La dinastía de los Ptolomeos en Egipto, célebre por su compleja red de relaciones familiares y su inclinación al exceso, ha sido objeto de un exhaustivo análisis en el libro Las Cleopatras, las reinas olvidadas de Egipto (Ático de los Libros). En esta obra, el catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Cardiff, Lloyd Llewellyn-Jones, explora la vida de las mujeres que llevaron el nombre de Cleopatra, desvelando episodios de violencia, incesto y ostentación que superan cualquier ficción.
Entre los relatos más impactantes que recoge Llewellyn-Jones figura el banquete celebrado en el año 130 a. C. por Cleopatra II en su palacio de Alejandría. Durante la celebración de su 55 cumpleaños, la reina recibió un cofre de ébano que contenía el cuerpo desmembrado de su hijo, Ptolomeo Menfita. Este macabro obsequio fue enviado desde el exilio en Chipre por su exmarido y hermano, Ptolomeo VIII Evergetes —apodado Fiscón—, junto con la esposa de este, Cleopatra III, hija de Cleopatra II y sobrina de Fiscón.
Lejos de sumirse en el dolor, la madre expuso públicamente los restos de su hijo para incitar la ira popular contra Fiscón. Este episodio, según el historiador galés, ilustra tanto la crueldad de los Ptolomeos como la confusión derivada de sus relaciones incestuosas y la repetición de nombres en la familia.
La estructura familiar de los Ptolomeos se caracterizaba por matrimonios entre hermanos, padres e hijas, y sobrinos, lo que generaba una red de alianzas y traiciones difícil de seguir incluso para los escribas de la época. Fiscón y Cleopatra II compartieron el trono con Cleopatra III, a quien se atribuía haber sido violada por su tío.
De esa unión nacieron Ptolomeo IX Látiro y Ptolomeo X, conocido en Alejandría como Ho Kokkés. El propio Fiscón había asesinado previamente a su sobrino, el joven rey Ptolomeo VII Neos Filopátor, el mismo día en que contrajo matrimonio con su madre, y según el historiador Justino, “entró en el lecho de su hermana aún cubierto de sangre”. Llewellyn-Jones describe a los Ptolomeos como una familia marcada por el exceso y la violencia, donde el poder y la supervivencia se dirimían en el seno de la propia familia.
La obesidad era otro rasgo distintivo de la dinastía. Fiscón, apodado por los alejandrinos como Kakergetes (el Malechor), presentaba una obesidad tan extrema que su vientre superaba la envergadura de dos brazos extendidos. El historiador galés señala que “sufría de una obesidad mórbida, con un vientre tan grande que su circunferencia superaba la envergadura de dos brazos extendidos”, y que apenas podía desplazarse sin ayuda.
Un senador romano lo describió como repulsivo, envuelto en un caftán rojo transparente, y consideró que su gordura era símbolo de la degeneración oriental. Llewellyn-Jones no descarta que este personaje haya inspirado figuras como el barón Vladimir Harkonnen de Dune o Jabba el Hutt de La guerra de las galaxias, y añade que “lo podríamos comparar también con el Jabba el Hutt de La guerra de las galaxias, un cuerpo que habla del poder, de la riqueza, de la indolencia y del vicio”.
La tryphé, término griego que alude a la desmesura, el lujo y el desenfreno, era central en la identidad de los Ptolomeos. El exceso en el consumo de alimentos, la ostentación de riqueza y la exhibición de poder formaban parte de su imagen pública. “Como los oligarcas rusos actuales”, compara Llewellyn-Jones. La dinastía no solo acumulaba riquezas, sino que las mostraba de manera ostentosa, llegando a poseer embarcaciones que hoy serían considerados megayates.
Las mujeres de la familia, especialmente las Cleopatras, tampoco respondían al ideal de belleza que la cultura popular les atribuye. El nombre Cleopatra, que significa “gloria de su padre”, era prestigioso por haber sido llevado por la hermana de Alejandro Magno. El historiador afirma que “no eran muy sexis, aunque el poder político tiene su propia sensualidad”.
