A veces ocurre que, en ciertos días de invierno, la bruma matinal hace de las suyas, encapsula las flores de la chilca de olor (o doctorcito, o mariposera) y logra el gran sortilegio: las plantas parecen nevadas.

Así lo cuenta Cecilia Perkins, y los ojos le brillan de tal manera que me parece que lo estoy viendo: el silencio del amanecer en el campo bonaerense, la luz de los días de frío, el calor de las mantas y, a través de la ventana de la habitación, los cristalitos de una nieve que se sabe imposible, pero que ahí está, brillando sobre los matorrales de chilca y abrazando los momentos previos al mate, el sacudirse la modorra, la certeza de que en un rincón de Zapiola, partido de Lobos, se encontró el paraíso.

Precisamente El Paraíso se llama la casa donde Cecilia y su esposo, Juan Pablo Correa, se establecieron desde hace unos años. Ambos muy lectores, ambos muy sociables y los dos lanzados a un proyecto que, incluso a urbanitas cerradas como quien esto escribe, hace pensar que no estaría tan mal dejar de lado tanto ruido y tanto cemento y hacerse amiga de las texturas de la tierra.

Bien lo saben cineastas como Andrés Di Tella o Mariano Llinás: la pampa no captura la mirada por su exuberancia, sino por todo lo contrario. Nuestra llanura es discreta. En esa sobriedad reside su hechizo: las tenues diferencias en la paleta de colores, el punteo de ciertos sonidos, la amplitud que excede pero no abruma, el degradé de la luz en los distintos momentos del día.

Pensé en Mixtape La Pampa y en Popular tradición de esta tierra hace unos días, cuando Juan Pablo y Cecilia abrieron las puertas de El Paraíso para anunciar que, desde este mes, además de hogar su lugar en el mundo será un singular espacio cultural, con eventuales talleres de confección de ramos, presentaciones, muestras, lecturas, y también sede de Mastronardi, una librería de viejo que ya tenía sede digital (@ libreria.mastronardi) pero que ahora además tendrá sus tesoros expuestos –junto a cuadros hechos con hojas secas y envases de semillas–en un coqueto rancho de ventanales abiertos al verde. “Esta es una aventura que es una forma de vida, y los libros son una gloria”, dice Juan Pablo. Y cuenta que anda sumergido en las memorias de Patricia Highsmith. Lector al fin, deja que ella hable por él (en una entrada de su diario fechada en abril de 1941): “Últimamente he estado perdiendo el tiempo. He estado haciendo lo que me habría parecido de lo más despreciable a los dieciséis. Pero me ha servido para lo siguiente: me ha demostrado que una vida poco centrada en los libros puede ser sumamente inútil”.

En El Paraíso hay libros –muchos, legado de toda una vida de lecturas y compulsión por comprar tal título, tal edición, tal rareza–, hay animales –varias perras y gatas locales, algún que otro que pasa de visitante– y plantas, nativas o no, que las manos, el trabajo y el amor de Cecilia van nutriendo, agrupando en jardincitos criollos que brotan aquí y allá, como al descuido. Pero que están muy tenazmente cuidados.

“La vitalidad de la tierra me genera un sentimiento de veneración, no como un Dios lejano sino una preciosa hermandad”, dice Cecilia, quien seguramente está detrás de unos cuantos libros de botánica que asoman en los estantes de la Librería Mastronardi.

Cecilia cuenta que en la jardinería encontró un modo de expresarse; lo suyo es intuición, observación, paciencia y muchas horas de manos metidas en la tierra. Cita a San Agustín, que atribuía a las plantas “la necesidad que los hombres las contemplen, como si gracias a un conocimiento de su ser al que el amor guía, ellas experimentarán algo parecido a la redención”. Perkins confirma: “el jardín es un lugar de redención, donde damos lo más valioso que tenemos: el amor y el tiempo”.

Libros, plantas, tiempo. El silencio hondo de un anochecer en el campo. Brújulas posibles en medio de tanta borrasca.