En el último trimestre, la imagen positiva de Estados Unidos en Venezuela alcanzó el 72%, la más alta de toda América Latina

Venezuela es uno de esos países que el mundo explica con una facilidad sospechosa. Desde lejos, claro. Desde escritorios prolijos, con buena conexión a internet, café caliente y teorías que funcionan de maravilla siempre que no haya que vivir ahí. Se habla de sanciones, de petróleo, de geopolítica, de equilibrios regionales. Se discute qué debería hacer Estados Unidos, qué no debería hacer, qué conviene decir y qué conviene callar. Se opina mucho. Se escucha poco.

El problema se vuelve todavía más evidente cuando aparece el nombre de Donald Trump. En una época de polarización crónica, Trump dejó de ser un objeto de análisis para convertirse en un reflejo identitario: alcanza con que algo lo haga él para saber automáticamente qué pensar al respecto. No importa el contexto, no importa el caso, no importa el dato. Oponerse o apoyar se volvió más importante que entender. El análisis, en muchos casos, quedó reducido a una reacción.

Ese reflejo automático explica buena parte de los errores con los que se lee hoy el conflicto venezolano. Porque mientras el debate internacional se ordena en función de simpatías o rechazos personales, los venezolanos siguen sin ser consultados. No como metáfora del sufrimiento, no como causa noble, sino como sujetos políticos concretos que llevan años viviendo dentro de un experimento fallido que el mundo insiste en teorizar.

Conviene entonces una aclaración temprana. Lo que sigue no surge de afinidades ideológicas ni de intuiciones personales. Se apoya en dos fuentes que usamos de manera permanente: el análisis de más de 450 millones de datos que surgen de conversaciones digitales relevadas en Facebook, Instagram, YouTube y X, y cientos de entrevistas en profundidad realizadas a venezolanos de a pie. Gente común, sin micrófono, sin partido, sin épica. Una metodología poco glamorosa y muy efectiva que utilizamos en Methodo: escuchar todos los días a quienes viven con miedo, censura y cansancio acumulado.

Cuando se cruzan ambos planos —el dato masivo y la voz individual— el mapa que aparece resulta incómodo para casi todos. Porque no confirma los relatos más repetidos. Porque no encaja del todo en los marcos ideológicos disponibles. Porque dice algo que no queda bien decir: Venezuela no se siente amenazada desde afuera, se siente secuestrada desde adentro.

El 91% de los venezolanos tiene una imagen negativa de Nicolás Maduro (REUTERS/Leonardo Fernandez Viloria)

No es una metáfora. Es una experiencia cotidiana. “Todo es temor, todo es un riesgo. Aquí no hacen falta cárceles, somos prisioneros en nuestro propio país”, dice Carmen desde Caracas. Otro entrevistado lo resume sin vueltas: “En Venezuela la delincuencia es política de Estado”. Y Alicia, desde Miranda, agrega una línea que no entra en ningún paper: “Vivimos una degradación continua que nunca encuentra piso”.

Los datos confirman ese clima. El 91 % de los venezolanos tiene una imagen negativa de Nicolás Maduro, y la forma en que lo nombran no deja demasiado margen para el debate académico: dictador, narcotraficante, terrorista. El 9 % restante, probablemente está ocupado resolviendo cómo sobrevivir.

No hay polarización. No hay grieta ideológica. Hay consenso. Y ese consenso se extiende incluso al plano electoral, ese terreno que afuera todavía se discute con prudencia diplomática. El 92 % de los venezolanos están convencidos que quien ganó las últimas elecciones fue Edmundo González, no Maduro. Para la sociedad venezolana, el régimen no solo gobierna mal: gobierna sin mandato. Esa discusión ya está saldada desde hace tiempo.

Desde esa experiencia concreta también se desarma otro de los grandes lugares comunes del análisis internacional: el del petróleo como causa central del conflicto. Durante años se nos explicó que todo giraba alrededor del petróleo venezolano, como si un país pudiera reducirse a un barril. Los venezolanos hablan de cosas más simples y brutales: no poder pagar combustible, hacer filas interminables en las estaciones de servicio para llenar el tanque, convivir a diario con la escasez crónica de combustibles en un país sentado sobre una de las mayores reservas petroleras del mundo. “Los ingresos no alcanzan ni para comer; en Venezuela solo subsisten los enchufados”, dice Mario desde Carabobo haciendo alusión a quienes viven gracias a sus vínculos con el régimen.

