En Venezuela, la represión no tiene ideología. La tiranía de Nicolás Maduro persigue, secuestra, tortura y desaparece a cualquiera que alce la voz: de derecha, de izquierda o sin etiqueta política alguna. Lo hemos visto una y otra vez: sindicalistas, estudiantes, periodistas, defensores de derechos humanos, líderes comunitarios y políticos de todos los espectros.
Desde las elecciones robadas del 28 de julio de 2024, el país entró en una fase aún más brutal de represión. El régimen respondió a la voluntad popular con un pacto de sangre contra la ciudadanía: centenares de opositores fueron secuestrados, casi mil permanecen como presos políticos y más de un centenar de ellos son mujeres. Cuatro son menores de edad. Muchos han pasado semanas sin contacto alguno, sometidos a desapariciones forzadas, torturas y aislamiento en centros como El Helicoide, Fuerte Tiuna o calabozos clandestinos. Las imágenes de madres llorando frente a tribunales y cuarteles, pidiendo noticias de sus hijos, recuerdan a las escenas más oscuras de la dictadura argentina.
El caso de Martha Lía Grajales lo confirma. Colombiana de nacimiento, venezolana por naturalización, proveniente del chavismo de base, fue secuestrada el 8 de agosto tras participar en una protesta pacífica frente a la ONU en Caracas. Pasó más de 72 horas en desaparición forzada hasta que el propio Ministerio Público —instrumento de la dictadura— admitió su “detención” y le imputó delitos tan absurdos como graves: asociación para delinquir, incitación al odio y conspiración con gobierno extranjero. En otras palabras: criminalizar la protesta, como dicta el manual de cualquier Estado represor.
Su excarcelación —que no liberación— fue el resultado de la presión internacional y de la organización interna. Y aunque el régimen intentó dar un mensaje de fuerza, lo que quedó claro es que en Venezuela, el deseo de libertad es transversal y mayoritario. No en vano, mientras Martha salía, otra activista, Rusbelia Astudillo, era secuestrada por exigir trato digno para pensionados, jubilados y presos políticos.
Los informes más recientes de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch documentan lo que venimos denunciando desde hace años: crímenes de lesa humanidad sistemáticos. Torturas con electricidad y asfixia, golpizas, violencia sexual, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales. Todo ello bajo una lógica de persecución política que no distingue credos, ideologías ni banderas.
Hoy, incluso organizaciones y líderes de izquierda en la región —como las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo— han alzado la voz contra la barbarie chavista. Y es aquí donde debemos ser claros: a estas alturas, cuando la evidencia es abrumadora y las propias víctimas provienen de todos los espectros políticos, apoyar o justificar a esta dictadura ya no es un acto de “solidaridad ideológica”, sino un cálculo económico.
El silencio cómplice, la negación de lo evidente o el respaldo activo a un régimen que encarcela, tortura, desaparece y asesina, no pueden entenderse hoy sino como el resultado de negocios, privilegios o intereses que pesan más que la vida y la dignidad humanas. Quienes siguen protegiendo a Nicolás Maduro, dentro o fuera de América Latina, no lo hacen en defensa de una idea política: lo hacen a costa de las víctimas.
Defender los derechos humanos significa defenderlos siempre, sin importar quién los viole ni contra quién se cometa la injusticia. Significa exigir libertad para los casi mil presos políticos en Venezuela, denunciar los secuestros y desapariciones forzadas, acompañar a las familias que buscan a sus seres queridos y apoyar a quienes, desde adentro y afuera del país, trabajan para que esta tragedia termine.
La libertad de Venezuela no es solo una causa venezolana. Es un deber de toda la comunidad internacional, porque un Estado-mafia que exporta crimen organizado, migración forzada y violencia es una amenaza para toda la región. Callar es ser parte del problema. Y ser parte del problema, en este caso, es ser cómplice de una de las peores tiranías de nuestro tiempo.
* Elisa Trotta es la Secretaria General Foro Argentino para la Defensa de la Democracia (FADD) y miembro fundadora del Foro Argentino contra el Antisemitismo (FACA).