Cientos de personas llegaron a Plaza de Mayo para despedir a Francisco. Fotos: Maxi Luna

“¿Viste cuando un cristal se rompe en mil pedazos?“, pregunta María del Carmen Rico. El sol de la mañana porteña le da en la cara y en sus rulos cortos, ásperos, amarillos como la pechera que lleva con el nombre del centro de jubilados que preside en una villa porteña: Papa Francisco. ”Bueno, así está nuestro corazón. Estamos huérfanos. El Papa es todo», comenta, casi al oído, tratando de levantar la voz porque en ese exacto momento pasar por detrás una “columna” del Hogar de Cristo Moreno Sur con bombos, redoblantes y platillos y un grito de cancha, que en Argentina es como decir un grito del pueblo. Simple y contundente. “!Francisco, Francisco!”.

Tantas veces habrá cruzado Jorge Mario Bergoglio esa cuadra donde ahora se mezclan la voz de María del Carmen y los gritos de los muchachos de Moreno Sur, juntos frente a la Catedral, pero más allá de ella. En la Plaza de Mayo, en el centro emocional del país, donde empezó todo hace 200 años y donde pasan las cosas. La plaza volvió hoy a ser, una vez más, de los humildes, los marginados, los adictos, los devotos, los agarrados de la fe y también de los ateos, que rodearon el escenario puesto en las escalinatas del templo desde donde predicó una homilía el arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva, quien, por momentos, durante la misa, tuvo que recurrir varias veces al pañuelo blanco guardado en un bolsillo del pantalón para secar sus lágrimas.

María del Carmen fundó el Centro de Jubilados Papa Francisco hace 11 años, incentivada por el cura villero Gustavo Carrara (tal vez ya en aquel momento giraba por la cabeza de Francisco la idea de nombrarlo, casi una década más tarde, como Obispo de La Plata). Así armó un espacio en su barrio, el Padre Ricciardelli (ex villa 1.11.14), para juntar a los “viejos” en un lugar para entretenerse y, sobre todo, comer. “Desde ese día sigo cocinando”, cuenta Rico, de 66 años.

Banderas y posters con la imagen de Francisco colmaron la Plaza de Mayo

Lo conoció personalmente a Bergoglio. “Bautizó a mi ahijado en la villa. Es un emblema nacional. Lo conocí en 2007. Iba a la iglesia Madre del Pueblo y teníamos un grupo de familiares de adictos. Él iba, recorría toda la villa. Hacía comuniones. Almorzábamos juntos. Era muy sociable”, recuerda.

De fondo, García Cuerva ofrece por altoparlantes su voz para el “eterno descanso” de Francisco: “Lloramos porque no queremos que la muerte gane, lloramos porque se murió el padre de todos.

La plaza no está colmada. Apenas la mitad de su superficie está ocupada. Están los fieles, los agnósticos, los turistas curiosos o conmovidos. Periodistas de todo el mundo y dirigentes políticos y sociales sueltos. Hay banderas de parroquias, de organizaciones religiosas y sociales. También de San Lorenzo. Una que cuelga sobre la pared de la vieja intendencia porteña dice “En las buenas y en las malas hasta el fin”.

Corre un aire de paz por la plaza, pero no de congoja. La muerte está aquí. Pero siempre está la muerte en Plaza de Mayo coqueteando con los vivos. A unos metros de las escalinatas de la Catedral, desde donde habla García Cuerva y escuchan en primera fila Victoria Villarruel, Jorge Macri y Axel Kicillof entre otros 700 invitados especiales, descansan los restos de Hebe de Bonafini y otras Madres de Plaza de Mayo. A ellas también abrazó Bergoglio cuando se convirtió en Francisco.

Dos mujeres portan un cartel con el agradecimiento al fallecido Papa

La plaza está llena de gente humilde. Varios muchachos de los grupos del Hogar de Cristo llevan camisetas de fútbol de distintos colores, con sus nombres y una cadena rota por una cruz. Una pancarta dice Tierra, techo y trabajo”. Uno de los palos los sostiene Gonzalo Lezana, de 47 años. “Francisco es misericordia. Yo fui adicto. Perdido. Destruí una familia. Terminé en la calle comiendo de la basura. Me dieron la oportunidad. Francisco es eso. Fue el creador del Hogar de Cristo y siempre trabajó con nosotros, los despreciados, los que nadie quiere. Me dio la oportunidad”, repite este hombre, curtido, que tiene 47 años pero parece de 62.

Es la plaza de ellos. Hay jubilados, trabajadores, adictos, marginales. Por supuesto también están los buscas, auténticos hombres de fe, como Maxi, que ofrece posters de Bergoglio, con la plaza San Pedro romana atrás y una paloma que despega de su mano. Salen 2.000 pesos. “Vendí muy poco. La gente no tiene un mango, traje 100, no llego a 30″, se resigna. La próxima marcha traerá otra cosa. Banderas argentinas o pines de Maradona. Siempre hay revancha.

