Maria Rosa Fugazot se refugia en su círculo más íntimo y en la actuación en este duro momento personal

La muerte de René Bertrand el pasado 26 de junio dejó un vacío imposible de llenar en el ambiente artístico argentino. Actor querido y figura esencial del teatro y la televisión, la noticia sacudió hasta lo más hondo a colegas, amigos, público y, sobre todo, a una familia ahora sumida en el dolor más crudo. Pasaron cuatro meses, pero la ausencia permanece: cada respiración, cada jornada se convierte en un ejercicio forzado de supervivencia para quienes aún lo extrañan.

María Rosa Fugazot, madre de René y actriz de renombre en el ambiente nacional, no es ajena a ese desgarro. “Me hace mal. Me hace mal todavía. No se va a ir esto, porque ese tipo de dolor no se va”, afirmó en una conversación íntima con Teleshow. El silencio se instala —pesado, inevitable— cuando ella, de 82 años, admite: “No quiero hablar mucho porque no me hace bien. Está conmigo, estará siempre conmigo”. Pero luego se abre a la reflexión, como si el recuerdo exigiera salir a la superficie: “A veces me tranquiliza pensar… un tipo que tenía, todo lo que tenía él, el amor por la gente, las ganas de hacer cosas, cómo se documentaba para dirigir algo, para hacer algo. Yo creo que estaba de más. Me parece que Dios se lo llevó porque estaba de más. Ojalá esté feliz, libre y sin dolores ni angustias”.

¿De qué forma se reconstruye una madre después de algo así? ¿Cómo siguen adelante los rostros más íntimos del dolor? María Rosa se responde: “Obviamente, nosotros estamos hechos pelota, pero bueno, hay que seguir, porque mientras respires y te despiertes, tenés que seguir para adelante, ¿qué vas a hacer?”.

René Bertrand, siempre presente en el corazón de quienes lo conocieron

La tragedia no solo alteró el círculo de trabajo y afectos de René; también devastó el núcleo inmediato de su familia. El duelo de su viuda, Belén, se intensifica cada día, pero se mantiene firme por sus hijos. “Belén está hecha pelota también, pero sale adelante, pobrecita, se levanta, va, viene, va con los chicos”, explicó María Rosa. La rutina ayuda: “Los nenes siguen su rutina, van a natación, van a la escuela, van a la maestra particular, a canto. Tratamos de que los chicos la pasen bien, pero también se resienten”.

El verdadero estrépito del dolor se mueve, sin embargo, en la mirada de los niños. La mayor, de siete años, intenta desatar los nudos imposibles que deja la ausencia. “La nena está muy sensible, está todo el tiempo pensando cosas raras. De golpe llora y dice: ‘¿Por qué me lo dejó tan poquito a mi papá Dios?’”. ¿Cómo caben semejantes preguntas en la cabeza de una criatura de siete años? El desconcierto y la tristeza se manifiestan: un día sube fiebre sin razón clínica, al día siguiente retoma la normalidad, pero nunca hay calma completa. “Y sí, está yendo al psiquiatra, pero tampoco la vamos a tener como si fuera un aparato. Entonces, yo trato de ver qué puedo hacer para embalarla con otras cosas para que su cabecita vaya a otro lado”, relató la abuela.

El hermano menor también busca respuestas, pero su inocencia lo protege en parte: “Lo busca al padre, pregunta todo el tiempo, pero se lo banca mejor porque es más nene, es más bebito. De cualquier manera es duro. Y sobre todo porque son muy chiquitos y ella tiene la edad esa donde lamentablemente entendés, pero no podés procesarlas las cosas”.

René Bertrand junto con su mujer, Belén, y sus hijos, en una vieja postal familiar

El dolor, que todo lo atraviesa, también golpea a su hermano mayor. “Familia ya no me queda… Me queda mi hijo nada más, el mayor, el hermano, que está hecho pelota también, porque como era mayor, ahora se le ocurre que tendría que haberse ido él”. María Rosa le responde a ese hijo que no hay reglas en el destino: “No, pero es que yo siento eso, mamá”. Así, el duelo se ramifica y se multiplica, desgarrando a cada integrante de la familia con preguntas imposibles.