Ese contraste es especialmente cruel para una sociedad que recuerda épocas de bonanza, cuando el petróleo convivía sin conflicto con el mundo occidental, cuando cargar combustible no era una odisea y cuando comerciar, estudiar o viajar no implicaba una toma de posición ideológica. El problema no es el recurso. El problema es quién lo administra y para qué.

En ese relato cotidiano, China, Rusia, Irán y Cuba no aparecen como aliados solidarios ni como sofisticados jugadores geopolíticos. Aparecen como socios extractivos. Como acreedores. Como presencias que no trajeron prosperidad ni orden, sino más dependencia, más deuda y menos soberanía. Desde esa vivencia concreta, la idea de que Estados Unidos “quiere el petróleo venezolano” no suena indignante. Suena ingenua.

Es recién desde ahí que se entiende la relación particular que los venezolanos mantienen con Estados Unidos. No como consigna ideológica ni como refugio tardío, sino como vínculo histórico. Mucho antes de que todo se volviera anormal, Venezuela ya miraba a Estados Unidos. El Estado financiaba becas universitarias. El béisbol, no el fútbol, se consolidó como deporte nacional. En la radio sonaban canciones en inglés sin necesidad de traducción. Una hamburguesa convivía sin conflicto con la arepa. “EE.UU. históricamente fue un aliado nuestro. Nos criamos viajando a su país, hablando su idioma, mirando sus películas y escuchando su música”, recuerda Isabel, desde Zulia.

Ese vínculo no solo persiste: se intensificó. En el último trimestre, la imagen positiva de Estados Unidos en Venezuela alcanzó el 72 %, la más alta de toda América Latina, incluso por encima de Chile, un país históricamente alineado con los intereses estadounidenses. El dato incomoda porque aparece donde muchos analistas esperarían rechazo, pero no ocurre.

Dentro de ese marco, la figura de Trump adquiere una centralidad que descoloca al análisis internacional. En la conversación vinculada a Venezuela concentra 76 millones de menciones, con una valoración favorable del 61 %, por encima de cualquier otro presidente estadounidense de los últimos veinticinco años. Más de la mitad de esa conversación ocurre en español, lo que confirma que no se trata de una narrativa importada desde Estados Unidos, sino procesada desde la experiencia venezolana. “De todos los presidentes americanos, es a este señor al único que le interesó el pueblo venezolano”, dice Jonathan, desde Caracas.

“Trump representa la esperanza para nosotros. Quizás no es exactamente como me gustaría que fuera, pero es el único que puede ayudar a liberar al país de este régimen maligno. Y si eso sucede, para nosotros será un héroe nacional”, agrega Mario, desde Carabobo.

Los venezolanos ven a Trump como una esperanza

Ese mismo criterio de frialdad se aplica a la oposición interna. María Corina Machado no emerge solo como símbolo emocional, sino como el liderazgo con mayor credibilidad empírica del país. Su imagen positiva alcanza el 79 %, un nivel excepcional incluso en comparación regional. Para dimensionarlo: esa cifra se ubica en torno a 15 puntos porcentuales por encima de la imagen positiva de Claudia Sheinbaum, habitualmente señalada como la mandataria con mejor imagen de América Latina.

La diferencia no es menor. En política latinoamericana, quince puntos no separan opiniones: separan climas sociales. Ninguno de los principales líderes de la región —ni Luiz Inácio “Lula” da Silva, ni Javier Milei, ni Gustavo Petro, ni siquiera el recientemente electo José Antonio Kast— tiene en sus respectivos países niveles de aprobación cercanos a estos.

El Premio Nobel de la Paz operó, además, como un punto de inflexión emocional. No tanto por el galardón en sí —el mundo reparte premios con cierta facilidad— sino por lo que significó puertas adentro. “El Nobel a María Corina me hizo recuperar el orgullo de ser venezolana”, dice María, desde Miranda. “Es la única persona en este país que no tiene precio y se atrevió a enfrentar a este régimen brutal”, agrega otra entrevistada, sin levantar la voz.

La sociedad venezolana quiere salir del régimen, pero no a cualquier precio. Observa, evalúa, espera señales reales. No grita todo el tiempo. Aprendió a desconfiar incluso hasta de sus propios sentimientos.

Ignorar todo esto no es solo un error analítico. Es una forma cómoda de no hacerse cargo. Porque cada lectura que reduce Venezuela a un capítulo más de la polarización global, cada análisis que se define a favor o en contra de Trump sin mirar a los venezolanos, cada consigna que reemplaza a los datos corre el foco del único lugar donde debería estar.

El problema de Venezuela no es lo que el mundo opina sobre ella. Es que el mundo muchas veces prefiere no escucharla pedir auxilio.

*El autor es politólogo, y fundador y CEO de Methodo