Se trata de una serie de ensayos que examina los sentimientos colectivos

Una serie de ensayos reunidos en Argentina (Re)Sentida examina los sentimientos colectivos y las representaciones sociales que permitieron el rápido avance de la ultraderecha en la Argentina.

Coordinado por Cristian Alarcón y con la participación de Paula Sibilia, Luis Ignacio García, Moira Pérez, Micaela Cuesta, Rossana Reguillo, Hernán Borisonik, Sebastián Carassai, Mariana Luzzi y María Soledad Sánchez, el libro aborda el fenómeno desde la filosofía, la sociología, la ciencia política, la historia y el psicoanálisis.

El análisis identifica cómo la frustración, el resentimiento, la indignación y el odio han crecido en un contexto donde el Estado de Bienestar se percibe como inalcanzable y la autorrealización resulta esquiva. En este escenario, las emociones negativas se intensifican y son aprovechadas políticamente, mientras el individualismo reemplaza al interés colectivo y el vínculo entre trabajo y futuro se debilita hasta romperse.

Lejos de interpretaciones simplistas o juicios sobre el voto, los autores proponen un diagnóstico que también abre la posibilidad de imaginar alternativas. El libro evita los análisis polarizados y busca, en medio de la incertidumbre actual, destellos de lo que vendrá.

Infobe Cultura publica el prólogo de la obra escrito por Alarcón:

La niebla y el porvenir

Durante un tiempo en que viví en un refugio de montaña, cada mañana despertaba cuando aún era de noche en el invierno austral y, parado frente a la ventana de mi cabaña de madera, solo veía niebla. Sabía que a un lado y al otro de esa nube echada en el paisaje había un bosque milenario. Sabía que bajo esa estepa de agua condensada solían pastar once vacas y que en el fondo del paisaje oculto se erguía la cordillera, como un límite y como una promesa. Pero la incertidumbre sobre lo que sería alumbrado por el rayo del sol igual persistía. El misterio de cada mañana me impulsaba a sentarme ante la máquina y escribir.

La luz del sol, si el sol se dignaba, lograba con cierta rapidez hacer desaparecer la neblina. Y a medida que la deshacía, se podía confirmar la existencia de un mundo allí atrás. El mismo mundo, aparentemente. Lo más interesante era ver qué atisbaba uno de ese mundo perdido tras la cortina de incertidumbre antes de que la niebla se desvaneciera por completo. Buscar con paciencia la forma, el sentido de la luz en el horizonte —la existencia imaginada del bosque, los animales, las montañas lejanas— me hacía sentir la certeza de que estaba allí.

Durante un tiempo usé este recuerdo, converti­do en una metáfora básica pero muy concreta, para conversar sobre el futuro con los estudiantes, en la universidad. Vuelve ahora al escribir sobre por qué este libro, por qué estos textos, qué intentamos atisbar en un tiempo que se siente como la niebla que precipitó la noche: el ascenso al gobierno de un proyecto de ultraderecha, hace apenas dos años, en diciembre de 2023.

Argentina (re)sentida no solo indaga en el hori­zonte de las afectividades y las subjetividades po­líticas en esta era de liderazgos ultra y explotación deliberada de las emociones, sino que también en­saya un gesto de relectura. Vuelve sobre lo vivido —el malestar, la rabia, la ilusión, la tristeza— no para clausurarlo, sino para re-sentirlo. Para per­mitir que ese sentir, cruzado por otros lenguajes y otros prismas de análisis, hable en un nuevo registro. Intenta atisbar un mundo que sabemos allí afuera, al que tenemos que mirar con pacien­cia persistente para lograr despejar, aunque sea un poco, la bruma de la época.

No es lo mismo hablar de afectos que de emo­ciones. Esa distinción, que puede parecer técnica o filosófica, tiene consecuencias políticas concre­tas. Los afectos, como propone entenderlos Brian Massumi, son intensidades que atraviesan el cuer­po antes de que puedan ser codificadas por el len­guaje. Son fuerzas preindividuales, precognitivas, que no están aún atrapadas en la gramática del yo. Corresponden a eso intuitivo, prepersonal, que podrían ser los instintos básicos biológicos, una especie de carga genética que nos lleva a reaccionar de tal o cual modo ante ciertas situaciones, perso­nas, detalles. Las emociones, en cambio, son ya in­terpretaciones, formas sedimentadas del sentir, or­ganizadas por el lenguaje, los rituales, las normas. Son, como diría Sara Ahmed, tecnologías sociales que distribuyen lo sensible: quién puede enojarse, quién puede tener miedo, quién aborrece a qué, qué cuerpos generan empatía y cuáles rechazo.

