Las montañas fueron, desde que el hombre intenta ser civilizado, espacios de adoración. Veneradas en la antigudad por aproximarse a los creadores, analogadas en pirámides en Egipto y mesoamérica, en las zigurats babilónicas y las ushno incaicas.
También entrañan misterios en su corazones que han alimetando a la literatura e, incluso, bajo el clima de la guerra fría, a la mitología de seres paranormales: Erebor, la Montaña Solitaria, de los enanos del El Señor de los Anillos de Tolkien, El tesoro de la Montaña Azul de Emilio Salgari o la ciudad ciudad intraterrena de Erks, en torno al cordobés cerro Uritorco, son solo algunos ejemplos de cómo aquello que permanece oculto, insondeado, puede despertar el imaginario.
Ya en lo utilitario, en Noruega los tesoros cobran forma de semillas para la supervivencia de la especie en la “bóveda del fin del mundo”, a la espera de un apocalipsis, mientras que en el Fort Knox suizo, un búnker bajo los Alpes, se encuentran dos gigantescos data centers, en los que se custodia un ‘genoma digital’ que servirá para descifrar formatos obsoletos para generaciones futuras.
Haberse cruzado con este último proyecto fue lo que motivó a Jimena Travaglio (Viedma, 1986) a tomar el pico para excavar en la Montaña insomne, su nueva muestra en la Fundación El Mirador, en la que con su laborioso quehacer reconstruye una historiografía de las motherboard, los micropocesadores y los chips, símbolos de la comunicación y también del control de estos días.
Curada por Andrei Fernández, la exposición reúne en los dos niveles del espacio frente a Parque Lezama los tejidos realizados desde 2023, en los que Travaglio recurre a 383.409 cuentas para recrear estos “cerebros” que cumplieron funciones sencillas y programáticas como el funcionamiento de una licuadora a convertirse en un ápendice de la vida contemporánea, que, en la dama de la cartera o el bolsillo del caballero, habitan en los teléfonos móviles.
La primera obra que se vislumbra es un tapiz gigante, de 3,50 por 2,70 metros, elaborado con cuentas de acrílico que consume casi la totalidad de la pared. En ésta -la primera pieza en ese tamaño de la artista y también su debut en el trabajo colaborativo- confluyen “cierta idea del glitch, de la repetición de la superposición, haciendo un poco de referencia a todas esas imágenes que consumimos a través de las redes sociales, a través de las pantallas y que es imposible absorberlas o darle algún sentido lógico”, explica Travaglio en un recorrido con Infobae Cultura.
La pieza comparte cierto código matriz con los tapices flamencos, en eso de la abundancia de los detalles y la utilización de todo el espacio, aunque no -lógicamente- en la figuración que remite a cierto misticisimo, a partir de lo que parecerían ser dos ojos que todo lo observan y que, a su vez, todo lo atraen en un efecto psicotrópico.
Hay algo de lo religioso entre las 126 mil cuentas de acrílico utilizadas, como un mantra en el que la imperfección se filtra si se observa al detalle, en una coloración disimil, en alguna secuencia que, en lo mínimo, se sudbierte para manifestar, quizá, que detrás de toda gran creación de control los inexorable existe y que toda tecnología es, a fin de cuentas, una expresión de la imperfecta humanidad.
En el subsuelo, se encuentran el grueso de los tapices, la mayoría de un metro por un metro, realizados con cuentas de cristal checo, que otorgan una mayor luminiscencia refrectaria y que establecen así un paralelismo con la profundidad física de la montaña que resguarda a los sistemas que procesan datos.
“Tomé como referencia a imágenes de microchips de distintos tipos de dispositivos digitales. Hay como una especie de cronología, que no está ordenada, de cómo se fue avanzando tecnológicamente”, explica.
Mientras en la gran obra principal se alude a la experiencia colectiva de la sobrecarga visual, las piezas más pequeñas se convierten en los elementos que la alimentan, que generan una interrelación, un feedback, el mecanismo por el cual la salida de un sistema se redirige a la entrada para controlar su comportamiento, el alma de la montaña que nunca duerme.
“Los hice pensando en esta idea del control, de cómo nosotros portamos un chip donde vamos entregando toda nuestra información personal, y que esa información personal obviamente se usa con distintos propósitos que muchas veces ignoramos o queremos ignorar”, dice.
Y agrega: “Las redes sociales nos van educando, nos van formando y van moldeando nuestros intereses, nuestras formas de alimentarnos, de tratar el cuerpo, de pensar las cosas que nos rodean”.
La velocidad y la aceleración propias de lo digital se contrastan con la lentitud y el carácter ancestral del tejido manual como espacio de resistencia y reflexión. En su proceso de ensamblar cuentas, ese mantra que se repite una y otra vez, Travaglio pone en disputa la concepción del tiempo, reflexión que desarrolló en series anteriores.
En Jitter (2017-2022) creó en una iconografía en torno a los ruidos, indeseados y abruptos, que irrumpen durante el envío de señales digitales. No puede evitarse el paralelismo con las explosiones, rayos o terremetos que irrumpen de la nada para resquebrajar la solidez de ese macizo (digital).
A su vez, en Medir es controlar (2022), los tapices tenían sistemas de mecanismo de relojería, para poner el foco en la metrología, la ciencia de la medición que busca asegurar la calidad y la trazabilidad de los procesos.
Estas dos acercamientos se expanden en su penúltima serie, Monitoreo y control (2022), donde la artista retomaba referencias visuales que provenían de cámaras de seguridad instaladas en instituciones punitivas, como cárceles y escuelas. Las imágenes mostraban cuerpos en actividades colectivas, como gimnasia o desfiles militares, donde el individuo se diluía en una masa maquínica.
Montaña insomne es parte de un largo proceso reflexivo que trasciende lo explícito del objeto tecnológico y que pone el centro en la parte más pequeña de un sistema que se encuentra invisible pero que termina limitando los comportamientos sociales hasta la despersonalización, aún cuando lo que se exalta es lo individual. Y es que, como microchips realizados en serie, las expresiones personales mediatizadas terminan reproduciendo modelos que alimentan y se cobijan en lo profundo de unos data centers, en los corazones ahora tecnológicos de los accidentes geologógicos.
La era de las montañas, como espacios de veneración o generadoras de mitologías y leyendas, pareciera estar llegando a su fin: lo poético, lo misterioso, lo improbable, pierde espacio ante los avances de la deshumanización tecnócrata que propone habitar un mundo con fantasías en I.A., a construir identidades digitales y nuevos relatos arrancados de la herencia cultural, a amontonarnos como cuentas de acrílico. Allá, bajo bóvedas ocres resguardadas por hombres armados, donde nunca ingresa la luz. Donde nunca nadie duerme.
*“Montaña insomne” de Jimena Travaglio, en la Fundación El Mirador, Brasil 301, CABA. De jueves a sábado, de 15 a 19 hs hasta septiembre. Entrada gratuita.