El Estado, para financiarse, recurre al uso de la coerción y confisca parte de los ingresos o el patrimonio de la población. Si bien existen teorías que proponen alternativas para obtener fondos públicos sin recurrir a impuestos obligatorios (Foto: Reuters)

La sociedad ha naturalizado la idea de que el pago de impuestos representa un deber casi sagrado. Se considera una obligación irrenunciable, más allá de la magnitud de la carga fiscal o del destino final que reciben los recursos estatales.

Esta lógica opera con tal fuerza que, desde hace décadas, rige la norma del solve et repete: si un ciudadano cuestiona el monto reclamado por el fisco, primero debe abonar y recién después puede litigar. En la práctica, la presunción recae contra el contribuyente, que debe probar su inocencia.

En los países con sistemas liberales, las personas generan ingresos a través de la producción de bienes o servicios que satisfacen demandas concretas. El intercambio ocurre en un marco de cooperación voluntaria: quien desea un producto paga por él, el proveedor recibe ingresos fructo de su trabajo y todos resultan beneficiados por el acuerdo libremente alcanzado.

El Estado maneja reglas diferentes. Para financiarse, recurre al uso de la coerción y confisca parte de los ingresos o el patrimonio de la población. Si bien existen teorías que proponen alternativas para obtener fondos públicos sin recurrir a impuestos obligatorios, la discusión puede postergarse si se considera válida la premisa de que la sociedad -en algún grado- está dispuesta a aportar recursos para garantizar el funcionamiento estatal.

En los países con sistemas liberales, las personas generan ingresos a través de la producción de bienes o servicios que satisfacen demandas concretas, El Estado maneja reglas diferentes

Eso conduce a un interrogante clave: ¿Qué amplitud debe tener el Estado? ¿Cuáles deberían ser sus funciones y cuán eficiente es su servicio? La gran diferencia entre el sector privado y el público radica en el uso de la fuerza.

La analogía con los gastos de un consorcio resulta ilustrativa: si el administrador del edificio deja de mantener las áreas comunes, los vecinos cuentan con la posibilidad de dejar de pagar expensas hasta obtener respuestas y servicios. No ocurre lo mismo cuando se trata del Estado: si éste no brinda seguridad, justicia o servicios mínimos, la exigencia impositiva se mantiene inalterable.

En situaciones donde el Estado cobra sin brindar contraprestación alguna, aparece lo que Frédéric Bastiat caracterizó como “robo legalizado”. A través del monopolio de la fuerza, el Estado se apropia de los recursos de la ciudadanía sin ofrecer nada a cambio. Bajo esta lógica, actúa como un ladrón que, a diferencia del delincuente común, no permite defensa alguna porque todo está revestido de legalidad.

En situaciones donde el Estado cobra sin brindar contraprestación alguna, aparece lo que Frédéric Bastiat caracterizó como “robo legalizado” (Foto: ARCA)

Por eso no resulta lógico tratar al pago de impuestos como un dogma incuestionable. Si el Estado vacía de contenido la noción de servicio y recurre a la exacción sistemática sin devolver valor real, pierde legitimidad y autoridad moral sobre la recaudación.

Tampoco se puede justificar la expoliación sustentada en circunstancias mayoritarias. El hecho de que una mayoría elija a un gobierno determinado no concede potestad para esquilmar al sector productivo en nombre de un supuesto bienestar colectivo.

Las leyes que vulneran los derechos fundamentales carecen de legitimidad, aun cuando se aprueben por mecanismos democráticos. El populismo persiste en prometer beneficios a determinadas franjas de electores a costa del despojo al sector que produce, mientras los políticos cosechan rentabilidad electoral. El mensaje subyacente es tan claro como brutal: “Arriba las manos, el dinero o la vida”.

Las leyes que vulneran los derechos fundamentales carecen de legitimidad, aun cuando se aprueben por mecanismos democráticos

¿Cuál es entonces la función genuina del impuesto? En una sociedad libre, sus habitantes están dispuestos a entregar una parte de sus recursos para sostener la protección de derechos básicos: vida, propiedad y libertad. Dar al Estado misiones adicionales rompe el pacto tácito con los contribuyentes y habilita distorsiones peligrosas.

Programas de subsidios, planes sociales y el llamado “Estado de bienestar” no son más que variantes institucionales de despojo legalizado. Es errónea la idea instalada de que solo los políticos monopolizan la benevolencia y el sector privado carece de interés social.

Es errónea la idea instalada de que solo los políticos monopolizan la benevolencia y el sector privado carece de interés social

Las personas demuestran generalmente más solidaridad de la reconocida públicamente, mientras que el Estado —lejos de esa imagen benefactora— suele ser mucho más corrupto de lo que se piensa.

La difusión del mito según el cual, sin intervención estatal, la población más vulnerable carecería de apoyo solidario, resulta un recurso político orientado a justificar la extracción permanente de recursos del ciudadano común. El verdadero motivo de fondo radica en mantener a una parte de la sociedad dependiente del favor oficial y, así, perpetuar el clientelismo y la expoliación.

La supuesta supremacía solidaria de lo público sirve de excusa para profundizar la carga fiscal. Los políticos inescrupulosos operan en una lógica donde cuanto más pobre es la sociedad, más dependiente es del Estado y, por tanto, mayor capacidad de control y manipulación adquiere el poder de turno.

La supuesta supremacía solidaria de lo público sirve de excusa para profundizar la carga fiscal

En definitiva, vivir a costa de los otros, utilizando al Estado como herramienta de saqueo. En realidad, la falta de condiciones institucionales que fomenten la inversión, el empleo y el desarrollo productivo se traduce en pobreza estructural y desempleo. Lo que el Estado pretende solucionar con exacciones es, en muchos casos, consecuencia de su propia voracidad y su cultura de desaprovechar el capital humano y material del país.

La presunción de que siempre existe justificación suficiente para aumentar impuestos y entrometerse en la vida privada erosiona los derechos individuales. No solo por la carga económica, sino por el derecho que se arroga el Estado a recolectar información extremadamente sensible de los contribuyentes. En una sociedad genuinamente libre, tal intromisión solo podría justificarse con orden judicial y bajo causas fundadas.

En otros tiempos, los monarcas imponían gravámenes para costear campañas militares. Hoy, los gobiernos inflan la presión fiscal bajo el pretexto de fondear programas sociales que en realidad perpetúan la dependencia y consolidan el poder de punteros y funcionarios. El Estado se ha vuelto una maquinaria voraz que devora recursos privados y, para sostener esta lógica, recurre a prácticas propias de los regímenes absolutistas más opresores.

El verdadero drama es que el Estado, lejos de ser la solución a los problemas de pobreza y desarrollo, se transforma en el epicentro de la crisis, vulnerando cada vez más derechos individuales con el propósito de mantener un aparato público insaciable.