Postal de campaña. Javier Milei, en Entre Ríos

Seis meses pasaron desde la primera elección del año. El largo camino arrancó en Santa Fe -en rigor, allí fueron dos turnos- y sumó en total diez provincias, con paradas salientes como la disputa porteña y la última y potente entrega en territorio bonaerense. Un dato saliente, generalizado, fue la baja o regular participación ciudadana. El Gobierno y la mayoría de los políticos consumieron horas analizando el tema en función de su particular foco de conveniencia e inquietudes. Pero la reacción fue al menos curiosa: una campaña insustancial, deslucida, que alimentó el escaso interés social, según registran algunas encuestas y el sentido común. ¿Qué pasará el domingo? Difícil anticiparlo, aunque un dato lo aportan los pronósticos medidos que circulan en medios políticos.

No sólo el juego electoral, sino además los principales movimientos del oficialismo y la oposición, en sentido amplio, fueron eclipsados por las anotaciones del precio del dólar, día por día, algo repetido aunque esta vez con el agregado impactante de la intervención directa de Estados Unidos en el mercado local y, a la vez, en la campaña. La apuesta de Donald Trump por Javier Milei fue expresada en su estilo, no necesariamente encomiable para los destinatarios, y acompañada por mensajes para el día después del comicio: el alcance del salvataje quedó atado al resultado electoral y las señales incluyeron la demanda de pasos reales para sumar sustento político a la gestión. Una interpretación limitada del concepto de gobernabilidad.

Como sea y en esa línea, los trascendidos desde el círculo de Olivos añadieron desde entonces dos puntos destacados. Y los dos, dependientes de lo que ocurra el domingo en las urnas. Por un lado, la convocatoria a gobernadores más o menos dialoguistas -no sólo ex JxC y provinciales, sino también algunos del PJ- con los que se fueron quebrando puentes. Y por el otro, una recomposición del equipo de ministros, que debería exponer amplitud más que por su integración, por la capacidad de generar acuerdos y quebrar la cerrazón actual.

El problema fue que los hechos se precipitaron y, como respuestas iniciales, asoman lejos de tales objetivos y resultan dominadas por consideraciones y disputas domésticas. La salida de Gerardo Werthein lo expuso sin vueltas. Fue precipitada por tensiones y desgastes de arrastre, desde su llegada a la Cancillería. El malestar escaló como consecuencia de las movidas de Santiago Caputo y finalmente habría añadido deterioro en las cercanías de Karina Milei.

Esa despedida, que el funcionario renunciante aceleró en términos públicos y más allá de las formalidades, colocó el tema como un hecho preelectoral, en lugar de sumarlo al movimiento posterior a los comicios. Y además, abrió el tema de tal modo que confirmó otra partida, la de Mariano Cúneo Libarona. Ese desenlace era descontado, pero se produjo antes de resolver otro tema: la posibilidad de unificar Justicia con Seguridad. Se descuenta, a pesar de algún rumor, que Patricia Bullrich dejará ese último despacho para dar batalla en el Senado, escenario de la disputa también intestina con Victoria Villarruel.

Las versiones sobre cambios en el Gabinete son más amplias y también, la lista de nombres que circulan. En cualquier caso, el renglón superior queda para la definición sobre Santiago Caputo, porque la posibilidad cierta de su inclusión, según la puerta abierta por Milei, genera tensiones con la Jefatura de Gabinete y alimentan interrogantes sobre los equilibrios o pulseadas con Karina Milei. Sin hacer ruido y con consideraciones que destacan la relación con el asesor del Presidente, Luis Caputo también juega en el principal tablero de la gestión. Acaba de coronar en Cancillería, aunque eso mismo significaría cierta reducción de las funciones, es decir, relaciones económicas y poco políticas.

Axel Kicillof, en el centro de la campaña del peronismo/K

En apretadas cuentas, el recambio inicial en el Gabinete aparece precipitado por cuestiones domésticas y, por lo tanto, reducido al juego, denso, en el poder. De momento, lejos de una señal de amplitud orientada -según los términos que circulan en estas horas- a construir una mayoría funcional al menos en el paño legislativo. Menos podría suponerse que tales batallas provoquen atracción en el común de la gente. Se verá si los cambios posteriores a los comicios logran superar la imagen de un reacomodamiento con exclusivo sentido interno.

Por lo pronto, el dato de malestar o desinterés social resultó el trazo visible en la sucesión de elecciones locales. Dicho de otra forma: es un interrogante abierto a pesar de los esfuerzos para polarizar la disputa electoral.

Las votaciones desenganchadas del turno nacional de este domingo, incluso las que anotaron mejores marcas, estuvieron por debajo de los antecedentes en cado uno de los distritos. La participación osciló alrededor del 50 por ciento en la Ciudad de Buenos Aires, Santa Fe, Salta, Chaco y Misiones. Estuvo apenas por encima de los 60 puntos en la provincia de Buenos Aires, San Luis y Jujuy. Y rozó el 70 por ciento en Formosa y en Corrientes, que renovó gobernador.

No son esos los únicos datos ilustrativos. El consultor Lucas Romero destacó un elemento que no había figurado en el análisis del resultado bonaerense: el voto en blanco. Vale destacarlo: la elección provincial -por primera vez, desenganchada del turno nacional- expuso una competencia fuertemente territorial, donde se jugaba el poder de los intendentes en sus propios municipios y en cada sección electoral, para tener peso en la Legislatura de la provincia. La movilización de los aparatos políticos fue impresionante, y no sólo del PJ/K, sin dudas el mayor. Pero aún así, resultó baja la participación.

El voto en blanco, con registros de más del 10 por ciento en cuatro de las ocho secciones electorales, redondeó 7 puntos en el total de la provincia. Y la combinación con la baja participación dejó en el 56 por ciento el voto positivo, es decir, por listas de candidatos.

Las especulaciones sobre lo que puede suceder el domingo son variadas, con lecturas casi excluyentes sobre un punto: a quién beneficia o perjudica la mayor o menor asistencia de votantes. Es, como viene sucediendo, un proceso electoral cruzado por incertidumbres, en especial debido a fallas en un fundamental “instrumento de navegación” política: las encuestas. Algún trabajo supone que la participación podría estar por debajo de los 70 puntos. En medios oficiales, se entusiasman con que sea algo más.

Para las comparaciones que puedan ser hechas en la noche del domingo quedan los antecedentes. El nivel más bajo se produjo en el 2021, en las estribaciones de la eterna y tóxica cuarentena. Entonces, había retrocedido al 71 por ciento, siete puntos por debajo de las anteriores elecciones de medio término. En ese espejo nos estamos mirando.