En esa operación se construyen regímenes emo­cionales: configuraciones históricas de lo que es esperable sentir, de cómo debe circular el afecto en una sociedad. Ahmed señala que las emociones no son privadas ni interiores: se pegan a los cuerpos, se contagian, organizan el mundo. Una política de la emoción no actúa solo sobre las conciencias, sino sobre las reacciones, los reflejos, las memorias corporales. Es por eso que lo que François Dubet llama pasiones tristes —resentimiento, hartazgo, desconfianza— no son simples síntomas del ma­lestar social, sino estructuras emocionales que el sistema necesita para funcionar. Emociones que nos sujetan, que nos atan a lo que detestamos, que nos vuelven cómplices de lo que nos daña.

Laurent Berlant retoma esta idea desde otra perspectiva y propone el concepto de “optimismo cruel”: vínculos afectivos con objetos o promesas que ya no funcionan, pero a los que seguimos afe­rrados porque nos ofrecen un sentido de conti­nuidad. La familia, el trabajo, la nación, el futuro .Incluso la esperanza. En ese marco, el afecto no es solo lo que sentimos, sino también lo que nos mantiene ligados a formas de vida agotadas.

Vivimos entre la exaltación del yo y su agota­miento. En un tiempo que aplaude la singularidad mientras impone métricas, que vende autonomía mientras nos obliga a volver algorítmica la emo­ción. Las subjetividades que habitan este presente no están simplemente agotadas: están atrapadas en una coreografía de rendimientos, precarieda­des maquilladas de libertad y pasiones que deben parecer gestionadas, jamás desbordadas. Nadie se muestra frágil. Nadie está fuera de control, excep­to que lo esté registrando para su transmisión en vivo. Nadie fracasa a menos que pueda convertir el fracaso en contenido exitoso. Las emociones se ordenan como una paleta de productividad: en­tusiasmo, resiliencia —otra palabra que llegó a su límite de sentido—, mindfulness. Hasta la tristeza se vuelve storytelling si es rentable.

No hace falta volver al monasterio para enten­der cómo se domestican los afectos. El capitalis­mo contemporáneo ha desplazado la culpa reli­giosa hacia la autoexplotación emocional. Ya no hay cielo que alcanzar, pero sí versiones de uno mismo que deben mejorar constantemente. En “¡Vos podés!: economía de la insatisfacción per­manente”, Paula Sibilia describe este deslizamiento como una mutación del ideal puritano: del sacri­ficio silencioso al espectáculo del bienestar. Una moralidad hipócrita ha sido reemplazada por una sinceridad obligatoria. Decir “estoy cansado” no es un acto de vulnerabilidad, sino una consigna que debe traducirse en acción, en reinvención, en un compromiso de mejora constante.

Pero este régimen emocional no opera solo so­bre los cuerpos individuales. Como señala Moira Pérez en “Afectos punitivos”, hay una gramática afectiva que organiza la legitimidad de lo que se puede sentir. Una política del mérito que autoriza ciertos sentimientos a unos y los niega a otros. En esa distribución desigual, el afecto se vuelve también dispositivo de poder. Los que transgre­den no deben ser comprendidos. La empatía está vigilada.El castigo, legitimado. El que las hace las paga, y los que las pagan no tienen derecho a odiar (solo a ser odiados).La emocionalidad, administrada por un régimen moral que se dis­fraza de sentido común.

Mariana Luzzi y María Soledad Sánchez obser­van con precisión en “¿Todos quieren ser millo­narios?” cómo ciertas palabras clave del presente —autonomía, libertad, flexibilidad— se han con­vertido en máscaras elegantes de una precariedad estructural. Es una sensibilidad que transforma la falta en virtud: se celebra la independencia mien­tras se sufre la soledad, se elogia la autogestión mientras se fracasa sin red, se naturaliza la incer­tidumbre mientras se improvisa la existencia con aplicaciones de reparto, billeteras virtuales y cuentas en redes sociales. La plataformización del tra­bajo encarna esa sensibilidad: “ser tu propio jefe” como forma de evitar nombrar al nuevo patrón algorítmico. El abandono por repulsión de un for­dismo ya imposible. Libertad para elegir horarios, sí, pero también para no tener descanso, para tra­bajar sin contrato, sin seguro, sin cesar. En este contexto, el lenguaje financiero se vuelve lenguaje emocional. Las apps enseñan a invertir mientras prometen calma. El algoritmo sugiere: diversificá tu CV, tu universo, tus pasiones, tus vínculos, tus deseos. El horizonte de sentido ya no es la comu­nidad, sino la subsistencia personalizada.