Incluso Cleopatra VII, la más célebre de todas, no destacaba por su atractivo físico, sino por su carisma, inteligencia y habilidades políticas. “Tenía carisma, los rostros se volvían hacia ella cuando entraba en una habitación, era una gran conversadora, políglota, inteligente, culta, pero si ves su rostro en las monedas… La imagen popular que tenemos de Cleopatra VII es un cliché, una creación, y está entreverada de representaciones medievales, renacentistas, victorianas o cinematográficas, siempre con esa pátina de belleza misteriosa producto de la visión occidental de Oriente”, explica Llewellyn-Jones. El historiador compara su magnetismo con el de figuras políticas contemporáneas, recordando que hubo quienes consideraron a Margaret Thatcher tan atractiva como Marilyn Monroe.
El incesto, tanto entre hermanos como entre padres e hijas, era una práctica habitual en la dinastía, motivada por la voluntad de mantener la pureza de la sangre y evitar matrimonios con personas de menor rango social.
Además, tenía un componente religioso, al emular las relaciones de los dioses egipcios y griegos. “La familia que duerme unida permanece unida”, apunta Llewellyn-Jones. Entre los casos más notorios destaca el de Cleopatra V Berenice III, que contrajo matrimonio con su tío Ptolomeo X, con su padre Ptolomeo IX y con su sobrino e hijastro Ptolomeo XI, quien finalmente la asesinó.
El autor de Las Cleopatras considera improbable que los Ptolomeos fueran conscientes de los riesgos genéticos de la consanguinidad, ya que para ellos el incesto era un medio de preservar la divinidad y el poder familiar. “Para ellos el incesto suponía mantener la pureza de la sangre, y se veían como dioses, y los dioses egipcios y griegos eran incestuosos”, dijo al diario El País.
La ausencia de restos físicos de los Ptolomeos impide analizar el impacto biológico de estas prácticas, aunque Llewellyn-Jones menciona el hallazgo en la tumba de Éfeso conocida como el Octógono de lo que podría ser el esqueleto de Arsínoe IV, hermana de Cleopatra VII, a quien esta última mandó asesinar, al igual que a su hermano Ptolomeo XIV. El historiador sugiere que un análisis de ADN podría revelar las consecuencias de generaciones de incesto en la familia.
Cleopatra VII no fue una excepción dentro de la dinastía, sino la culminación de una línea de mujeres poderosas y políticamente activas que influyeron en la historia de Egipto y el Oriente helenístico durante más de siglo y medio. El libro documenta la ferocidad y la capacidad de estas reinas, cuyas vidas rivalizan en dramatismo con la de la última Cleopatra.
Entre los episodios más violentos destaca la lucha entre las hermanas Cleopatra IV, Cleopatra Trifena y Cleopatra Selene, hijas de Cleopatra III e implicadas en la monarquía seleúcida de Siria.
El enfrentamiento culminó cuando Trifena ordenó la ejecución de Cleopatra IV, quien se refugió en el santuario de Apolo en Dafne. Los soldados, tras dudar, recibieron la orden de “cortadle las manos”, y así lo hicieron, provocando la muerte de Cleopatra IV entre maldiciones a su hermana. Trifena también fue asesinada poco después, mientras que Cleopatra Selene se casó con su cuñado y posteriormente con su hijastro, que era también su sobrino.
En cuanto al destino de la tumba de Cleopatra VII, Llewellyn-Jones considera probable que se encuentre bajo el mar en Alejandría, al igual que el sepulcro de Alejandro Magno, y descarta la posibilidad de hallarla en Taposiris.
El historiador especula que, de haber triunfado Cleopatra y Marco Antonio sobre Octavio, Alejandría podría haber mantenido su estatus de gran ciudad universal, desplazando a Roma. En ese escenario, Cleopatra habría casado a su hijo Cesarión (Ptolomeo XV, fruto de su relación con Julio César) con Cleopatra Selene (hija de Marco Antonio), perpetuando la tradición de enlaces entre hermanos y asegurando la continuidad de la dinastía.
A pesar de su preferencia personal por los Aqueménidas, la dinastía persa, Llewellyn-Jones muestra una especial sensibilidad hacia la poesía de Cavafis, en particular los versos que evocan la melancolía de la familia real alejandrina: “Aunque en verdad sabían cuánto valía eso, / qué palabras vacías eran esos reinos”.
El autor se emociona al comentar los recientes hallazgos de restos del Faro de Alejandría, posiblemente pertenecientes a su entrada monumental, y destaca el sentido del humor que impregna su obra, ejemplificado en la cita que encabeza el epílogo: la exclamación de un inglés anónimo tras ver a Sarah Bernhardt interpretar a Cleopatra en 1895: “¡Pero qué diferente de la vida familiar de nuestra querida reina!”.