A horas de su muerte, el desempeño pontificio de Jorge Bergoglio podrá mensurarse a partir de las intenciones personales que trasuntó desde los años de superior provincial de los jesuitas en la Argentina y por el espíritu del que dotó a su misión desde que fue ungido en Roma, el 13 de marzo de 2013. Al cerrarse el cónclave de cardenales que le confió la silla de Pedro, el cardenal brasileño Cláudio Hummes le había susurrado: “No te olvides de los pobres”. No se olvidó, como que eligió el nombre Francisco, por el santo de Asís, e impulsó el ruego en esa dirección.
Podrían citarse dos de sus encíclicas, Lumen fidei (la luz en la fe) y Fratelli tutti (hermanos todos), como manifestaciones de una orientación pastoral cuyo énfasis desencadenó críticas desconocidas durante la gestión de sus predecesores. El último, Joseph Ratzinger o Benedicto XVI, el gran teólogo alemán que procuró reanimar al catolicismo europeo como eje central de la cristiandad; y el anterior a este, Juan Pablo II, de inolvidable intervención, desde sus días de arzobispo de Cracovia, en la implosión del totalitarismo soviético.
La causa por los pobres fue encarnada por Jesucristo, según consta en los relatos bíblicos. El punto que deja abierto el papado de Francisco es si esa causa ha sido atendida estos años con el equilibrio que evitara percibir una descompensación respecto de las clases medias. Ahí queda pendiente un tema controversial que se ha hecho notar sobre todo en el catolicismo norteamericano y que ha rozado la sensibilidad de franjas importantes de otras sociedades; la argentina, entre ellas.
Fue una omisión notable que Bergoglio no haya dispensado como papa una visita a la Argentina. Sería infantil pretextar, como se ha hecho, que lo impidió la abultada agenda de viajes que realizó en más de una década. Casi tan activo como Juan Pablo II, hizo unos 47 viajes por 66 naciones.
Procuró de ese modo expresar la coherencia de su voluntad de llevar la Iglesia en su más alta instancia a las marginalidades del catolicismo, a las que suele denominarse las diócesis más olvidadas por Roma. Y de que el mundo era para él la casa común de todos, según se explayó en Laudato si’ (alabado seas), la encíclica que convocó a cuidar de esa casa y del ambiente en riesgo que la rodea.
Aun con las prevenciones de que sería materia lúdica cualquier especulación sobre quién será el próximo papa, aquello explicaría que figure, entre los primeros nombres en danza junto con los del cardenal de Bolonia, Matteo Zuppi, y el del secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin, el joven arzobispo de Manila, Luis Tagle. Francisco acentuó, además, el interés de la Iglesia por otra parte del planeta, África, tan codiciada por China, Rusia y el fanatismo islámico.
No fue fácil esa aproximación. El clero africano ha estado entre los más refractarios a las aperturas contemporáneas en asuntos de familia y género. Francisco defendió la vida humana desde la concepción y se opuso a que se legalizara el aborto, pero también dio señales de que las puertas de la Iglesia estaban abiertas para las parejas de hecho. Se negó a juzgar la homosexualidad, y si no fue más lejos en este renglón de las relaciones humanas –entre las que encaró con indulgencia las uniones de personas de igual sexo–, fue a conciencia de los peligros que se cernirían sobre la unidad del clero y la feligresía.
Francisco defendió la vida humana desde la concepción y se opuso a que se legalizara el aborto, pero también dio señales de que las puertas de la Iglesia estaban abiertas a las parejas de hecho
Había llegado al Pontificado después de haber girado, con desprecio de voceros del presidente Néstor Kirchner, su candidatura en el cónclave de 2005 que consagró a Ratzinger. Volvió a girar su nombre en cuatro votaciones del cónclave siguiente, en 2013. La fumata se produjo tras la quinta votación. El proceso desnudó que el entonces arzobispo de Buenos Aires había atravesado con sabiduría en vínculos con pares una competencia compleja.
