Días después de caminar sobre la alfombra roja del Festival de Cine de Cannes, bajo el estallido incesante de los flashes y el murmullo glamoroso de la Riviera francesa, Benjamín Vicuña abandonó el frenesí del espectáculo por un escenario más íntimo y soleado: la campiña y las ciudades históricas del corazón europeo. A su lado, Anita Espasandín, su nueva pareja, compañera de una travesía que parece extraída del diario de unos enamorados del Renacimiento.
En una calle empedrada y estrecha, donde los ecos del pasado aún resuenan entre fachadas ocres y ventanas cerradas, la pareja encontró refugio en una tienda singular: “Alimentari Uffizi”. Más que un simple comercio, era un relicario de post-its multicolores, recuerdos y promesas pegadas sobre cada centímetro de pared, mientras en su interior la vida transcurría en voz baja, entre botellas, luz cálida y confidencias compartidas en la barra del fondo.
Desde ahí, el itinerario los llevó hacia la altura de una terraza con baranda, colgada sobre un mar de cipreses y colinas. Él en camiseta blanca y bermudas, ella de chaqueta clara y pantalones con aberturas que dejaban asomar la brisa. Sonreían. La pose no parecía forzada; era un instante auténtico. Un guiño al descanso, a la ternura que se construye con silencio y paisaje.
Más tarde, Vicuña, lució una chaqueta de cuero azul y pantalón blanco, posó luego en cocktail, frente a un escenario de mesas al aire libre, flores colgantes y conversaciones ajenas que delineaban una postal perfecta de la dolce vita. En su rostro, una serenidad inusual. El actor parecía haberse despojado de los papeles, quedando solo el hombre.
Y como si el amor necesitara sabor, hubo postres servidos en limones huecos, frescura helada que brotaba entre las manos y calles calurosas. La imagen del helado amarillo y blanco, vibrante como el mediodía, se grabó entre fachadas tradicionales.
L’Antica Enoteca, con flores lilas artificiales y una marea de comensales, fue otro de sus escenarios. En la estrechez de la vía, la vida urbana hervía mientras ellos compartían copas, risas y una atmósfera suspendida entre los siglos.
En el atardecer romano, sobre terrazas altas y tejados eternos, posaron. Él de chaqueta negra y pantalones blancos; ella en vestido corto de flecos y un poncho que parecía abrigar el crepúsculo. A lo lejos, el cielo se abría en franjas anaranjadas, como una pintura inacabada de Turner.
Caminaron tomados de la mano por calles empedradas, vestidos con mezclilla y gafas oscuras, sin urgencias. Fue en un bar festivo donde Vicuña levantó un cóctel ámbar, mitad sonrisa, mitad complicidad, bajo luces cálidas que daban al entorno el aire de una celebración íntima.
En un parque soleado, se captaron en una selfie. Él besando su mejilla, ella sonriendo al sol, rodeados de gente sobre el césped. Las estaciones de tren también fueron parte de esta travesía. En una de ellas, él giraba hacia la cámara, mochila al hombro decorada con parches de viajes: “Central Park South”, “Positano”, la Union Jack.
Y como si hicieran un homenaje involuntario a Federico Fellini (director de cine y guionista italiano), se dejaron ver frente a una iglesia barroca y una fuente con obelisco, brindando con spritz sobre un mantel de cuadros rojos y blancos, mientras los turistas pasaban a su lado, ajenos al beso que sellaba ese momento.
Hubo un auto descapotable color lila cruzando arcos amarillos, una jirafa taxidermizada en un bar clásico, y Anita de espaldas, contemplando el río teñido de naranja mientras el sol caía sobre los tejados de Europa.
Cuando el telón de Europa cayó detrás de ellos, no quedaron los aplausos del festival ni las cámaras de la alfombra roja, sino algo más simple y perdurable: el eco de pasos compartidos sobre piedra antigua, el sabor de un limón helado y el peso leve de una mirada que se posa en la del otro sin necesidad de guion.