
El laboratorio Pontzer, dependiente del Departamento de Antropología Evolutiva de Duke University, reveló que el estrés en niños entre los 9 y 11 años predice enfermedades crónicas en la edad adulta.
El estudio, desarrollado durante más de 30 años en Estados Unidos, rastreó biomarcadores y factores ambientales en niños. Los resultados, publicados en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, permiten cuantificar los efectos fisiológicos de la adversidad infantil en la salud futura.

El análisis incluyó datos del Great Smoky Mountains Study, una investigación iniciada en 1992 que evalúa la salud mental y física de menores estadounidenses, con seguimiento hasta la adultez.
Los científicos evaluaron presión arterial, índice de masa corporal, niveles de proteína C reactiva —biomarcador de inflamación— y anticuerpos contra el virus Epstein-Barr. El estudio señala que eventos y situaciones adversas en la infancia desencadenan cambios fisiológicos persistentes.

La investigación define a la “carga alostática” como el desgaste corporal producido por la exposición crónica al estrés. La evidencia científica muestra que los daños ocurren en órganos y sistemas clave desde edades tempranas.
Datos, contextos y hallazgos
Según los expertos de Duke University, el estrés medido cuantitativamente en edades tan tempranas como los 9 años permite prever el riesgo de enfermedades cardiometabólicas en el futuro.
De acuerdo con Elena Hinz, autora principal de la investigación, la evaluación objetiva de muestras biológicas supera las limitaciones de estudios donde se solicita a adultos recordar eventos pasados. Este enfoque permite descubrir asociaciones directas entre condiciones vividas y efectos a largo plazo.

Según la evidencia mencionada por la Universidad de Duke, la infancia en contextos de pobreza, inestabilidad económica y desventajas sociales incrementa el riesgo de problemas cardiovasculares y metabólicos, confirmaron los autores. De acuerdo con Hinz, crecer en ambientes rurales con dificultades alimentarias y físicas impacta de manera tangible en el bienestar de los menores.
Hinz remarcó el papel del entorno físico, la alimentación y el acompañamiento familiar durante la niñez. El tipo de estrés vivido varía según la región y los recursos disponibles, señalaron los investigadores.

El equipo científico explicó el proceso fisiológico que conecta el estrés y la enfermedad. Según Herman Pontzer, codirector del estudio, el cuerpo humano utiliza la respuesta de “luchar o huir” ante el desafío agudo, lo que implica aumentos en la frecuencia cardíaca y la presión. Un estímulo sostenido en el tiempo provoca que la reacción no desaparezca y los órganos permanezcan alterados, con consecuencias negativas de salud.
De acuerdo con el estudio, niños de entre 8 y 10 años ya reflejan cambios en la presión arterial atribuibles a la adversidad. Los investigadores aseguran que la intervención temprana y el acceso a recursos básicos —alimentación suficiente, contención, salud— son claves para prevenir enfermedades adultas relacionadas con el estrés infantil.

Según los resultados publicados, la reducción del estrés en la niñez requiere mejorar la estabilidad familiar y combatir las situaciones de pobreza e incertidumbre alimentaria a través de políticas públicas enfocadas en la educación y el acceso a servicios básicos.
“La seguridad de saber que habrá comida en la mesa modifica la respuesta fisiológica al estrés”, concluyó Pontzer. Los autores subrayaron la importancia de acompañar a las familias y a la infancia para reducir riesgos futuros.

La investigación recibió financiamiento del National Institute of Mental Health, el National Institute on Drug Abuse, la William T. Grant Foundation y el Economic and Social Research Council del Reino Unido. El artículo completo se publica bajo el título “Childhood allostatic load predicts cardiometabolic health in adulthood” en Proceedings of the National Academy of Sciences.
El vínculo entre el estrés infantil y las enfermedades crónicas de adultos amplía la comprensión de la salud integral. La información obtenida refuerza la importancia de entornos familiares y comunitarios estables para el desarrollo pleno y saludable, según los especialistas de Duke University.