Desde Jujuy, la familia de Belén acompaña a la distancia, pero aquí, en Buenos Aires, el círculo íntimo depende de la fortaleza de dos mujeres: “Ahí estamos las dos. Porque además somos las dos solitas”, reveló Fugazot. La cotidianeidad exige organizar rutinas, buscar trabajo, cuidar a los niños y mantener la guardia alta ante cualquier riesgo externo. “Tampoco podés meter cualquiera en tu casa porque no sabés qué te puede pasar, así que no es fácil. Pero bueno, nadie dijo que iba a ser fácil, así que hay que tratar de hacerlo”.

Ahí está ella. Casi todos los días, Fugazot recorta minutos a su agenda y, aunque el cansancio pese, recorre las diez cuadras que la separan de la casa de su nuera y sus nietos. Todos, de alguna manera, se sostienen en ese afecto cotidiano. Porque el teatro y la televisión argentina conocieron a un gran artista, pero quienes más lo lloran simplemente conocieron a René: el hijo, el esposo, el hermano indispensable, y el padre que fue demasiado poco tiempo para quienes son solo niños.

María Rosa Fugazot (parada a la derecha, morocha) a los 16 años en el Teatro Maipo

Pero hay un refugio ancestral que a María toda la vida le ofreció techo, sentido y humanidad: el teatro. Desde los quince años, cuando debutó movida por la curiosidad y el empuje heredado de María Esther Gamas y Roberto Fugazot, el escenario se convirtió en su hogar. Esa pasión hoy es también desahogo.

Ese espacio aún tiene brazos para abrazarla, y ella responde con gratitud día tras día. En las tablas encuentra hoy el único espacio capaz de desconectarla de una actualidad que la abruma. Allí su dolor se vuelve arte, y el público devuelve ese cariño que, según la actriz, es lo único que realmente vale la pena conservar.

En la actualidad, cada martes se presenta en el teatro Buenos Aires como parte de la obra Appstinencia junto con Hernán Figueroa, Lucrecia Aguirre, Leandro Orowitz, Mauro Francisco y Federico Giacomantoine, una radiografía cruda de una época que no tolera la distancia con la tecnología, donde seis desconocidos se reúnen en el sótano de una parroquia para vencer su adicción al celular.

Marìa Rosa Fugazot se presenta en el teatro Buenos Aires todos los martes como parte de la obra Appstinencia

Allí, el problema no es menor: “A mí mucho no me gusta el aparato este. Estoy harta de hablar con aparatos, de que todo se maneje por aparato. Salga mal o bien, pero todo lo rige. No tenés aparato, está muerto. Y no me parece tan así”. Fugazot lleva la reflexión todavía más lejos: “A mí me parece que todo artefacto que nazca o aparezca nuevo para colaborar con el trabajo y con la gente es bienvenido. Ahora, esta estupidez de que todo vaya a hacerlo con el aparato, vivir pegado a esto, la gente va enajenada por la calle mirando el celular. Vas a un restaurante, el mundo está sentado en la mesa, nadie se habla, están todos con el celular en la mano. Se perdió el contacto humano, por ende, se perdió el respeto, por ende, es un desparramo todo”.

¿Cómo se refugia entonces una mujer acostumbrada al aplauso, al contacto, a la mirada directa? En su respuesta, brilla la honestidad de quien busca oxígeno en lo simple: “Yo me meto en el trabajo, me ocupo de mis nietos, trato de estar el mayor tiempo posible con ellos y con mi nuera, y después me encierro, salvo que salga con algún amigo, que a la vez salimos menos, pero por lo menos juntarnos, aunque sea para un café y vernos los cuatro o cinco que todavía estamos más o menos normales”. Pero la preocupación no es solamente por el presente, sino también por el futuro: “No sé a dónde quiere ir el mundo. Lo que a mí me preocupa y me asusta es que yo tengo mis nietos chicos, no sé qué mundo les va a quedar”.