En el texto que cierra esta compilación, Micaela Cuesta completa la disección de la subjetividad de estos tiempos con un bisturí afilado por Max Weber: este nuevo espíritu del capitalismo digital recicla el moralismo protestante, ya no con la figu­ra de Dios, sino con la de la autodeterminación. Si no prosperás, es porque no elegiste bien .Si sufrís, es porque no supiste gestionar tu tiempo.

El autor de “(No) hay alternativa”, Luis Ignacio García, nombra este clima como “agobio cínico”. Una saturación afectiva que paraliza, una sobre­carga de estímulos contradictorios que no permi­te elaborar ni transformar. El cinismo, entonces, no es solo defensa: es sistema. Como ha mostra­­do Alejandro Grimson en Paisajes emocionales de las ultraderechas masivas, la sensibilidad política contemporánea no puede entenderse sin los des­plazamientos del sentir colectivo. Antes que los discursos, son las emociones las que anticipan los giros del poder, moldeando la gramática íntima de lo político. Lo que García describe es más que una coyuntura política: es un clima afectivo que se ha vuelto paisaje. Un encierro en la hiperestimulación que convierte el futuro en amenaza, el presente en aceleración y el afecto en residuo de mercado. Una civilización que corre sin moverse y que exige son­reír mientras arde.Un neoliberalismo zombi, sin proyecto y sin alma, que sigue administrando el tiempo, los cuerpos y el lenguaje como si la falta de horizonte fuera su programa. Mark Fisher —tan revisitado en estos tiempos— lo habría leído como el triunfo de lo que llamó “impotencia reflexiva”: ya no imaginamos otra cosa. Bifo Berardi añadiría que tampoco la deseamos, que hay un “colapso del deseo”. Berlant diría que seguimos aferrados a lo que nos daña porque nos enseñaron a no esperar nada mejor. En ese territorio, la furia existe, pero se dispersa. La rebeldía se desarma en estallidos que no se organizan. La resignación no inmoviliza del todo: habilita una sobrevida irónica, agotada, que se representa a sí misma como si fuera resistencia. Lo siniestro —como advierte García— es que esta “so­lución de compromiso” entre esperanza rota, odio útil y deseo colapsado es exactamente el combustible que la ultraderecha supo convertir en poder electoral. Lo más inquietante no es el daño, sino el afecto que lo sostiene. Y en ese espejo roto asoma la pregunta que García deja encendida: ¿cómo se sale del círculo de rebeldía y resignación en el que nos han paralizado las nuevas derechas? Tal vez no sea cuestión de in­ventar una nueva épica, sino de volver a una pregunta que olvidamos: ¿qué queremos desear ahora?

Javier Milei no gobierna con verdades: gobierna con ficciones. Lo que sus seguidores abrazan no es solo un programa: es un régimen afectivo. Sebastián Carassai lo señala con precisión en “La lengua li­bertaria, eco de una nueva sensibilidad política”: el mileísmo es el punto de encuentro entre dos senti­mientos opuestos —nada puede cambiar, nada pue­de seguir igual— y esa tensión genera una “solución de compromiso enloquecedora”. La ultraderecha ha logrado apropiarse de ese desgarramiento afectivo, construyendo una promesa emocional allí donde otros solo ofrecían datos, razones, estadísticas o tec­nocracia; o lo que es peor: una narrativa, como si la sola existencia de relato garantizara la transforma­ción antes que consolidarla y volverla conservado­ra. Milei no gobierna desde la razón ilustrada, sino desde una sensibilidad contradictoria que, aunque a veces resulte inaceptable según las coordenadas de “nuestro mundo”, es necesario comprender en su fuerza esencial: la de una ilusión que adquiere una materialidad política imposible de ridiculizar sin consecuencias. Aquí, una de las trampas: si el progresismo desprecia la ilusión de los otros, si se regodea en desenmascarar el hechizo ajeno sin aten­der al propio desencanto, pierde. No alcanza con refutar .No basta con denunciar el error o el engaño .Hay que imaginar una nueva ilusión colectiva. Pero también eso se ha vuelto problemático. ¿Puede la imaginación transformarse en un imperativo políti­co? ¿Podemos exigirnos imaginar cuando el presen­te nos agota, nos seca, nos vuelve irónicos, cínicos, expertos en sobrevivir sin esperanza? ¿Puede ser la imaginación un deber? ¿No traiciona el imperativo la propia lógica de su posible existencia quitándole todo misterio al acto de crear?

