
Faltaban quince minutos para las diez de la mañana del 21 de mayo de 1982 cuando la Fuerza de Tareas Yapeyú, en Puerto Howard, escuchó el rugir del motor de aviones. Aún no sabían si se trataban de máquinas propias o enemigas, hasta que el cabo primero Gómez, que operaba el radar, gritó “¡Alerta roja! ¡Alerta roja! ¡Aviones!”. Seguidamente, uno apareció sobre el canal.
Paralelo al estrecho se extendía una cadena montañosa, que las máquinas inglesas usaban para eludir el rastreo de los radares argentinos y aparecer por sorpresa sobre las posiciones argentinas durante la Guerra de Malvinas.

Ubicado en la isla Gran Malvina, Howard era en 1982 un puerto pequeño sobre el estrecho de San Carlos. Una caleta lo protegía y permitía que los buques pudieran atracar. Poseía una pequeña población, dedicada a la cría de ovejas y al esquilado, cuyo producto final se enviaba a Gran Bretaña. A partir de la recuperación argentina, había sido rebautizado Puerto Yapeyú, en honor a la cuna de José de San Martín.
Ese fue el punto elegido para ubicar al Regimiento de Infantería 5 para contrarrestar una eventual ocupación enemiga. Este regimiento pasaría a la historia de la guerra de Malvinas como la unidad que más resistió el aislamiento.
Sabedores de que los aviones enemigos aprovechaban los montes para ocultarse y aparecer de improvisto, en tierra decidieron prepararse.

Minutos antes de haber sido detectado, el Sea Harrier matrícula XZ-972 había despegado del portaaviones Hermes junto a otra máquina piloteada por Peter Square, que debió regresar porque su tren de aterrizaje permanecía bajo. Su compañero el teniente Jeff Glover, que el 2 de abril había cumplido 26 años, siguió solo en su misión de reconocimiento.
El avión pasó por las posiciones argentinas del regimiento de infantería 5 a 700 kilómetros por hora. Los dos misiles Blowpipe que se le dispararon fueron eludidos por el piloto y terminaron explotando en tierra.
Unos minutos después, el avión regresó, en un trayecto transversal a la bahía, y el piloto, confiado, pasó a menor velocidad con el propósito de tomar fotografías de las posiciones argentinas. Pero lo estaban esperando.

Según describió Roberto Malatesta en la completa reseña del regimiento 5 en Howard durante la guerra, prácticamente toda la unidad hizo fuego, empezando por su jefe, el coronel Juan Ramón Mabragaña, a quien vieron disparar su fusil a cuerpo gentil. De pronto los testigos describieron que el cielo se pobló de los rayos de las municiones trazadoras. El ensordecedor sonido al unísono de las armas hasta tapó el sonido del viento.
Cuando el avión pasó sobre la posición de la compañía C, los soldados dispararon casi en vertical.
En la posición de la compañía A se contaba con dos ametralladoras pesadas Browing 12.7 mm. El apuntador de una de ellas era el cabo Aleksiejoner. Y con el soldado Suárez, que era su auxiliar, le dispararon un total de cien proyectiles. Cerca, el cabo primero Orué, que operaba la otra ametralladora idéntica, hizo lo propio.
El piloto, al recibir tantos impactos desde tierra, todos al mismo tiempo, sintió como si se hubiera metido dentro de una nube de granizo y percibió que perdía el control del aparato. Un Blowpipe disparado por el teniente primero Sergio Fernández, de la Compañía Comando 601 estalló justo debajo de la máquina y la envolvió en una espesa nube negra.
Eso fue lo que decidió a Glover a eyectarse. Fue un milagro que no recibiera ningún impacto mientras descendía en paracaídas.

Todos gritaron de alegría cuando comprobaron que el avión caía a tierra, en medio de muchos “viva la Patria”, sapucays y exclamaciones.
En un bote, rescataron al piloto, que flotaba agitando un brazo. En la costa, se lo envolvió en una manta y en una moto enduro de los comandos fue llevado al puesto de socorro.
Tenía una fractura y luxación del hombro derecho y una herida en el labio superior. Se lo anestesió y se lo curó.
En el interrogatorio intervino el sargento primero Carlos Sánchez como traductor. El piloto comió un sándwich y tomó un té, un menú de lujo para una unidad que, por la escasez, se comía solo una vez al día.
El pasado 24 de octubre, luego de estar varios días internado, falleció Ricardo Abel Aleksiejoner. Estaba casado y tenía dos hijos.

De joven era tan flaco que lo conocían como “Palito”. En la guerra participó activamente en operaciones con morteros de 81 mm Thomson-Brandt, defendiendo posiciones clave contra las fuerzas británicas.
Tras el conflicto, se radicó en San Miguel, donde era conocido por su espíritu solidario, no solo con los veteranos de guerra sino con los que menos tenían. Era habitual que llevara a comer pizza a chicos que vivían en la calle.
Fue concejal y responsable del Centro de Operaciones municipal y un activo divulgador de Malvinas. Hincha del Club Atlético San Miguel, llegó a ser el responsable de seguridad de esa entidad.
En 2009 fue homenajeado por el concejo deliberante por su condición de veterano, donde señaló que “no me merezco esto”. El año pasado saldó una deuda pendiente y viajó a Puerto Madryn, donde había llegado el 19 de junio de 1982 como prisionero en el Canberra. Allí le entregó al intendente Gustavo Sastre una remera que tenía grabado el lema “Honor y gloria”.

Falleció al día siguiente de haber cumplido los 63 años. El club de sus amores lo homenajeó como “el protector de nuestras islas”, sus superiores lo recuerdan como un brillante suboficial y también fue elogiado por figuras políticas del ámbito local.
El operador de la otra ametralladora, el cabo Ramón Wladimiro Orué, murió en la defensa del cuartel de La Tablada. Era entonces sargento, perteneciente a la Compañía Comandos 601 y había sido herido cerca de la capilla de la unidad. Falleció nueve días después en el Hospital Militar.
Las figuras de ambos suboficiales quedaron inmortalizadas en una icónica foto tomada en las islas, junto a una de las ametralladoras que cuidaban hasta el esmero. Y con la que disparó al avión inglés esa fría mañana de mayo de 1982.