También está presente la idea de Diego Armando en esta plaza. Va su rostro en la remera de una mujer de unos 40, que llora mientras habla García Cuerva. Lleva la cara del pibe de Villa Fiorito sonriente y la leyenda: “Hay que ser muy cagón para no defender a los jubilados”.

La mujer tiene una mochila y, atada, flamea una bandera wiphala, el símbolo ancestral de los pueblo indígenas andinos. Representa, tal vez, la idea de una iglesia abierta para todos que proponía Francisco. Por las pantallas se ve al arzobispo de Buenos Aires. Por los parlantes, dispuestos en toda la plaza, avenida de Mayo y las diagonales Norte y Sur, retumba su misa: “El dolor nos une como pueblo; que nuestras lágrimas rieguen nuestra Patria, para hacerla fecunda en reconciliación y hermandad”.

A las 10.44 de la mañana, la gente empieza a besarse y a abrazarse. Es un movimiento inesperado para la escenografía: abrazos y besos entre conocidos y desconocidos con el Cabildo y la Casa Rosada de fondo. En el ritual católico es el Saludo de la Paz o Beso de la Paz, el momento de intercambio donde se expresan la paz, la comunión y caridad en la eucaristía.

La emoción se apoderó de la Plaza de Mayo durante la misa en homenaje a Francisco

Hay señoras que sostienen la imagen de Francisco impresa en una estampita o en un poster. Hay personas con banderas argentinas que dicen “Francisco”, y también el estandarte del Vaticano, mitad blanco y mitad amarillo. Los vende José en un costado de la plaza. Los compró en Once la semana pasada. Vende poco, dice.

A su lado, un grupo de Scouts juvenil comparte el mate. También están los más adultos. Como Tomás Acosta (37) y Juan Pablo Okseniuk (40). “Deja una enseñanza muy grande”, dice el primero, y sigue: “Sobre cómo transitar la vida. Con la mirada puesta en el Otro, en la misericordia, el perdón, entender que todos somos iguales”.

“Fue muy importante. Lo escuchamos hablar en favor de los homosexuales y la gente trans. Miró siempre a los humildes, fijate el gesto de los zapatos en su funeral. Es un mensaje sobre cómo tiene que ser una institución como la iglesia católica”, agrega Juan Pablo.

La misa dura una hora. Hay un hincha de San Lorenzo arrodillado después de comulgar, quizá pidiendo una mano para el partido de esta tarde. Al lado está pintado el pañuelo de las Madres sobre el suelo. Cuando termina el texto de García Cuerva, ocurre el momento más emotivo. Aparece la voz de Jorge Bergoglio, del pastor porteño. Colma toda la plaza, quizá todo Buenos Aires. Las pantallas muestran una imagen suya sonriente y las fechas de su nacimiento y su partida.

La voz de Bergoglio suena en las pantallas e inunda de emoción a los presentes

“Sé que están en la Plaza”, se escucha. “Sé que están rezando. Gracias por las oraciones. Las necesito mucho. Gracias por haberse reunido a rezar. Es tan lindo rezar, porque es mirar hacia el cielo, mirar a nuestro corazón, y saber que tenemos un Padre bueno que es Dios. Gracias por eso”.

El impacto emocional es total. Después de que el Arzobispo tuviera que pedir que paren con los bombos, el silencio fue absoluto. Sepulcral. La voz de Francisco parecía venir del cosmos. Solo se escuchaba el canto de los gorriones de la plaza.

Sola, sonriente, Sole Albizu (64), lo escucha emocionada. Fue monja hasta los 50. Tuvo 14 hermanos. Dos de ellos fueron jesuitas. Así conoció a Bergoglio.

Fue mi guía espiritual durante tres años, de mis 28 a mis 31. Me marcó mucho. Era como un padre o un amigo. Era un igual. Siempre fue así. Sentías que te escuchaba. No había nada más que eso. Te miraba a los ojos. Te prestaba atención. Me gustaba porque era así con todos, prestaba mucha atención, por ejemplo, a los niños, sin subestimar su edad”, cuenta.

Como dijo, los hermanos de Sole, jesuitas, compartieron tiempo en el Colegio Máximo de San Miguel, cuando él era Provincial, la máxima autoridad regional de la Compañía de Jesús.

“Fue una linda relación. Los sábados, cuando iban a los barrios, los despedía en la puerta. Les podía perdonar todo, excepto que no fueran un sábado a dar catequesis a los chicos, después de estudiar toda la semana”, cuenta Sole, que dejó de ser monja hace 14 años, y cuenta algo que define a Jorge Bergoglio casi como ninguna otra cosa: “¿Sabés qué hacía los sábados a la noche con mis hermanos? Les miraba los zapatos. Tenían que volver con barro. Él les decía: ‘al barrio y al barro’”.