Es apenas un triángulo isósceles. Una porción de pizza de adoquines, que ahora tiene juegos y canteros, pero en aquella época era un potrero de tierra y pasto. Allí revoleaba su portafolios el papa Francisco, cuando tenía nueve años, y corría después de la escuela para jugar un partidito con sus amigos.
La plazoleta Herminia Brumana, en Flores, pese su escasa superficie, tiene un nombre propio entre los espacios verdes porteños. Porque allí aprendió a amar el fútbol el Papa que amaba el fútbol. Hay una placa colocada por la Legislatura porteña que lo recuerda: “Por aquí corría Jorge detrás de una pelota”.
A media cuadra está la casa de la infancia de Jorge Bergoglio, que solo conserva el solar donde creció y jugó con sus cuatro hermanos, sobre la calle Membrillar 531. Es solo uno de los rincones de Buenos Aires que conocieron a Francisco antes de ser Papa, incluso, antes de conocer su vocación religiosa. Y justamente a unas cuadras de allí, a los 17 años, un día de la Primavera, cuando estaba casi de novio y se estaba yendo a festejar el día con otros amigos, pasó por la puerta de la iglesia de San José de Flores y vio una luz encendida en el confesionario y sintió ganas de confesarse.
Fue allí donde descubrió qué quería hacer de su vida. Años más tarde, diría, en una comida informal con otros obispos, unos días antes de ser nombrado Papa: “Dejen las puertas abiertas de las iglesias, así la gente entra, y dejen una luz encendida en el confesionario para señalar su presencia y verán que la fila se formará”.
Pero aquella tarde de primavera no dijo nada. Mantuvo el secreto hasta un año después. De a poco se fue bajando de las salidas, de los bailes, donde dicen todos que se destacaba. Justamente fue en un baile en una vieja casona en Flores cuando reunió a sus amigos y les anunció que quería ser sacerdote. Hubo lágrimas amargas en la platea femenina, dicen quienes estuvieron allí.
Si algo conocía y amaba Bergoglio, era la ciudad entera. Incluso cuando era arzobispo de Buenos Aires, se lo veía a bordo de colectivos y subtes, sin acompañantes ni custodias. El subte lo conocía al dedillo. Lo usaba para viajar desde la sede de la Curia, donde vivía, junto a la Catedral, al resto de la ciudad. Si había que conectar con un colectivo, no tenía problemas en subirse y sacar boleto o adoptar la Sube, en sus últimos años en Buenos Aires. Solía tomar el desaparecido 5, colectivo que lo llevaba desde el Centro a Flores, a Villa Lugano. Después, caminaba. O el colectivo 70, con el que llegaba hasta las villas de Barracas.
Desde la primera vez que se lo encontró a bordo del 70, llegando a la villa 21-24, Darío Giménez, vecino de ese barrio, supo que Bergoglio era uno más de ellos. Un hombre de a pie. Fue por eso que no dudó en convertirse al catolicismo y en pedirle que bautizara a su hija María José. Un día, lo invitó a comer a su casa, ahí en la villa. Bergoglio aceptó la invitación. Los dueños de casa se sentían con vergüenza de servir solo unos fideos con tuco, todo lo que tenían. “De pronto me miró a los ojos y me dijo, “me gusta sentarme en la mesa de los pobres, porque sirven la comida y comparten el corazón. A veces, los que más tienen, solo comparten la comida”. Me hizo sentir muy bien”, contó Darío.
Podría haber pedido un auto con chofer, estaba entre sus prerrogativas como arzobispo, pero nunca lo usó. En los primeros días de su pontificado, el mundo se sorprendió de ver una foto suya, como arzobispo, en un vagón del subte A, repleto de pasajeros. Era de los momentos qué más disfrutaba. No llevaba celular, porque no tenía uno. Y aprovechaba esos momentos para conversar con quien se sentaba al lado.
“Siempre me gustó usar el transporte público: es una manera de estar entre la gente, de sentir su calidez y sus preocupaciones”, sostuvo el año pasado en una entrevista con un medio italiano, donde contó que una de las cosas que más extrañaba desde que se convirtió en Papa era el viajar en transporte público. “En la actualidad, es uno de los hábitos que más extraño”, dijo.
“No quiero irme de Buenos Aires. Soy porteño. Fuera de Buenos Aires no siervo para nada”, le dijo al nuncio apostólico en 1997, cuando le anunció que le asignarían un nuevo destino. Finalmente, lo nombraron coadjutor del entonces arzobispo de Buenos Aires, monseñor Antonio Quarracino. Su amor por Buenos Aires se puso en evidencia en cada uno de los días que vivió en esta ciudad, a la que siempre añoró volver. No como Papa, sino como lo que fue por tantos años, un vecino más. Para tomarse un colectivo, perderse entre la gente.
Que no ande solo por la calle
Un tiempo antes de que fuera elegido Papa, un grupo de sindicalistas porteños habían llamado a las oficinas de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires. Estaban preocupados. “Dígale al padre Bergoglio que no ande solo por la calle. Está peligroso. Hay mucha gente que no lo quiere”, dijeron. Había estado denunciando la actividad de los talleres clandestino, donde murieron varios niños y adultos en dos incendios. El llamado no era una amenaza, todo lo contrario. Estaban preocupados por su seguridad. Es un pedido de personas que manejaban cierta información y que estaban preocupadas por su seguridad y por su elección de andar por las calles como un porteño más.
“La calle no la dejo”, respondió Bergoglio, desinteresadamente por el comentario que le traían sus colaboradores. Yo necesito estar en contacto con la gente. Si no, me neurotizo, me convierto en una rata de sacristía”, dijo.
