redes sociales no las cuento, porque hay mucha gente rara y al pedo, todo junto. Me pasa de mucho fan que escribe, por ahí no le contesto y se ofende. Eso es muy común. Pero fuera de eso, hubo un par de cosas un poco raras. Una que me acuerdo claramente fue en Chile. Todo es sobre la novela: es como que… los detona. Hay un personaje en Nuestra parte de noche que es una niña colombiana, Omaira, que murió en un alud. Pasaron su agonía por la tele, un caso de masividad morbosa clásica de la televisión latinoamericana. Bueno, hay una imagen de ella, muriéndose con los ojos todos negro: yo la uso y la cuento en el libro como algo que miran los chicos por televisión (como el recuerdo que tengo de niña). La foto está, y también el video. Entonces, muchos lo buscaron y flashearon porque era cierto. La imagen es muy fuerte, muy perturbadora. Y en Chile, un fan pintó a esa nena en un cuadro enorme. Me lo puso así, arriba de la mesa, como regalo. Y era muy perturbador. Es un óleo hiperrealista. Quiero decir, pasó mucho tiempo haciendo eso y mucho tiempo mirando la foto. Me acuerdo que me la llevé al hotel, la puse abajo de la cama y dije: “Bueno, la dejo acá”. Pero después se convirtió en algo supersticioso. No la puedo dejar, porque es como una pintura maldita. Y está acá en Tasmania porque no la puedo tirar… Jamás la colgaré, pero no la puedo tirar porque siento que me va a pasar algo raro.

Y después, otra vez en la Feria del Libro de Buenos Aires, llegó un chico con una mochila, la abrió y sacó un frasco con una tarántula adentro. Yo estaba sentada firmando… Todos, los de la editorial y la gente de la feria, se fueron asustadísimos. Y yo ahí. El pibe me empieza a explicar que las tarántulas mudan la piel como las serpientes, cosa que yo no sabía. Entonces, lo que había adentro era una muda, era la piel que se mantiene igual porque la araña sale y después le crece otra. Y empezó a sacar más. Tenía toda la mochila cargada de piel de araña en frascos para que yo elija una. Él y yo sabíamos que era la muda de piel, pero el resto de la gente no. Estuvimos al borde del caos.

[Fotos: archivo personal M.E.]