Deberá reconocerse que Francisco hizo lo que pudo en los principales capítulos confiados por los cardenales a su decisión. El primero, en palabras dichas por él en la intimidad, sacar el escándalo de la pedofilia de las tapas de los diarios. Le costó enorme esfuerzo lograrlo, a raíz de la extensión y gravedad de los casos del pasado y de los que siguieron sucediéndose, pero avanzó en una limpieza impostergable. El segundo capítulo fue resolver, evitando a la Iglesia nuevos escándalos, aspectos cruciales de la administración de sus bienes y recursos. Aquí debió empeñarse con energía para conjurar recidivas que comprometían el objetivo trazado. No consiguió, con todo, librarla de las deudas que hoy la aquejan.
Francisco impartió frecuentes mensajes sobre la importancia de las reflexiones colegiadas en la Iglesia, pero acaso haya sido más un monarca de la vieja escuela que un jefe en el fondo dispuesto a compartir responsabilidades. Fue auténtico en la perseverancia de ir al encuentro de la gente, en su inveterada humildad desde los años de joven clérigo de entreverarse en espacios públicos, como en el transporte, con personas de la más diversa condición. Fue un pastoralista, no un teólogo sobresaliente, que resolvió a menudo asuntos relevantes en la soledad de sus cavilaciones. Empleó tiempo en visitar cárceles y combatir la trata de personas; sus vínculos estrechos con curas villeros y su apoyo a la comunidad de San Egidio, consagrada al acompañamiento de los más carenciados, definieron su personalidad en el campo social.
Se lo ha juzgado, por sus 12 años en Roma, como se hubiera juzgado a otros pontífices. A eso convendría agregar la observación de cómo evolucionó el hombre que ya era. Solo así se podrá comprender con perspectiva más luminosa la forma en que logró, puntada tras puntada, transformar la hostilidad inicial en la Argentina con la que se batió contra su designación la izquierda política, incluidos los capitostes kirchneristas, y reorientarla a términos favorables que parecían inalcanzables.
El arzobispo ninguneado por los Kirchner; el arzobispo a quien la Casa Rosada había desairado reiteradamente en la condición de presidente del Episcopado argentino (2005-2011); el superior provincial de los jesuitas denunciado por haberse supuestamente desentendido de sacerdotes perseguidos por la dictadura militar logró al fin desarmar imputaciones e inquinas que seguramente lo atormentaban. Los denunciantes de ayer pasaron pasmosamente a desfilar por el Vaticano y, como si se tratara de marcar el giro extraordinario con el grosor de un trazo inconfundible, quienes pasaron fueron algunos de los personajes más cuestionables de la política argentina.
Las fotos contrastantes de Francisco y Cristina Kirchner, y de Francisco con Mauricio Macri, servirán con el tiempo de reliquias ilustrativas del enfriamiento que en distintos momentos afectó su trato con franjas refractarias al peronismo de la sociedad argentina. Otros aportarán, entre las razones conflictivas, su descalificación de la noción del mérito para el ascenso social o la simpatía desconcertante que expresó por usurpadores de la propiedad privada de una reconocida familia entrerriana. Su último llamado, ya en agonía, contra el liberalismo y las desregulaciones estatales confirmó la naturaleza del proselitismo pastoral asumido.
Francisco llenó con su carisma la Plaza de San Pedro en las concentraciones de los miércoles y en la celebración del Ángelus dominical. No pudo, en cambio, revertir la tendencia descendente de fieles activos del catolicismo en medio del creciente secularismo que afecta por igual a los credos tradicionales.
Un alto número de los cardenales electores que determinarán la sucesión del primer pontífice americano estará formado por príncipes de la Iglesia designados como tales en estos 12 años. Hoy, es ese un dato crucial por tener en cuenta, sin olvido de que la desaparición de un jefe de fuerte personalidad condicionará el escenario preexistente. A ese condicionamiento habrá de sumarse la forma en que el próximo cónclave evalúe los replanteamientos tan acelerados como sorprendentes que están produciéndose en la política internacional, a los que la Iglesia nunca ha sido ajena.