El libro del día:

El pronóstico anunciaba lluvia y esto, para Ken Follett, representaba un problema. En dos días, debía encabezar una excursión al amanecer hacia Stonehenge para un grupo de reporteros soñolientos, el escenario de su nueva novela, El círculo de los días. Había conseguido un permiso especial para que el grupo pudiera pasar la valla y acercarse al monumento antes de la apertura al público. Los paraguas arruinarían las fotos.

“Esto es lo que hacemos con la mayoría de mis libros, solo porque ustedes, los medios, exigen buenas imágenes”, dijo durante una entrevista por Zoom. Agregó: “No sé si habrá adoradores del sol entre nuestro grupo de periodistas europeos. Lo dudo, son bastante materialistas, pero las piedras realmente imponen”.

El propio escritor no se deja fascinar por lo que denomina “el misterio del amanecer y el atardecer”, aunque se considera espiritual, un “ateo recaído” al que le gusta asistir de vez en cuando a un oficio vespertino. Follett tuvo una estricta crianza protestante. En su casa familiar no había televisor ni radio; tenía prohibido ir a conciertos o eventos deportivos, e incluso unirse a los Boy Scouts. Pero sí le permitían leer sin restricción, y lo hacía, devorando obras de Shakespeare y novelas de James Bond.

“Es difícil pensar en un personaje cuya vida sea más opuesta a lo que creen los Hermanos de Plymouth: los cigarrillos, los cócteles, las mujeres, los autos”, contó. “Recuerdo preguntarle a mi padre alguna vez: ‘¿Qué es un martini?’”. De niño, le repetían a menudo: Nuestra ciudadanía no es de este mundo.

Stonehenge (REUTERS/Jaimi Joy)

Pese a eso, era un joven con los pies en la tierra. En University College London estudió filosofía y concluyó que las nociones religiosas de su infancia no resistían el análisis lógico; también contrajo matrimonio por primera vez, a los 18 años, y tuvo dos hijos. Luego se dedicó al periodismo, con entusiasmo por entender los acontecimientos políticos e interpretarlos antes que nadie. También ingresó al Partido Laborista, donde, años después, en Farnham, conocería a su segunda esposa, Barbara. (En un correo electrónico, ella recordó que el “pequeño y prolijo bigote a lo Poirot” de Follett y sus impecables trajes beige y camisas de seda no le resultaron “de inmediato atractivos”, pero sí su inteligencia y su “espíritu divertido y todo terreno”; él aceptó de buen grado editar el boletín mensual del partido local.)

Cuando las circunstancias lo permitieron, se convirtió literalmente en un socialista de champán: medio botella cada noche. Ya no lo hace: “Llegó un momento en que sentí que era demasiado mayor para beber alcohol todos los días”, dijo Follett, hoy con 76 años y un cabello blanco y abundante digno de presentador.

Siempre buscó llegar al público y se esforzó por lograrlo. Cuando una editorial aceptó su primera novela, su agente le sugirió usar un seudónimo. Follett preguntó la razón y ella respondió: “Porque en el futuro podrías querer escribir mejores libros”. Al principio escribía hasta tres al año, a menudo con diferentes editoriales y usando distintos nombres, probando caminos. En los escaparates de las librerías veía pilas de novedades de Frederick Forsyth y Sidney Sheldon, mientras que apenas un par de ejemplares suyos quedaban rezagados. Se preguntaba: ¿qué tengo que hacer para avanzar?

Sin embargo, tras el éxito de su thriller El ojo de la aguja, a los 29 años, no se sintió satisfecho. Razonaba que muchos podían escribir un best seller. Y el segundo —“Triple”, publicado en 1979— podía venderse solo por la reputación del primero. ¿Y el tercero? “Entonces pensé, bien: creo que ya sé cómo se hace esto, y probablemente pueda hacerlo el resto de mi vida”.

Incluso hoy, Follett pone a prueba al mercado. Solicita comentarios sobre sus esquemas —llegó a escribir nueve para su éxito Los pilares de la Tierra, según su ex agente Al Zuckerman— y circula borradores entre una docena de amigos y familiares. “Si alguien dice: ‘Bueno, me aburrí un poco en el capítulo 3’, eso es un comentario muy serio para mí”, señaló Follett. “Y hay que atenderlo”. Para autores como Lee Child, Stephen King o el propio Follett, esto es lo mínimo: millones comprarán el libro solo por el nombre. Pero si una de cada doce personas pierde el interés, ¿cuántos serían?, ¿medio millón de lectores aburridos?

