
El aroma dulce y especiado de la canela se vuelve parte del aire en Quito cada diciembre. En las noches frías que anteceden a la celebración de la fundación de la ciudad, el humo que se eleva desde ollas metálicas en calles, plazas y chivas anuncia una de las señales inequívocas de las Fiestas de Quito: el canelazo. Más que un trago caliente, es una marca cultural que sobrevive al paso del tiempo y que condensa, en un vaso pequeño, un fragmento de la memoria urbana. Aunque hoy acompaña desfiles, verbenas barriales y recorridos nocturnos, el canelazo tiene una historia larga que conecta la cocina popular colonial con la modernidad festiva quiteña.
Los orígenes del canelazo se remontan a los primeros siglos de la vida de Quito colonial. Las crónicas refieren que, ya en el siglo XVI, era habitual una bebida conocida como “agua dulce”, una infusión sencilla de agua caliente, azúcar y canela.
Ese brebaje, que reconfortaba a la población en un clima frío y húmedo, era un recurso de las casas más humildes, donde la canela importada y el azúcar eran productos costosos y se usaban con moderación. Con el tiempo, la receta incorporó aguardiente de caña, un licor que se producía en los alrededores de la Audiencia, y el resultado fue una versión más fuerte de ese té especiado. En la época, se la conocía también como “agua gloriada”, un término que aludía a su efecto cálido y, según quienes la bebían, casi espiritual.
Hacia finales del siglo XIX, testimonios de la vida nocturna en el Centro Histórico dan cuenta de su presencia en cantinas, calles estrechas y tertulias improvisadas. Allí, la bebida circulaba entre jugadores de naipes, artesanos y músicos.

Las primeras referencias periodísticas detallan que su mezcla, de aguardiente, azúcar y canela caliente, se servía en pequeños recipientes y funcionaba como un antídoto natural contra la sensación de frío de la ciudad. En La Ronda, una de las calles bohemias más antiguas de Quito, se convirtió en compañero habitual de noches de música y anécdotas. Para entonces, el canelazo ya se había convertido en un elemento de sociabilidad: se bebía despacio, se compartía y generaba un espacio íntimo entre quienes lo probaban.
El salto del ámbito popular a la identidad urbana ocurrió a mediados del siglo XX. Cuando las Fiestas de Quito se institucionalizaron en los años sesenta y se consolidó una cultura festiva alrededor del 6 de diciembre, el canelazo resurgió como bebida emblemática. Su consumo se volvió transversal entre barrios, clases sociales y generaciones. Desde ese momento, la imagen de vendedores callejeros sirviendo infusiones humeantes en vasos resistentes al calor pasó a formar parte del paisaje decembrino. El trago se transformó en un símbolo de la ciudad: cálido en medio del frío, sencillo pero profundamente enraizado en la vida cotidiana.
El canelazo no solo sobrevivió al tiempo, sino que expandió su significado. En Quito, ofrecer un canelazo es un acto de hospitalidad. En fiestas barriales, vigilias culturales o reuniones informales, la bebida actúa como un puente social: invita a quedarse, a conversar y a celebrar. En las Fiestas de Quito, su presencia se vuelve masiva. En los pregones, las chivas que recorren las calles del Centro Histórico, las verbenas populares y los eventos públicos, el canelazo acompaña la música, los juegos pirotécnicos y los bailes. Las tradicionales chivas —hoy adaptadas al turismo interno— lo sirven a bordo mientras los pasajeros cantan pasacalles y recorren la ciudad iluminada. El trago funciona como una especie de contraseña cultural que anuncia que el espíritu festivo está en marcha.

En los últimos años, la bebida comenzó a alcanzar reconocimiento internacional. Plataformas gastronómicas –como TasteAtlas y Cookly– la han incluido entre los mejores cocteles calientes del mundo, destacando su origen andino y su permanencia en la vida social ecuatoriana. Para los quiteños, ese reconocimiento funciona más como una reafirmación que como una novedad: el canelazo lleva décadas ocupando un lugar simbólico en la celebración de diciembre, y permanece allí incluso en un contexto urbano que ha cambiado con rapidez.
La expansión del canelazo también ha generado variaciones. En algunos barrios y localidades de los Andes ecuatorianos se incorporó naranjilla, una versión frutal más ácida y de color anaranjado. Otras adaptaciones incluyen mora, limón o infusiones adicionales, aunque ninguna de estas variantes ha reemplazado al canelazo tradicional. Entre quienes prefieren evitar el alcohol, se popularizaron versiones sin aguardiente o “sin piquete”, que conservan la esencia aromática de la bebida original.
En diciembre, cuando las temperaturas bajan y la ciudad se prepara para sus celebraciones más representativas, pocas escenas son tan reconocibles como la de una olla de canelazo burbujeando en una esquina del Centro Histórico. Turistas, vecinos, trabajadores y familias se acercan a pedir un vaso que les caliente las manos y el cuerpo. Al final, el canelazo es un ritual urbano: un gesto simple que resume la identidad festiva de Quito.