Les comparto dos escenas muy familiares.
La primera, la preocupación de mi padre, abogado, dueño-segunda-generación de un estudio de abogados muy reconocido, cuando le conté a los 17 años que iba a abandonar el proyecto del despacho familiar para estudiar filosofía. “¿De qué vas a vivir?”, me preguntaba entre angustiado y decepcionado.
En aquel momento, no tenía ninguna buena respuesta. Simplemente, no sabía. Tenía una intuición, ni siquiera fuerte o particularmente clara. Sabía que no era un capricho, pero no mucho más.
La segunda escena se dio unos pocos meses después, con la entrada del Decano de la Facultad de Filosofía a la primera clase de Introducción a la Filosofía, de la que era titular. Después de saludarnos y de presentarse, preguntó: ¿para qué sirve la Filosofía? Éramos poquitos, no más de 30 en aquellos primeros días, que terminamos siendo apenas más de una docena unos años más tarde. Esbozamos respuestas. Recuerdo a un tal Oscar que nos acompañó algunas semanas iniciales, muy barbudo, que con semblante serio y tono profundo dijo algo así como “porque me gusta y está bueno”. Nadie tenía mejores respuestas. “La Filosofía…”, dijo entonces Héctor Delbosco, quien sostuvo un silencio bastante prolongado entre el sujeto y el resto de la oración, terminó por decir… “no sirve para nada”. Cinco años estudiando latín, griego antiguo, materias cuyos nombres no podía ni pronunciar, como Gnoseología, “para nada”.
La explicación del Decano tenía más romance y más mística: es que la Filosofía, desde un punto de vista epistemológico, no está al servicio de otras ciencias, por lo que, por estricta definición, no es útil. Pero a los fines prácticos es bastante cierto. El que avisa, no traiciona. ¿Qué sabe hacer un egresado de la Licenciatura en Filosofía?
¿Qué se va a demandar más en 10 años? ¿Odontólogos? ¿Psiquiatras? ¿Programadores? ¿Matemáticos? ¿Periodistas? ¿Abogados? ¿Ingenieros en petróleo? ¿Y en veinte o treinta? Qué sé yo
Estas historias espejan una parte de lo que pasa hoy con “la educación y el futuro”, en general.
Establezcamos un punto de acuerdo, algo innegable: el mundo está cambiando. Y eso hace que lo que hasta ayer era una certeza se convierta, en alguna medida, en una incógnita. Un criterio evidente para tomar la decisión de una carrera universitaria en el mundo anterior estaba ligado a la utilidad: “esta carrera te sirve”, en tanto que su posibilidad de darte oportunidades de inserción laboral es alta. Eso cambió. ¿Qué se va a demandar más en 10 años? ¿Odontólogos? ¿Psiquiatras? ¿Programadores? ¿Matemáticos? ¿Periodistas? ¿Abogados? ¿Ingenieros en petróleo? ¿Y en veinte o treinta? Qué sé yo. Y, en el fondo, más allá de las extrapolaciones y de los cálculos prospectivos, nadie sabe. Aparecen listitas… Pero a todos nos generan un poco de dolor de ojos y olor a humo. Me imagino al programador que hace seis años tomó la decisión de ir por ahí por una lista de estas, viendo la revolución No Code y el impacto de las IA en su campo, ese que era seguro, estable, de alta demanda y bien remunerado. No quiere decir que no van a hacer falta muchos programadores por un buen rato, sino que no vamos a necesitar tantos. Entonces, te queda la excelencia. El problema de la excelencia es que muy pocos son excelentes. El mismo criterio aplica para los publicistas leyendo las declaraciones de Mark Zuckerberg y sus planes para Meta o para tantos otros profesionales, de tantas ramas del saber, alertas por los avances tecnológicos más recientes.
Entonces, ¿qué le decimos a nuestros hijos? La primera opción, que elijan a conciencia y se rompan el alma para ser los mejores. Es duro, pero es un camino. Se va a necesitar menos de todo, pero es improbable que “desaparezcan” al cien por ciento un montón de carreras. Es un poco insistir con el modelo anterior: estudiá lo que hasta ahora sirvió, convertite en uno/a de lo/as mejores (lo que supone manejar la tecnología e integrarla con maestría a tu práctica) y hacete imprescindible. Es el camino de la ultra-especialización.
Pero entiendo que no es el único camino posible. El segundo camino es el del generalismo inútil. Un poco a lo Eternauta y a cartel de Netflix en el Ecoparque (porque hasta los nombres de los zoológicos cambiaron): “Lo viejo, sirve”. Desde esta perspectiva, sirve estudiar Filosofía, Antropología, Letras, Historia y humanidades, en general. Sirve volver a la base: la química, la física, la aritmética, la matemática. Sirve salir del criterio de utilidad directo. Por eso, sirve aprender a pensar. A ser flexibles. A saber que lo que sabemos es provisorio. En términos de habilidades, hay que aprender a tener buenas conversaciones. Hay que (volver a) aprender a esperar. Debemos conocernos a nosotros mismos. Es clave encontrar sentido y propósito en el servicio. Hay que re-conectarnos con el valor del disfrute y del juego, cosa inútil, por definición. Hay que aprender a hacer nada, o a disfrutar del ocio filosófico, como decían los Antiguos. Hay que acampar y pasar tiempo al aire libre, en la montaña o en el camping. Hay que saber consensuar, discutir, negociar, ceder, ganar y perder. Hay que saber estar con gente y aprender a estar solo. Hay que viajar. Conectar con el arte, la música y con lo ritual. Meditar o rezar o contemplar. Hacer silencio. Identificar y gestionar nuestro universo emocional. También hay que aprender cómo constituir y administrar un negocio. Hay que ser capaces de convivir con lo ambiguo y de amigarnos con lo complejo y lo contradictorio. Me quedaría tranquilo si mis hijas son muy curiosas, flexibles, disciplinadas y amorosas. Creo que no necesitamos mucho más para desenvolvernos bien en el mundo que se viene. No hablo de una onda medio sui generis o hippie: todo debe realizarse con disciplina y método.
Sirve aprender a pensar. A ser flexibles. A saber que lo que sabemos es provisorio. En términos de habilidades, hay que aprender a tener buenas conversaciones. Hay que (volver a) aprender a esperar
Y, ¿para qué? ¿Para qué sirve todo esto? No lo sé, pero me parece un criterio mucho más cuidadoso que imponerle una carrera tradicional a alguien bajo la creencia de que si sirvió hasta ahora, no puede dejar ser servir en el futuro. Porque no sabemos bien cómo va a ser ese futuro, ni qué nos va a demandar. No tengo mejores motivos, hoy, más allá de una intuición, ni siquiera fuerte o particularmente clara…
El autor es Director de Comportamiento Humano y profesor en el IEEM, Escuela de Negocios, y profesor adjunto en el IAE Business School