Tras unos primeros 100 días desastrosos, Donald Trump está empezando a tener una presidencia mucho más exitosa. Esto no es lo que nosotros, sus críticos furibundos, habíamos planeado ni, tal vez, secretamente esperado.
Parte de esto se debe a una política acertada, como lograr que los miembros europeos de la OTAN y Canadá aumenten considerablemente su gasto en defensa, algo que los anteriores presidentes estadounidenses también solicitaron, pero con demasiada cortesía. Lejos de destruir la alianza atlántica, como temían sus críticos, Trump podría terminar siendo recordado por haberla revitalizado y reequilibrado, en beneficio de ambas partes.
Otra parte corresponde a políticas valientes: unirse a Israel en sus ataques contra Irán —que Trump llevó a cabo enfrentando la resistencia política de sectores de su propia base— no nos condujo a una guerra catastrófica en Medio Oriente, aunque Teherán aún podría buscar represalias. En cambio, contribuyó a poner fin rápidamente al conflicto entre Israel e Irán y, según informó David Ignatius en The Washington Post, causó “daños tan severos” que el programa nuclear iraní “quedará neutralizado durante al menos un año, y probablemente por mucho más tiempo”.
También hay políticas acertadas aunque tardías: acelerar el envío de armas a Ucrania, después de que la desastrosa campaña inicial de presión de Trump sobre ese país fracasara al envalentonar a Vladímir Putin, es la única manera de poner fin a la guerra. El siguiente paso para Trump es cumplir con su amenaza de sanciones, idealmente mediante la confiscación de los activos extranjeros congelados de Rusia, para que puedan financiar la compra de armas por parte de Ucrania.
Parte de esto es una buena política que ha ido demasiado lejos: ya no enfrentamos una crisis migratoria, un logro que no debería haber estado fuera del alcance del gobierno de Biden durante la mayor parte de su mandato y que le costó caro al Partido Demócrata. Pero los estadounidenses quieren una política migratoria que proteja la frontera y expulse a los delincuentes, no una que persiga a inmigrantes indocumentados respetuosos de la ley y trabajadores, de quienes dependen muchas áreas de la economía y que deberían contar con una vía viable hacia la ciudadanía.
Parte de esto es una mala política que podría haber sido mucho peor: los acuerdos comerciales que Trump firmó recientemente con Japón y la Unión Europea aumentarán los costos para los consumidores estadounidenses y perjudicarán a las empresas del país, especialmente a las más pequeñas. Pero también amplían los mercados para las exportaciones estadounidenses, incluidos automóviles y productos agrícolas. Tras meses de sanciones comerciales erráticas y caprichosas, y de una retórica beligerante por parte de la Casa Blanca, estos acuerdos aportan previsibilidad y claridad.
Otra parte se debe a una serie de victorias partidistas. El gran y “hermoso” proyecto de ley de política interna contenía muchos elementos poco atractivos. Pero, en términos políticos, la administración necesitaba que se aprobara, y así fue. Las directivas que eliminan los programas de diversidad, equidad e inclusión en el gobierno federal no serán bien recibidas por una parte considerable del país. Sin embargo, no parece que estén restándole a Trump el respaldo significativo que mantiene entre votantes afroamericanos e hispanos. La manera correcta de exigir a las universidades que actúen contra el antisemitismo no debería ser mediante amenazas a sus fondos de investigación. Pero el acuerdo de 200 millones de dólares que el gobierno alcanzó con la Universidad de Columbia probablemente garantiza que la institución no volverá a permitir que extremistas en el campus actúen sin control.
Por último, está la suerte. Los temores generalizados a una recesión no se han materializado; en cambio, la economía parece crecer a buen ritmo, y el índice S&P 500 ha subido alrededor de un 10 por ciento desde las elecciones. La aprobación del Partido Demócrata se encuentra en su nivel más bajo en 35 años, según una encuesta del Wall Street Journal. Si Zohran Mamdani resulta elegido alcalde de Nueva York, eso probablemente contribuirá aún más a consolidar la tristemente ganada reputación del partido por su mala gestión urbana y su radicalismo elitista.
Todo esto deja mucho que temer, rechazar e incluso despreciar en lo que respecta a esta administración. No se fortalecen las alianzas amenazando con apoderarse del territorio de los aliados. No se despolitiza la justicia acusando a un ex presidente de traición o amenazando con “perseguir a personas”. No se protege la libertad de expresión demandando a periodistas. No se refuerza el estado de derecho extorsionando a despachos de abogados. No se recupera la salud de Estados Unidos promoviendo pseudociencia médica.
Pero si los opositores de Trump quieren ser efectivos algún día —y seamos honestos, hasta ahora no lo hemos sido— entonces debemos enfrentarnos a realidades que hasta ahora se nos han escapado. Como, por ejemplo: no todo lo que hace Trump es malo. A veces, sus malos modales y tácticas exageradas logran resultados diplomáticos o políticos útiles. Su cambio de postura respecto a Ucrania es una demostración positiva de que es capaz de reconsiderar sus decisiones cuando los hechos no lo respaldan. Las diatribas y los sermones morales rara vez convencen, al igual que las constantes predicciones de catástrofe que nunca terminan de cumplirse. Los estadounidenses escucharán a los demócratas cuando propongan soluciones mejores a los problemas comunes, no cuando se alegran abiertamente de que la administración fracase.
He criticado al gobierno una y otra vez, tanto en este mandato como en el anterior. Y estoy seguro de que volveré a hacerlo. Pero, aunque nunca es agradable ser justo con quienes uno no simpatiza, también es saludable. Para que la crítica sea creíble, no puede ser ciega.