El silencio en el estudio podía cortarse con un cuchillo cuando Esteban Trebucq se quebró al recordar cómo despidió a su padre, a quien no veía hacía años. Todo había empezado casi como una conversación casual en el ciclo Otro día perdido, con Mario Pergolini lanzando una pregunta directa sobre los orígenes del periodista: “¿De qué tipo de familia venís?”. Como si el simple acto de vincular la palabra “padre” abriera en Trebucq una herida que nunca terminó de cicatrizar.
“Clase media, mi viejo era veterinario, nació en el campo, vino muy de abajo, fue mejor promedio en la Universidad de La Plata, y mi mamá nos crio a cuatro hermanos sola”, respondió, con la voz ya entrecortada. En el aire flotaba la figura de la madre, esa heroína silenciosa de tantas familias argentinas: “Mamá es como la ídola en esto”, insistió.
El relato se oscureció de pronto, traspasando el terreno de la infancia y el orgullo académico para aterrizar en el último adiós: había pasado más de una década, tal vez quince años, desde la última vez que padre e hijo se miraron a los ojos. “Yo sabía que mi viejo estaba jodido, yo no tenía relación con papá, y un tipo de mi club, de Albatros, que es médico, me dice ‘Pela, tu viejo está jodido, está internado en tal hospital’”, recordó el invitado. Impávido, siguió al aire en Crónica, el trabajo ante todo, mientras del otro lado del teléfono llegaban los avisos que nunca se quieren escuchar. “Vas a tener que venir a saludarlo porque se te va”, insistía la voz amiga.
¿Se puede seguir hablando de la vida cotidiana cuando uno sabe que la muerte está tan cerca? El periodista, en ese momento, decidió no interrumpir el programa. “No había más nada que hacer, además calculo que mi viejo hubiera seguido laburando también, porque le gustaba el trabajo”. La vida profesional, ese impulso aprendido, se imponía incluso ante la gravedad de la noticia.
La jornada terminó y la llamada de la madre fue definitiva: “Vení que se murió tu viejo”. Los padres hacía tiempo que estaban separados, desde aquel lejano año 1983, y Trebucq lo repitió en los micrófonos: “Hacía como diez o quince años que no lo veía”. Frente a la insistencia materna —“vení a verlo, está en casa funeraria tal”— todo se redujo a un dilema sordo: asistir o no al último encuentro con quien le había dado la vida y, sin embargo, había perdido todo tipo de contacto.
El periodista regresó a su hogar de La Plata después de trabajar, dudando si acudir, hasta que la rutina más inesperada le marcó el camino. Manejaba, pensando, cuando sus ojos se posaron sobre un pin de Estudiantes de La Plata que había en su casa. Lo tomó, acaso como un acto reflejo, y se dirigió a la casa velatoria. En silencio, se acercó al cuerpo de su padre, hundió el pin en la solapa del saco y le habló, por fin, con sencillez dolorosa: “Le dije dos cosas, gracias por incentivarme el amor por el estudio y gracias por hacerme de Estudiantes de La Plata, y me fui”.
La ceremonia para él terminó allí. Más allá de la sala, la incertidumbre: “Yo entiendo que se fue con el pin de Estudiantes, creo que lo cremaron, yo después no seguí la ceremonia. Y si está, ojalá lo atesore alguien”. Se lo dijo al aire, al borde de las lágrimas, mientras el estudio entero acompañaba en silencio la crudeza de la distancia, el duelo y el pequeño gesto —el pin— como legado posible entre padre e hijo.