Jesse Ball, autor de

Con excelente traducción de Carlos Gandini, la editorial Sigilo acaba de publicar una nueva edición de Toque de queda de Jesse Ball y es una buena oportunidad para adentrarse en la obra de un autor original, diferente.

Toque de queda se desarrolla en una ciudad sin nombre gobernada por un régimen represivo donde la música y el arte están prohibidos, y el silencio se impone mediante el miedo. William Drysdale, que en su día fue un violinista de renombre, ahora trabaja escribiendo epitafios para aquellos que han desaparecido o esperan su ejecución. Su hija Molly, de ocho años, muda pero con una imaginación desbordante, se convierte en el corazón emocional de la novela. Cuando William rompe el estricto toque de queda de la ciudad para asistir a una reunión secreta de la resistencia, Molly se queda atrás y monta una oscura obra de títeres con un vecino: un relato alegórico de la historia de su familia y la opresión de la ciudad.

Desde las primeras páginas, nos adentramos en un mundo fracturado construido a partir de fragmentos de memoria y silencio. Su narrativa toda se resiste a la linealidad y a las convenciones; distorsiona el tiempo, mezcla escenas y nos aleja de la comodidad de la simple ecuación “causa y efecto”. Lo que Ball consigue con esta forma fragmentada no es simplemente un juego estético, sino un espejo del caos interno de sus personajes. La vida en ese lugar imaginado no se desarrolla de forma ordenada, sino que avanza caótica, ensombrecida por el dolor y la incertidumbre. Los momentos llegan fuera de secuencia, no para confundirnos, sino para situarnos en el ritmo del trauma. Aquí, el tiempo es elástico. Los recuerdos se funden con el presente. El dolor se repite sin cesar. Cada fragmento forma parte de un mosaico más amplio, incompleto pero resonante, y el lector se convierte en un participante activo, que va armando con las piezas un rompecabezas a partir de los silencios y las sugerencias. Ball le pide mucho a sus lectores. Y eso se agradece.

Así como en la mente, la novela se acomoda al funcionamiento real del pensamiento y la memoria. No hay pausas entre capítulos y perdemos un poco el norte narrativo. En su lugar, Ball nos ofrece una forma de sentir el tiempo como lo hacen sus personajes: fluido, inestable e inquietante. Capta profundamente la naturaleza subjetiva de la memoria: cómo, en momentos de profundo dolor o reflexión, nuestra mente no reproduce los acontecimientos en orden cronológico, sino que da vueltas, salta y se detiene en fragmentos, como en un sueño recurrente.

La urgencia emocional de la novela es por momentos surrealista. Incluso las escenas más banales vibran con tensión, con la certeza de que algo invisible siempre está presionando. Hay un temor silencioso que impregna Toque de queda, una sensación de que lo ordinario puede desmoronarse en cualquier momento y lo cotidiano se vuelve extravagante, demoledor, o simplemente extraño.

En su obra, Ball escribe sobre la soledad y muchas veces responde a la frase de la canción de Charly García “la mustia sensación de que el tiempo se echó a perder”: la conversación que no se tuvo, la mano que no se tomó, el momento que se perdió. No es melodramático. Es simplemente cierto. Esa verdad duele.

Los dos personajes principales de la novela están habitados por la soledad. La soledad de William, el padre de Molly, tiene varias capas: es el dolor de un viudo, el silencio de un hombre que antes estaba lleno de vida y la impotencia de un padre que intenta proteger a su hija de un mundo brutal. Aunque está profundamente dedicado a Molly, está emocionalmente aislado, resignado, y cauteloso. Su silenciosa rebelión al romper el toque de queda es tanto un acto de desesperación como de esperanza, un gesto solitario contra un sistema abrumador. La soledad de William no es ruidosa, es una quietud, un peso, una presencia constante en su vida interior. Y Molly, la hija de ocho años de William, es muda, pero su silencio es rico en expresiones. Muy inteligente y creativa, procesa el mundo a través del juego, los símbolos y la imaginación. Su soledad es diferente a la de su padre: está llena de nostalgia e inventiva. Extraña a su madre, siente el dolor de su padre y, sin embargo, encuentra formas de conectar a través de historias y títeres. Su soledad está llena de color y vida, pero sigue siendo una soledad nacida de la pérdida y el silencio.

Sin embargo, a pesar de su melancolía, Ball salpica su narrativa con momentos de bondad, encuentros que parecen pequeñas misericordias. Una mirada compartida. La palabra de un desconocido. Estas escenas nunca son exageradas, pero tienen el peso emocional de los discursos de una novela. En el mundo de Ball, una sola mirada puede redimir una vida. Y ese minimalismo es clave. No llena la página de adornos. En cambio, nos da espacio para sentir. Las frases son cortas, sí, pero se abren a un vasto territorio emocional. Donde otros escritores explican, Ball sugiere. Y no es solo una elección estilística, es una invitación. Obliga al lector a inclinarse y hurgar, a habitar los silencios, a reconstruir las emociones no expresadas.

Toque de queda es una exploración tranquila pero resonante de la vida bajo la tiranía, donde se impone el silencio y la soledad, y la imaginación se convierte tanto en refugio como en resistencia. A través de las vidas silenciosas de William y Molly, Ball examina cómo los individuos afrontan la pérdida, no solo de sus seres queridos, sino también de la libertad, la expresión y la verdad. Su relación se convierte en un santuario en un mundo despojado de sentido, y sus pequeños actos de creatividad se erigen como un silencioso desafío contra la maquinaria del control. Con su lenguaje sobrio y su atmósfera inquietante, Toque de queda nos recuerda que, incluso en los momentos más oscuros, el espíritu humano busca conexión y que las historias, por frágiles que sean, constituyen el puente entre la memoria y el presente, entre la soledad y la compañía, entre la libertad interior y la opresión exterior.