Los pilares de la Tierra, sobre la construcción de una catedral del siglo XII, no fue un éxito inmediato en 1989. Ahora se considera un tesoro nacional británico y fue elegido por Oprah, adaptado a dos musicales (uno español y otro danés), varios juegos de mesa y una serie de televisión producida por Ridley Scott, en la que Follett tuvo un pequeño papel como comerciante medieval. “Pillars” es de esos libros que se mencionan en la primera línea de un obituario. Y debido a él, aunque sus casi cuarenta novelas también retratan clonación humana, guerra nuclear y dispositivos que causan terremotos, Follett es conocido ante todo como autor de epopeyas históricas ambientadas en la Inglaterra antigua.

Ken Follett (EFE/ Rodrigo Jiménez)

Sobre Stonehenge, no se pone poético. Puede ser una maravilla mundial, pero “una de las cosas extrañas es que durante mucho tiempo nadie lo valoraba en serio”, dice. En su infancia, recuerda, su familia hizo un viaje en coche hasta allí y pudo sentarse en las piedras.

Más tarde, cuando Barbara fue ministra de cultura, turismo e industrias creativas entre 2008 y 2009, trabajó para convertir Stonehenge en un sitio público adecuado, con sala de exposiciones y estacionamiento discreto. Aunque a Follett le interesaba el trabajo de su esposa —que implicaba reunir a todas las partes, incluidos representantes de los druidas—, el monumento en sí no le resultaba especialmente atractivo.

Sin embargo, al encontrarse con “How to Build Stonehenge”, del arqueólogo Mike Pitts, pensó enseguida: Eso suena como un libro de Ken Follett. Ya había escrito sobre la construcción de una iglesia y luego sobre la construcción de un puente, ¿por qué no sobre Stonehenge, ese desafío neolítico de hace miles de años?

Leer una novela de Follett es como ver las primeras temporadas de Game of Thrones: igual de violenta pero más sincera. También se asemeja a jugar Civilization, gestionando recursos en una especie de hoja de cálculo sofisticada: creas un asentamiento, cambias trigo por lana y consigues una villa con mercado. Los recursos son escasos. La vida entonces, ya fuera hace 500 o 5.000 años, era dura, breve y brutal. Artesanos, emprendedores y místicos aparecen como héroes, los pocos que logran mirar más allá de su siguiente comida y soñar con algo mayor.

El círculo de los días mantiene los elementos conocidos de “Pillars”. En lugar del valeroso Tom Builder, está Seft, un hábil minero de sílex. Para el villano, aparece Troon, un “Gran Hombre” que dirige a una tribu de agricultores contra sus rivales, los pastores y los cazadores-recolectores. No existen obispos, sino sacerdotisas, cuya autoridad nace de dominar rituales naturales y, elemento clave, la aritmética básica. (Esto es casi un superpoder en un mundo donde quienes cuentan solo lo hacen con los dedos. Ante la cifra de “mil”, Seft se queja: “No entiendo esos números de sacerdotisa”). Como en la novela anterior, hay una escena donde un hombre desesperado acerca un recién nacido al cuerpo de su madre para amamantarlo. La causa de muerte más común es el pisoteo de vacas.

La edad de las catedrales ya ha sido tan estudiada que, al escribir Los pilares de la Tierra, Follett afirma: “No estoy seguro de haber tenido que inventar nada”. La era prehistórica exigió más invención, que sintió cercana a la deducción. Investigó recorriendo en auto Salisbury, intentando interiorizar la geografía e imaginar los movimientos de toda esa gente por la llanura. ¿Cómo vivían? ¿Cómo se llamarían? ¿Qué lograría convencerlos de desviar su valioso tiempo de cuidar ganado, sembrar trigo, recolectar avellanas, hacia el absurdo proyecto de arrastrar enormes piedras para formar un círculo perfecto?

La prosa de Follett siempre fue directa, pero aquí la sencillez resulta extrema, reducida a lo más básico. En las 688 páginas del libro, podría contar con los dedos las metáforas y comparaciones. Un personaje tiene rostro “como de guerra”; una mujer tiene el cabello que “tiembla como una hoja”. Al leer esas líneas, las aprecié como un cazador-recolector saborearía el tuétano de un hueso olvidado. ¿Este cambio estilístico fue premeditado? Casi pareció sorprenderse ante la pregunta. “Tendré que volver a revisar alguno de mis libros anteriores”. Contó lo que una amiga le dijo una vez: “No escribes de manera elegante, hasta que lo haces”.

Solía describir la escritura de su primer gran éxito, El ojo de la aguja, como correr cuesta abajo. Nunca volvió a sucederle, reconoce: “Ese tipo de suerte nunca dura mucho”. No conviene depender de ella. Si uno se lo toma en serio, si esto es una carrera, entonces escribir una novela se parece más a recorrer la llanura buscando piedra. Con gran esfuerzo, esos enormes bloques terminan encajando en su sitio.

Fuente: The Washington Post