Zohran Mamdani, alcalde electo de Nueva York. REUTERS/Kylie Cooper

El resurgimiento de las ideas comunistas en Estados Unidos no es un fenómeno reciente ni es culpa de la “paranoia” de la ultraderecha o del histérico y reaccionario exilio cubano. Es la consecuencia tardía de un proceso histórico que comenzó hace un siglo y que fue advertido, una y otra vez, por los diferentes grupos de exiliados que conocían de primera mano la naturaleza del socialismo real… mientras, como en la película de Néstor Almendros, “nadie escuchaba”.

Desde los años treinta, con la llegada a Estados Unidos y al resto del hemisferio de intelectuales europeos, entre ellos figuras vinculadas o afines a la Escuela de Frankfurt, se instala una matriz crítica que, más allá del valor intelectual de muchas de sus obras, desplaza el eje del análisis marxista hacia lo cultural, lo identitario y lo psicológico. Esa mutación fue decisiva: el anticapitalismo, despojado del lenguaje soviético más burdo, se volvió respetable en universidades, fundaciones y revistas. La revolución dejó de predicarse sólo desde fábricas y soviets para hacerlo también desde seminarios, departamentos de sociología, estudios culturales y teorías críticas.

En paralelo, la Unión Soviética desplegó una red de espionaje e influencia cuya magnitud solo se comprendió en toda su dimensión décadas más tarde. Los documentos del proyecto Venona, las confesiones de desertores y los materiales del Archivo Mitrokhin confirmaron que la infiltración comunista en instituciones norteamericanas, incluidos el Departamento de Estado, sectores de la administración federal, el entorno del New Deal e incluso el proyecto nuclear, no era una fantasía cinematográfica. No todo lo dicho en tiempos del macartismo fue exacto o justo, pero la cómoda tesis de reducirlo todo a “histeria anticomunista” quedó desmentida: muchas sospechas tenían fundamento.

Y, sin embargo, durante todo ese tiempo hubo una comunidad que entendió el libreto desde el inicio: el exilio cubano. Desde 1959, mientras buena parte del establishment cultural y diplomático en Washington romantizaba a Fidel Castro o minimizaba la deriva totalitaria, los exiliados, víctimas directas del experimento socialista, denunciaban la naturaleza represiva del régimen, su vocación expansiva y sus vínculos con Moscú. El Departamento de Estado, con Roy Rubottom y William Wieland, y buena parte de la prensa “respetable”, Herbert Matthews, Jules Dubois, C. Wright Mills, por nombrar solo algunos, defendían o justificaban a Castro y descalificaban cualquier voz crítica como exagerada, resentida o reaccionaria. Eran los “locos” con el cartel en la esquina advirtiendo: “Esto viene para acá”. Y, como en Almendros, nadie escuchaba.

Hoy, con el archivo histórico sobre la mesa, resulta evidente que no eran ellos los delirantes, sino los más lúcidos. Sabían, por experiencia, que el socialismo se instala con promesas y se consolida con censura, comités, presos políticos y exilio.

Mientras tanto, la hegemonía cultural en Estados Unidos se fue inclinando de forma constante: manuales escolares que presentan el capitalismo casi exclusivamente como explotación; universidades donde el marxismo cultural opera como sentido común; medios donde “imperialismo”, “blanquitud”, “heteropatriarcado” y “neoliberalismo” son villanos permanentes, mientras las dictaduras socialistas son relativizadas, excusadas o cuidadosamente omitidas. De esa atmósfera surgen generaciones que asocian “socialismo” con empatía y justicia, y “anticomunismo” con ignorancia, odio o fanatismo.

Aquí aparece el giro perverso del lenguaje: decir “comunista” en el debate público se ha vuelto casi un suicidio retórico. No porque el comunismo haya sido rehabilitado, sino porque la palabra se percibe como un insulto vacío, un cliché de caricatura. Quien advierte sobre tendencias, métodos o discursos que toman de la tradición marxista-leninista es etiquetado de conspiranoico y, si además es cubano, se activa de inmediato el eco del vocabulario del régimen: “gusano”. El término “comunista” se usó tanto, tan mal y tan torpemente, que al pronunciarlo muchos dejan de escuchar antes siquiera de examinar la evidencia.

El resultado es que la batalla semántica la han ganado quienes más se benefician de esta confusión. “Comunismo” queda reservado para el horror extremo, indiscutible; “socialismo”, en cambio, circula como etiqueta boutique del idealismo progresista. Ahí está el núcleo del problema. No es necesario que alguien agite la bandera roja, aunque cada vez la vemos con más naturalidad en marchas y protestas, ni que cite a Stalin para reconocer la continuidad ideológica: basta revisar qué modelo de sociedad propone, qué lugar concede al individuo, a la propiedad, a la familia, a la libertad de expresión, al mérito, al mercado, a la nación.

Por eso no basta con el matiz cómodo de “esto no es comunismo, es socialismo democrático”. El exilio cubano, los exiliados de la Unión Soviética y bloque comunista, los venezolanos, los nicaragüenses, todos los que han visto la película completa, saben que la ruta empieza siempre con palabras aceptables: reformas, justicia social, redistribución, inclusión, derechos. El lenguaje viene edulcorado; las estructuras de poder, no tanto.

Cuando comprobamos que en grandes ciudades estadounidenses el discurso socialista deja de ser tabú para convertirse en plataforma legítima; cuando candidatos y figuras públicas asumen sin costo político etiquetas y agendas que hace pocas décadas habrían sido impensables en la corriente principal, las advertencias de aquellos exiliados dejan de sonar exageradas. No se trata de gritar mecánicamente que “tal alcalde es comunista”, esa simplificación solo fortalece al adversario, sino de observar con claridad que ideas antes marginales hoy gozan de prestigio cultural, presupuesto, cátedra y micrófono.

La respuesta no está en inflar insultos, sino en afinar el diagnóstico. Hay que dejar de regalarle el lenguaje a la izquierda. El problema es el socialismo como proyecto: la doctrina que subordina a la persona al colectivo administrado, que erosiona la propiedad, debilita los contrapesos, justifica la ingeniería social desde arriba y, en su versión consecuente, termina necesitando dosis crecientes de coerción.

Decirlo con todas sus letras no es paranoia: es precisión moral e histórica. El adversario no es solo quien se proclama comunista confeso, sino todo aquel que reivindica el socialismo como horizonte noble, blanqueando el costo humano que lo acompaña. La lección, después de Venona, Mitrokhin, Almendros y más de un siglo de exilios ignorados, es simple: cuando alguien nos dice qué ideas abraza, lo mínimo es creerle… y llamar a esas ideas por su nombre. Por lo tanto, seamos claros: denunciemos al socialismo por lo que es, criminal y liberticida, y asumamos sin complejos la tarea urgente de defender, explicar y restaurar los principios de una sociedad verdaderamente libre.