Mientras el mundo se polariza y los liderazgos populistas ganan terreno, las nuevas generaciones apagan el sistema político como quien pone el celular en modo avión: están, pero no están. Y si la democracia no los recupera pronto, corre el riesgo de apagarse con ellos.
Para los jóvenes de hoy, la democracia parece un terreno ajeno, casi como si perteneciera a otra época. Ya no es vista como un puente hacia sus sueños, sino como un obstáculo, un aparato inerte que no responde a sus urgencias ni dialoga con sus causas. Las estadísticas lo confirman: la participación política juvenil ha caído estrepitosamente en prácticamente todas las democracias del mundo.
La juventud contemporánea, atrapada en la velocidad de las redes sociales y la polarización tóxica de los discursos públicos, percibe la democracia como un sistema opaco, cargado de burocracia y liderado por figuras que despiertan más rechazo que esperanza. En la imaginación colectiva de muchos jóvenes, la democracia se ha convertido en un saco de desechos que, lejos de reciclarse, debería ser arrojado al basurero lo antes posible.
Esta percepción no es un capricho generacional. Es el reflejo de una crisis más profunda: la desconexión entre la democracia y sus ciudadanos más jóvenes, quienes no solo participan menos, sino que cada vez creen menos en sus virtudes. Y eso no es un dato menor, es una amenaza en construcción.
Un estudio reciente realizado por YouGov para la Fundación Tui en siete países europeos, encuestando a más de 6.700 jóvenes entre 16 y 26 años, reveló un panorama inquietante: uno de cada cinco considera que, en determinadas circunstancias, una forma de gobierno autoritaria puede ser preferible a una democracia. En países como Italia, Francia, España o Polonia, esta cifra alcanza o supera el 23%.
Más preocupante aún es que en Polonia, menos del 50% de los jóvenes encuestados dijeron preferir la democracia frente a cualquier otro modelo. La insatisfacción es generalizada: 65% de los griegos declararon no confiar en su sistema democrático, mientras que en Italia, España y Francia la insatisfacción ronda el 35% al 41%.
En América Latina la tendencia no es distinta. Según Latinobarómetro 2024, el 25% de los latinoamericanos se declara indiferente al tipo de régimen que los gobierne, mientras que el 65% está insatisfecho con el funcionamiento de la democracia. Y hay más: el porcentaje de personas que cree que “la democracia puede funcionar sin partidos políticos” creció del 31% en 2013 al 42% en 2024. Este dato no solo habla de desafección, sino de una desconfianza profunda en las herramientas básicas del sistema representativo.
¿Qué está pasando? ¿Por qué los jóvenes, que siempre fueron símbolo de rebeldía democrática, hoy se alejan de sus mecanismos?
En parte, porque la política ha fallado en hablar su lenguaje. Mientras los jóvenes discuten cambio climático, equidad de género, justicia social, vivienda o salud mental, el debate público sigue atrapado en lógicas antiguas: polarización estéril, corrupción impune, estructuras partidarias obsoletas y liderazgos desconectados de las nuevas.
En parte también, porque los procesos democráticos han dejado de dar respuestas rápidas, mientras los autoritarismos ofrecen “certezas inmediatas” —aunque peligrosas— envueltas en discursos de orden, identidad y eficacia. Esa mezcla de frustración y tentación es combustible para el avance de proyectos populistas, de cualquier signo ideológico, que se visten de “anti-sistema” para debilitar las instituciones desde adentro.
La crisis de la democracia no es solo institucional. Es emocional. Los jóvenes no están renunciando a la libertad, pero sí al modelo que prometía garantizarla y no cumplió. La solución no pasa por romantizar la democracia, sino por modernizarla. Eso implica renovar los canales de participación, democratizar el acceso a la política, incorporar nuevas agendas, transparentar el funcionamiento de los partidos y, sobre todo, volver a hacer de la democracia un espacio creíble de transformación.
Porque si la juventud sigue viendo la política como un juego sucio entre cínicos, y si el sistema democrático no logra recuperar su atención, su esperanza y su confianza, entonces los próximos líderes no saldrán de las urnas, sino de los extremos. Y cuando la democracia se vuelve irrelevante para quienes deben heredarla, deja de ser futuro para convertirse en un recuerdo.