Albino Luciani se convirtió en Juan Pablo I luego de una elección que no tenía intenciones de ganar (Foto: Reuters)

El 25 de agosto de 1978, en pleno verano italiano, tras la misa Pro eligendo pontifice, los cardenales se aislaron en la Capilla Sixtina. Por primera vez, el ingreso fue televisado para todo el mundo. El servicio secreto italiano SISMI instaló un muro magnético para evitar filtraciones. No se podía entrar ni salir. Solo había un teléfono para emergencias.

Afuera, Roma ardía. Adentro, el aire apenas circulaba. Los cardenales dormían en el Palacio Apostólico del Vaticano en habitaciones improvisadas y a menudo incómodas, adaptadas temporalmente en oficinas, salas de reuniones o incluso pasillos sin baños privados ni comodidades, lo que generó muchas críticas. El cardenal Siri, que ya había participado en dos cónclaves, declaró que este no duraría más de tres o cuatro días, dadas las condiciones extremas en las que debían vivir.

El cardenal belga Leo Suenens también dejó su testimonio: ”Mi habitación era un horno, una especie de sauna; había una sola ventana, pero estaba sellada. Al día siguiente, con la fuerza de mis manos, pude volar los precintos. ¡Qué regalo divino el oxígeno y un poco de aire fresco!”.

Esta situación llevó a que años después el papa Juan Pablo II ordenara la construcción de la Domus Sanctae Martae, la casa Santa Marta, inaugurada en 1996 para ofrecer alojamiento más digno a los cardenales durante los cónclaves y usada también como hotel para los eclesiásticos.

Albino Luciani aseguraba estar fuera de peligro. “Me tocó la celda número 60: una cama de hierro, un colchón y una palangana para higienizarse”, escribió a su sobrina el día previo al cónclave.

El patriarca de Venecia se sentía aliviado: “Es difícil encontrar una persona idónea para hacer frente a tantos problemas, que son cruces muy pesadas. Afortunadamente, estoy fuera de peligro. Ya es una responsabilidad muy seria votar en esta circunstancia.”

Pero al día siguiente, su nombre comenzaría a crecer.

El 26 de agosto, después de la misa y el desayuno, comenzaron las primeras votaciones. A pesar del juramento de silencio, las cifras circularon. En la primera ronda, Luciani obtuvo 23 votos, con 25 votos para Siri,18 para Pignedoli, 9 para Baggio, 8 para König y 5 para el argentino Pironio. En la segunda, Luciani saltó a 53 y en las rondas siguientes encabezó los votos.

Las preferencias se desplazaban rápidamente hacia él, un hombre sin bloques ni aparato. En paralelo, se producía uno de los episodios más recordados del cónclave: la estufa de la Sixtina, mal limpiada, provocó que el humo negro invadiera el recinto y obligara a evacuar.

Afuera, la fumata fue interpretada como gris. Adentro, se respiraba humo.

El almuerzo fue decisivo. En alguna celda del Vaticano se activaron diálogos discretos. El cardenal Jaime Sinn, de Manila, se acercó a Luciani y le dijo: “Su eminencia será el nuevo Papa”. Él respondió: “Mi salud no es buena. No tengo la suficiente formación”.

Pero la tercera ronda lo confirmó como favorito. Y en la cuarta, fue electo.

Luciani estaba pálido. Algunos lo vieron angustiado.

“Nos pusimos de pie para aplaudir, pero no lo vimos. Estaba acurrucado en su silla… Casi quería esconderse… Lástima que no podemos contar lo que vivimos, porque fue mucho más hermoso de lo que podrías haber imaginado”. Así describió el estado de ánimo de Albino Luciani el cardenal Vicente Enrique y Tarancón.

El camarlengo Jean Villot le hizo la pregunta ritual en latín: “¿Aceptas?”. Y él respondió, en voz baja: “Acepto”. El brasileño Lorscheider comentó que, una vez que dijo sí, “se calmó”. Karol Wojtyla lo vio sonreír. “Me llamaré Juan Pablo”, dijo. El cardenal Siri, sumó: “Primero”. Así nació Juan Pablo I.

El cardenal argentino Eduardo Pironio (declarado beato en 2023) recordaba en su homilía, un año después: “Estaba justo frente a él y lo miraba; y todos nosotros, los cardenales, estábamos esperando su sí. Lo vi con una serenidad profunda, que venía precisamente de una interioridad que no se improvisa.”

La fumata de la tarde volvió a ser gris. Las cámaras enfocaban la chimenea, la plaza estaba en silencio. A las 19.19, finalmente, el cardenal Pericle Felici anunció el esperado Habemus Papam. Luciani apareció en el balcón con paso tímido y sonrisa contenida. Al volver al interior, dijo a sus colegas: “¿Qué han hecho? ¡Que Dios los perdone!”. La prensa distorsionó la frase como una crítica. Era, en realidad, un gesto de asombro.

Noche en vela

Esa noche no durmió. Le confesó al obispo de Belluno: “Tengo muchos escrúpulos. ¿Por qué me eligieron a mí?”. Al día siguiente, pidió que todos los cardenales, incluso los mayores de 80 años, permanecieran junto a él en la Capilla Sixtina. Nadie sabe exactamente por qué. Tal vez necesitaba tiempo o compañía.

En su primera reunión con el Colegio Cardenalicio, pidió disculpas por sus palabras en tono de broma. “Espero que los hermanos cardenales ayuden a este pobre Cristo a llevar la cruz”, dijo. Les habló del trabajo pastoral que ya no podría hacer. “Tengan piedad del pobre nuevo Papa, que realmente no pensaba en ascender a este lugar”.

Rechazó los privilegios, eligió la sencillez, quiso escribir él mismo sus discursos. Aceptó usar el plural mayestático una única vez, y subrayó que su prioridad sería continuar el legado del Concilio Vaticano II: promover la paz, el ecumenismo y la disciplina interna. A sus ojos, la misión no era el poder, sino el servicio.

Juan Pablo I murió el 28 de septiembre de 1978, tan solo 33 días después de su elección. Su muerte dejó preguntas sin respuestas, teorías, homenajes. Pero su elección —intempestiva, humilde, directa al corazón— fue el anuncio de un nuevo tiempo en la Iglesia. El último Papa italiano. El Papa que no quería serlo.

**Información extraída de la investigación realizada por las autoras y plasmada en el libro ¿Qué han hecho? Juan Pablo I. Conspiración en el Vaticano y milagro en la Argentina , editorial Catarsis, 2022.