Su recorrido nunca se ciñó a un solo género, ni siquiera a un solo tipo de escenario. Su debut llegó en la adolescencia: primero la comedia, después el drama, la revista, los shows, incluso la música. Fue cantante en la orquesta de Eddie Pequenino, acompañó a Frank Sinatra Jr. junto a Tomy Dorsey. Y aunque la tentación del oficio a veces se tiñe de orgullo, su anécdota desarma toda vanidad: “Nunca tuve anillos para trabajar y desde que tenía diecisiete años y me quedé sin trabajo, me fui a coser puntillas en una fábrica de corpiños y bombachas y no tenía problema. Me pagaban tres pesos la hora y yo laburaba lo suficiente como para sacarme la comidita, los cigarrillos”.

Marìa Rosa Fugazot es una de las personalidades más queirdas de la escena nacional

En esa austeridad cotidiana, encontró en otro momento la herramienta para sobrevivir a las vicisitudes del oficio artístico: vender regalos empresariales, asumir cualquier tarea honesta mientras esperaba el siguiente escenario. “Nunca tuve problema para eso”, insistió, y cada palabra trasluce una ética de trabajo que no se negocia ni con el paso de las décadas.

Sobre su vida en las tablas, repitió la premisa que marcó su carrera: “Traté de prepararme, traté de dar un trabajo digno, traté de aprender lo que más pude. Generalmente, yo hago todo, porque ya sea comedia ligera, como una cosa más profunda, todo tiene un mensaje y todo cumple una función”. Ella reivindica que el teatro implica contacto, encuentro, alimento para el espíritu: “El cariño de la gente es lo único que me voy a llevar cuando me vaya. Agradezco infinitamente el cariño, el respeto que la gente me tiene, porque es la única satisfacción a diario que vos tenés”.

A sus años y cruzando generaciones, la actriz aguarda la llegada de nuevas producciones. En breve, junto a Divina Gloria, Cristina Maresca y Cristina Tejedor, ultiman detalles del estreno de Viejas Chorras, obra dirigida por Lía Jelín y Vero Lorca, próximo a estrenarse en el teatro Picadilly.

Pero su presencia no se limita al teatro: María Rosa es parte de Putas, un film de Demian Alexander, donde seis historias entrelazadas mostrarán el lado B de las trabajadoras sexuales. Entre la obsesión, el abuso, la violencia y el amor. Y, a través de la poesía y la crueldad, ingresará en el trabajo más antiguo del mundo.

Marìa Rosa Fugazot y Gerardo Chendo, en una escena del filme Putas, próximo a estrenarse

El reparto de la película a estrenarse el próximo13 de noviembre en todos los cines se nutre además de nombres como Carlos Belloso, Esmeralda Mitre, Roly Serrano, Fabián Vena, Vanesa González, Mariana A., Gerardo Chendo, Celeste Muriega, Florencia Gerez y Carolina Mazzitelli.

En las memorias de María Rosa se mezcla la nostalgia y la esperanza, entre el reconocimiento de nuevas camadas de público y el deseo de dejar, al menos, una huella amable en la memoria: “Gracias a Dios, los chiquitos, los más jovencitos, me vieron en Simona. Los más grandes me vieron con Julio Chávez en El Puntero. Y fui recolectando otra vez a la gente joven a través de las cosas que me tocó hacer. Y eso es un alivio, porque me da mucha ternura cuando viene un nenito y me dice ‘vos sos la mamá de Simona’. Y pienso que por lo menos puedo dejar un recuerdo agradable”. Para quien supo ser parte de éxitos, el amor que regresa del público es antídoto y bálsamo.

¿Puede el arte salvar algo en medio del vértigo y el desencanto? Ella responde con la coherencia de quien lo probó toda la vida: “Salir a la calle y que alguien te dé un beso o un abrazo, es lo único que te reconforta. Por lo menos, hay un contacto visual que nos une a la gente Hay algo que yo envío cuando trabajo arriba de un escenario que la gente lo recibe. Y es recíproco”. Lo único que queda, al final de cada función, es lo que nunca dejó de existir: la necesidad humana del otro, la caricia del encuentro, el abrazo silencioso del arte. En esa sonrisa, en ese abrazo, en ese aplauso, se juega la posibilidad de seguir luchando, de sobrevivir, de imaginar que todavía queda lugar para el arte y la esperanza.