Hernán Borisonik lo sugiere con lucidez en “Contra la desimaginación: hacia una erótica del fu­turo”: la política contemporánea no fracasa por falta de argumentos, sino por falta de erotismo del porve­nir. Observa que el porvenir no ha sido abolido, sino modulado por las lógicas del algoritmo. Ya no se trata de una promesa común, ni de un relato compartido. Lo que aparece es una proliferación de microfuturos: breves, predecibles, adaptados al comportamiento de cada quien. No hay proyecto, hay predicción. Ya no se trata de desear lo imposible, sino de optimizar la expectativa. Como advertía Fisher: la cancelación del futuro no llega con su desaparición, sino con su nor­malización. El drama ya no es la ausencia de un hori­zonte, sino su estandarización: un menú de caminos repetidos, todos disponibles, todos iguales. Lo más trágico no es que no podamos cambiar el mundo: es que dejamos de necesitar cambiarlo. La política se torna administración de estímulos. Y la tristeza se convierte en un tono de fondo: ni duelo ni revuelta, apenas un murmullo que acompaña el rendimiento.

Entonces, ya no se trata solo de tener razón. Se trata de conmover, de producir un temblor, de invi­tar a una escena sensible del futuro. Se trata, quizás, de producir eso que es difícil de definir pero existe: el tremor interno e involuntario en un lugar escon­dido del cuerpo. El progresismo que no erotiza el mañana está condenado a quedarse en la queja.

Crear regímenes de ilusión alternativos no im­plica mentir, sino producir afectos nuevos para habitar lo que vendrá. Y eso exige arte, lenguaje, cuerpos, sensibilidad. Una gramática nueva de lo verosímil como invención política. Esto no implica posicionarse en la cómoda y refractaria vereda de los que desprecian el progresismo per se, seguros de que el tono de época los aplaude porque la vara de la crítica esta baja; como todo, en nuestra flaca conversación política se lo denigra en pos de un supuesto neoprogresimo. Este, otra vez iluminado, vendría a ser uno con el dedo en alto, cual dicroi­ca dirigida en un cuarto blanco. Aquí, además de ofrecer un diagnóstico, una lectura de este tiempo, buscamos otras formas de iluminar el provenir.

Antes de que el presente se volviera domestica­ción del futuro, hubo un momento de oscuridad en el que aprender a ver fue también aprender a esperar. Rossana Reguillo lo recuerda y propone aprender a “atravesar la noche a la luz de una luciérnaga”. In­sistir con la propia presencia cuando la niebla es es­pesa, persistir como cuerpo visible cuando el sistema produce distracción, cinismo o desvío. Esa imagen —aunque algunos puedan leerla como optimismo desembozado— guarda aún hoy una potencia: ilu­minar no como acto espectacular, sino como forma de interrumpir la normalidad opaca. Una conver­sación que enciende .Una mirada que corta el flujo. Un gesto menor que rompe la administración de los afectos. Quizás haya algo en esa insistencia corporal, en ese estar aunque no se vea, que explique también la vibración secreta de este libro.

Porque si el afecto puede ser captura, también pue­de ser fuga. Las filosofías del proceso —como la de Deleuze— nos ofrecen esa vía del pensamiento. El afecto, antes que estado, es variación. Movimiento. Umbral. Acontecimiento. Lo que ocurre entre los cuerpos antes de que sepamos qué es. Esa visión nos libera de la trampa del yo como centro y del lenguaje como cárcel. Nos permite pensar el afecto como potencia, como lo que todavía no ha sido fijado por el orden. De pronto, si profundizamos hacia lo filosófico se produce una grieta interesante en la trampa a la que estamos sometidos, una fuga que este libro intenta mirar.

