Marco Rubio, secretario de Estado de Estados Unidos (REUTERS/Kevin Mohatt)

Estás viendo la campaña de las primarias republicanas de 2016, tratando de averiguar si Ted Cruz o Marco Rubio pueden impedir que Donald Trump gane la nominación republicana. Un hombre del futuro sale de un portal resplandeciente y te informa de que el ganador de la campaña de las primarias se convertirá en el presidente republicano que finalmente bombardeará el programa nuclear de Irán.

“Hmm”, dices, “quizás Ted Cruz”.

Pero hay más, dice el viajero. El mismo presidente republicano enviará armamento para apoyar a Ucrania en una brutal guerra contra la Rusia de Vladimir Putin.

“De acuerdo”, dices, “entonces probablemente podamos tachar a Trump de la lista”.

Y, por último, tu visitante te informa de que este presidente establecerá un bloqueo naval a la Venezuela socialista, con el objetivo de lograr un reajuste latinoamericano que también podría socavar a Cuba, aliada de Venezuela.

Inmediatamente te conectas a una nueva página web llamada “mercado de predicciones” y apuestas todos tus ahorros por Marco Rubio.

La presidencia en 2026 pertenece a Trump, y el lenguaje de su administración no se parece en nada al neoconservadurismo idealista que definió la marca política de Rubio hace una década. Dependiendo del documento o del día de la semana, el trumpismo puede sonar como el realismo nixoniano, el aislacionismo anterior a la Segunda Guerra Mundial o simplemente un imperialismo mercantilista fanfarrón.

Pero fíjate en lo que la administración está haciendo realmente, no solo en lo que dice, y verás que la política exterior belicista que quizá esperabas del presidente Rubio está claramente presente en las políticas del segundo mandato de Trump.

Es cierto que sigue existiendo una búsqueda continua de la paz con Rusia, pero casi un año después de que Trump prometiera un acuerdo inmediato, la guerra continúa con el apoyo militar estadounidense. Hay más distancia entre Estados Unidos e Israel de la que favorecería el neoconservadurismo clásico, pero Trump llevó a cabo la acción militar que tanto deseaban los halcones de Oriente Medio. Y aunque las justificaciones para intentar un cambio de régimen en Venezuela han ido dando vueltas —¡las drogas! ¡el petróleo! ¡el corolario de Trump a la Doctrina Monroe!—, está claro que estamos inmersos en el tipo de acción anticomunista anticuada que cabría esperar con un hijo de Miami como secretario de Estado.

Al ejercer esta influencia aparente, Rubio ha evitado de alguna manera convertirse en una fijación de los medios de comunicación o en un actor importante en el psicodrama que se está desarrollando en la derecha. Ha acumulado poder formal (añadiendo la cartera de asesor de seguridad nacional en una consolidación al estilo Kissinger) sin acumular muchos enemigos declarados. Le ayuda el hecho de haber subordinado oficialmente sus ambiciones políticas, prometiendo apoyar a JD Vance si se presenta en 2028. Pero la falta de intenciones presidenciales formales no ha impedido que todos, desde Pete Hegseth hasta Susie Wiles, se conviertan en pararrayos temporales. Sin embargo, Rubio sigue siendo poderoso y relativamente distante, no a prueba de balas, pero al menos con un poco de teflón.

Esto lo convierte en la figura más interesante de la administración en este momento. Un tema recurrente en la crítica a los políticos republicanos de la era Trump es que, al acomodarse y hacer concesiones morales, al final solo obtienen humillación. Rubio ciertamente ha tenido que comprometer sus principios. Es difícil imaginar que le haya gustado lo que Elon Musk hizo con la ayuda exterior o que disfrute del estilo amoral con el que se espera que los funcionarios de la Casa Blanca hablen de los asuntos mundiales. Pero también está muy claro lo que ha ganado al trabajar dentro de los contornos del trumpismo: el poder de dar forma a la política exterior de manera acorde con sus creencias pretrumpianas.

Si ese poder merece la pena a cambio de las concesiones es una cuestión; si está ejerciendo el poder de forma sensata o adecuada es otra. Yo era escéptico con respecto a la visión de Rubio sobre la política exterior en 2016, y sigo siendo escéptico con respecto al intervencionismo armado. Dicho esto, el enfoque actual de la administración en Ucrania —negociar intensamente y trasladar la carga a Europa, al tiempo que se reconoce que Putin puede no querer un acuerdo— ha equilibrado el belicismo y el pacifismo de una manera razonable. Y el bombardeo del programa nuclear de Irán no ha producido ninguna de las temidas repercusiones ni nos ha arrastrado a una guerra para cambiar el régimen.

Venezuela es la prueba más importante en este momento, el lugar donde los intereses de Rubio están más en juego y donde los argumentos de la administración a favor de una guerra justa son más débiles. El régimen de Nicolás Maduro es deplorable, y lograr que caiga pacíficamente, bajo presión económica y la amenaza de la guerra, sería un triunfo para la administración Trump, aunque las justificaciones sean dudosas. Pero es tan fácil imaginar un escenario en el que acabemos haciendo alarde de nuestro poderío militar y volando por los aires barcos sospechosos de transportar drogas para nada, o bien actuando de forma precipitada y creando una Libia en América Latina, como imaginar una restauración pacífica de la democracia.

Pero es la naturaleza del poder que su posesión pone a prueba tus ambiciones. Y el mero hecho de que estemos probando una estrategia de cambio de régimen en América Latina es una prueba contundente de que lo que nunca se materializó en la campaña de 2016 —el momento Marco Rubio— podría haber llegado finalmente.

© The New York Times 2025.