Diego Rojas era, ante todo, periodista. Un periodista culto, que había pasado por la carrera de Letras, pero también un periodista valiente, que logró una entrevista que fue fundamental en la condena del sindicalista José Pedraza en la causa del homicidio del militante Mariano Ferreyra. Rojas era un militante trotksista y, también, era hijo de una familia boliviana de clase media alta. Irónico, autoparódico, amante del mejor cine y de los Negronis, Rojas cruzó su mirada y sus conocimientos políticos con los de arte, de literatura y la propia raíz famliar y escribió Los días de La Zona.

Entregó la novela ya en el hospital, internado por las complicaciones de un transplante de riñón. Los días de La Zona ocurre durante un gobierno de ultraderecha que ha decidido “desbolivianizar” la Argentina. Mientras, en un gueto donde viven los bolivianos se organiza una resistencia que no será amorosa sino violenta como la que más. Entre los combatientes más aguerridos están las “cholas”, las mujeres con sombrero y pollera tradicionales de la cultura boliviana.

Aquí, algunos fragmentos de la novela:

Los días de La Zona (Fragmentos)

–Estamos ante una amenaza –siguió el líder de Aurora–. El grupo Wermus no es el culpable de los últimos acontecimientos. Eso significa que hemos fallado. Tenemos otro enemigo interno. Y debemos acabar con él. La multiplicación de nuestros enemigos demuestra que no es momento de aperturas. Si exterminamos a los bolitas, vamos a pararnos de otro modo ante la población. Ha llegado la hora de la espada.

Cuando era chico le gustaba Alfredo Alcón. Ahora intentaba mostrar la misma severidad del actor cuando interpretaba a San Martín en una película que había visto hacía muchísimos años, apenas salido del Liceo. Los aperturistas estaban siendo humillados.

–Algunos de ustedes piensan, señora Viola –dijo–, que nosotros estamos detrás del secuestro del hijo de Cánovas. «Al enemigo, ni justicia» es nuestro lema. Pero Cánovas no es el enemigo. Ya quisiera él serlo. Es solo un escollo en nuestro derrotero. Tal como usted y sus aliados en esta mesa. No muestre ofensa, prefiero que abandonemos la diplomacia y que hablemos con honestidad. No somos torpes: conocemos el arte de la intriga a la perfección, si nos propusiéramos llevar adelante una conspiración, no fracasaríamos. No nos falten el respeto.

El periodista Diego Rojas

Ahora bien: ¿Qué piensa, señora Viola, cuando siente el hedor primitivo en la cuadra de su casa, por la chola que vende ajos y limones? Sea honesta, ¿o no sabe que ese animal nunca debería haber llegado a nuestras tierras? ¿No se dice eso mismo cuando le cuentan que en plena calle evacuan sus heces y sus orines hombres borrachos con ropas andrajosas? ¿No desea que nunca hubieran venido, cuando se da cuenta de que la sociedad argentina sufre una degeneración racial inédita, cuando ve que la indiada ha ganado espacios masivos en la población? Si no iniciamos la guerra final, todo lo que logró este Proceso tan trabajosamente será destruido a través de una invasión silenciosa.

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El Mallku vestía un jean, saco gris y una polera blanca de cuello alto. No era indio, aunque tenía los rasgos mestizos de un galán de telenovela latinoamericana en la madurez. Un canoso Ricardo Montalbán, recordé pensando en alguna serie televisiva de mi infancia. Mostraba un aire antiguo y moderno a la vez. Irradiaba autoridad.

–¿Quieres té, café, Ariel? ¿Whisky? –permanecí en silencio–. Bien, así nomás, entonces. ¿Te sientas? –me invitó.

Su estudio tenía un aspecto austero: un estante con libros, una mesita y el sillón. Nos sentamos frente a frente.

(…)

–Nos hicimos famosos por atacar a los turistas, por chicotear a los blancoides en las calles si nuestros hermanos los denunciaban por sus actitudes soberbias. Fuimos los primeros diputados que arrastraron por los pasillos del parlamento a una Núñez del Solar que le dijo por lo bajo «Colla de mierda» a una compañera chola. Hasta la plaza San Francisco la llevamos, resguardados por nuestra propia guardia de ponchos rojos, que impidió que la policía la rescatara. Y apedreada fue, ajusticiada por el propio pueblo que ella despreciaba.