Una afectividad crítica, como la que propone­mos aquí debe ser capaz de abrir grietas, de en­sayar otros modos de estar afectados. Argentina (re)sentida trabaja como una suerte de pedagogía sensible: no pretende enseñar desde la certeza, sino desde el temblor compartido. Una invitación a re-sentir sin repetir. A volver a mirar con otros ojos, a desobedecer la gramática emocional here­dada sin negar lo vivido. Se trata, en ese sentido, de ensayar otros modos de estar afectados. No para abolir la tristeza o el dolor, sino para alojarlos sin repetir la captura. Para habitar lo que vibra antes de volverse mandato. Ese intersticio, ese antes mi­cro celular, existe.

Una forma que proponemos aquí de mirar el futuro dialoga con la propuesta de Rossi Braidotti: abandonar esa concepción del sujeto individuali­zado y restaurar una ética de la interdependencia: cuerpos en relación, afectos compartidos, preca­riedades reconocidas. No se trata de volver al tra­bajo protegido ni de romantizar el caos, sino de construir formas de vida que no se definan por la marca personal sí por el lazo que resiste a ser monetizado.

Los objetivos de vida —tener una casa, irse de vacaciones, no morir de hambre— no han desa­parecido. Pero los caminos que se prometen para alcanzarlos se han vuelto tan delirantes como crueles. Lo que este libro propone es desmontar la trampa: analizar el presente con sus contradic­ciones, con sus zonas grises, con el deseo todavía latente de vivir sin que el algoritmo dicte el ritmo ni la moral nos imponga la culpa. De los diagnós­ticos implacables a lo posible más allá del fracaso, sería su point.

Sobre el final, Micaela Cuesta propone, en este clima de extenuación administrada, “La felicidad a pesar de todo”. Una figura que proviene más de la filosofía que de la sociología, su metier, pero una fi­gura radical: la felicidad como interrupción. No un objetivo a alcanzar. No un estado permanente, mu­cho menos una promesa de mercado. Una felici­dad que aparece como desvío, como ráfaga, como síntoma de que algo —por breve que sea— se salió del guion. Esa felicidad sin indicador ni moral de rendimiento vibra como el reverso de la lógica del sacrificio que organiza nuestras vidas. No se pro­duce, no se gestiona: ocurre. Y cuando ocurre, in­terrumpe lo fatal del adormecimiento generalizado.

El neoliberalismo sacrificial organiza las emo­ciones de un modo que justifica la desigualdad o impone un cinismo resignado. También administra el tiempo. Borra el futuro como horizonte com­partido y lo reemplaza por ciclos de ansiedad, de rendimiento, de urgencia sin relato. Pero mientras haya experiencias de felicidad —aunque no duren, aunque no rindan, aunque no se vendan— habrá pulsión utópica. No se trata de prometer un ma­ñana, sino de sentir que aún podría haber uno. Esa sospecha, esa fragilidad deseante, esa mínima experiencia de plenitud no administrada, puede ser el inicio de otra temporalidad. No una épica, sino una grieta. No un sistema, sino un instante. Y a veces, con eso alcanza.

Tal vez esa sea la forma más honesta de persistir: no negar la bruma. No hacer de ella una metáfora del vacío, sino del umbral. Porque en esa niebla que se posa sobre lo visible —como una promesa sin garantías, como una presencia aún sin forma— late todavía el futuro. Un futuro que no se alumbra con certezas ni programas, sino con sensibilidad compartida, con imaginación persistente, con afec­tos que no se resignan a ser gestionados.

La niebla no niega la existencia de un mundo. Solo la posterga. Exige tiempo. Exige compañía .Exige una mirada capaz de sostener la espera sin cinismo, sin anestesia. Este libro no despeja el ho­rizonte, pero señala que debe haber alguno. Lo apunta con palabras, con preguntas. Lo ilumina a la manera de las luciérnagas: por instantes, con delicadeza, sin espectáculo. Y en esa intermitencia quizá se aloje la promesa de lo que aún no sabemos decir, pero ya empezamos a sentir juntos. Eso hace Argentina (re)sentida: no despeja la niebla, pero la habita .La re-significa. La atraviesa con ideas que vibran en medio de la opacidad. No para disiparla del todo, sino para encontrar ahí —en su espesu­ra— una forma posible de futuro junto a otros.