Su elección tenía un fundamento. Él sabía que la clave de su liderazgo, de la revolución que comienza en la vida de aquellos que recién lo conocían residía en el hecho de verlo como una persona cercana. Como uno más de ellos. Como un hombre que tomaba el colectivo en la esquina. “Jesús pasó haciendo el bien. Él pasó. Caminó en medio de su pueblo. Se metió entre la gente. ¿Saben cuál es el lugar físico en el que Jesús pasaba más tiempo? La calle”, dijo durante un mensaje público en 2012.
¿Qué le gusta mucho de Buenos Aires?”, le preguntaron en una entrevista realizada por el equipo de prensa del Arzobispado, en noviembre de 2011, cuando concluyó su mandato como presidente de la Conferencia Episcopal. “Callejear. Cualquier rincón de Buenos Aires tiene algo que decirnos. Buenos Aires tiene lugares, barrios y pueblos. Lugano es algo más que un barrio: es un pueblo con idiosincrasia que lo diferencia de un barrio común. Hay lugares, como grandes avenidas, que son solo lugares; algunos barrios mantienen su encanto”, dijo.
En la Iglesia de la Misericordia, en Mataderos todos recuerdan aquellos años en los que Bergoglio se aparecía con bolsas de ropa y donaciones para las familias más humildes, a quienes en muchas ocasiones iba a visitar a su propia casa. Un día, contó el padre Fernando Gianetti, llovía a cántaros. Era el día de las fiestas patronales. “Sonó el timbre de la casa parroquial, fui a atender y cuando abrí la puerta me encontré a Bergoglio, en galochas, bajo la lluvia. Se había comprometido a participar y lo hizo pese al clima. De hecho se tomó el subte y el colectivo 103 y ni el diluvio lo hizo desistir”, relató Gianetti.
Se movía con la misma soltura en las villas que entre ámbitos académicos, donde no tardaba en destacar por sus filosas reflexiones. Pero entre la gente más humilde parecía sentirse más cómodo. Por eso, sus visitas a los barrios más carenciados terminaron dando lugar al movimiento de los curas villeros, que él mismo impulsó como arzobispo de Buenos Aires.
Para los vecinos de la villa 21-24, de Barracas, era “el padre Jorge” era un viejo conocido, de la época en la que decidió llevar la palabra de Dios a pie y a todos lados. En la villa 1-11-14, en el Bajo Flores, los vecinos contaron que solían verlo pasar por los angostos pasillos del barrio, siempre vestido de negro y con paso diligente. No tenía miedo. Los conocía y lo conocían a él. Lo cuidaban. Ese era su mayor tesoro. Lo ha dicho él mismo y lo han repetido sus colaboradores. El papa Francisco estaba convencido de que, en las villas, la religiosidad es muy fuerte y la fe, profunda, al punto de que todos deberían aprender de ella. No solo se los decía a ellos. A su turno, lo repitió en la reunión de obispos de todo el continente, en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), durante la conferencia que se realizó en la ciudad brasileña de Aparecida, en 2007. “Tenemos mucho que aprender de la fe de los pobres”, dijo. Esa fue justamente la clave de su pontificado.
El 11 de septiembre de 2001 fue el día que cambió el mundo, con el atentado a las Torres Gemelas. Ese día, también se escribió parte del destino del Papa. Después de las terribles noticias que llegaban desde el exterior, Bergoglio se sumó a una oración interreligiosa que se celebró en el Obelisco. A su turno, eligió leer la oración de San Francisco de Asís: “Haz de mí un instrumento de tu paz”. Cuando terminó el acto, Bergoglio se fue caminando por Diagonal Norte, hacia la Curia, apurando el paso para llegar. Tenía varias preocupaciones en mente.
Unos 20 días después, le tocaba viajar a Roma para el Sínodo de los Obispos. Ese fue el punto en el que muchos sitúan el comienzo del liderazgo de Francisco en el Vaticano. Hacía apenas siete meses que había sido nombrado cardenal, para los demás obispos era prácticamente un desconocido. Pero, por los atentados, el cardenal de Nueva York, Edward Egan, que era el relator del encuentro, tuvo que quedarse en su ciudad. Fue entonces que él, que había sido designado relator adjunto, tuvo que asumir la voz principal del sínodo. Y para muchos obispos, ese fue el descubrimiento de su figura como líder de la Iglesia.
Bergoglio vivío hasta el último de sus días en Buenos Aires en el tercer piso de la Curia. A pocos metros está el puesto de diarios en el que compraba LA NACION todos los días: en Hipólito Yrigoyen casi esquina Bolívar, frente a la Plaza de Mayo. Su dueño saltó a la fama luego de que Francisco fuera elegido Papa, porque él mismo lo llamó para avisarle que ya no iba a continuar con su suscripción. De lunes a sábado, contó Luis Del Regno, le llevaban el diario hasta la Curia, a las 5.30 de la mañana. Él les juntaba las bandas elásticas con las que ataban el diario y se las devolvía en una cajita una vez al año. Así ocurrió hasta aquel mes de marzo, cuando viajó a Roma para participar del cónclave y elegir al sucesor de Benedicto XVI. Y no volvió más. “Se lo llevábamos de lunes a sábado. Los domingos, a las 5:30, él pasaba por el kiosco, compraba LA NACION, charlaba diez minutos. Después, se tomaba el colectivo 28 para ir a Lugano a dar mate cocido a chicos, a gente enferma”, contó Luis.