Debido a nuestra merecida fama, cuando los falangistas empezaron la guerra se dedicaron a cazar a los nuestros, que estaban entrenados en el rigor y en el dolor y que estaban dispuestos a todo: mal ejemplo podían ser. Pronto, las fuerzas de nuestra organización mermaron de modo significativo. Bajas aquí y allá. Como te decía: masacres. En ese estado de cosas, mis camaradas decidieron que yo marchara hacia el exilio para que, una vez mejoradas las condiciones, regresara para vencer.

–El Evo quiso y quiere ser estadista a la usanza occidental. Pero hay guerra civil. Durante un mitín en la plaza de los estudiantes de Sucre, un blancoide se inmoló entre el público, cerca del estrado. Treinta y cinco muertos, sesenta heridos y un poncho rojo caído de mi propia seguridad: tal fue la potencia de su dinamita. Todito el cuerpo cubierto con pólvora estaba. Por una cuestión de segundos yo mismo no morí.

Entonces obedecí la decisión del comité central de salir momentáneamente del país. Pude dejar Cochabamba sin que nadie me notara y seguí al pie de la letra el plan de pernoctar en casas operativas cada doscientos kilómetros, hasta llegar, por fin, a la frontera. Atravesé los paisajes más difíciles a pie, en burro y en camión. No sabes, Ariel, esa perversa combinación de belleza y muerte que caracteriza a mi tierra.

La clandestinidad ha sido una de las formas más extendidas de la militancia en Bolivia, donde los revolucionarios hemos sido como conejos perseguidos por los perros de caza de los blancoides. Siempre que salía de mi país en distintas épocas, debido al fragor de la lucha, me daban refugio los izquierdistas de cada país al que llegaba, pues. ¿Y qué encontraba? Sorprendidos se mostraban cuando les contaba de dónde venía, cuando les explicaba que había soviets mineros, milicias obreras, ejércitos campesinos. A historia inventada les sonaba todito eso, que fruto de la imaginación solamente podía ser. Las asignaban a la fantasía porque para ellos la revolución se hacía desde los comités, sentados en sus sillas, discutiendo a Marx o a Lenin sin preocuparse, ¿no ve?, por alcanzar la fusión necesaria con el campesinado y el proletariado o, como decimos nosotros, con el pueblo indio.

Ceremonias. Rojas da cuenta de un cruce de culturas. (REUTERS/Claudia Morales)

En Bolivia hemos sentido varias veces el temblor que precede al terremoto revolucionario. Y también el ulular del país herido cuando la revolución retrocede. La guerra civil no permite determinar con seguridad si se avanza o no.

(…)

Después, abracé uno a uno a los tres militantes: Domitila, Paulina y Andrés. Había lágrimas en sus ojos, pero también valor. A la medianoche partimos, en el punto señalado nos despedimos. A la una de la mañana comenzó el ataque.

Los nuestros tenían ametralladoras, pistolas y también cargas de dinamita. Hicieron volar la casilla principal. Esperé unos instantes mientras comenzaba a escuchar el traqueteo de los disparos y me acerqué a mi objetivo. Los soldados del tercer punto de vigilancia fueron a ayudar a los atacados. Como un reloj funcionaba el plancito, pues.

Cuando los vi correr, disparé un arpón que se incrustó en el muro y del que pendía una cuerda. Yo estaba vestido de negro y tenía conmigo una mochila con armas para defenderme, llegado el caso. Comencé a escalar. Sirenas y voces de alerta salían desde altoparlantes. Los nuestros no dejaban de disparar y tirar cargas de dinamita. Empecé a correr sin mirar atrás. El ruido de los disparos no solo se hacía cada vez más lejano, sino que el espacio entre las balaceras se acrecentaba cada vez más.

Después de quince minutos, más o menos, ya no había disparos, solo sirenas. Los nuestros habían muerto. Lo habían dado todo por la revolución.

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Parte de guerra. ANCLA. (Corresponsal. Desde el frente de batalla).

Durante las primeras horas de la madrugada comenzó la ofensiva dirigida por el Ejército Popular de los Mallkus, organización de combate que lidera esta guerra, contra el enemigo fascista que administra el país y el gueto conocido como «La Zona», desde la Casa Rosada.

Organizados en diversas guarniciones, los milicianos se trasladaron bajo la sombra de la noche y a través de los caminos más ocultos a los lugares donde se iniciaron las batallas, que, podemos informar, han concluido en una primera victoria sobre el enemigo.

Miles y miles de combatientes protagonizaron los movimientos generales iniciales de la insurrección, dirigidos por el Ejército de los Mallkus contra la dictadura que gobierna la Argentina.